El maldito/bendito derecho de propiedad-Felipe Irarrázabal

El maldito/bendito derecho de propiedad-Felipe Irarrázabal

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Lo que parecía una inocente entrevista televisiva terminó en un incendio. La flamante ministra de Cultura se refirió a los derechos de autor a propósito de la discusión que se estaba desarrollando al interior de la Convención Constituyente (CC). Dijo que el derecho de autor tenía que equilibrarse con el derecho al acceso a la cultura y remató afirmando que el tema debía abordarse desde una lógica de los derechos laborales, omitiendo cualquier referencia a los tratados internacionales suscritos por Chile. En pocos minutos ardió Troya y con razón. Artistas, escritores, músicos, guionistas y actores se le tiraron al cuello y reclamaron, en coro y con estridencia, la inclusión del derecho de autor en la nueva Constitución. De ahí, la ministra rectificó, aclaró en algo sus enredos y se vio forzada a prometer que el gobierno no incorporará más límites a los derechos de autor que los actualmente establecidos en la legislación.

Este impasse refleja una tensión mayor que se ha ido gestando en la CC y que rebota en el Gobierno. Hasta ahora, el pleno ha aprobado tres escuetos artículos en temas de propiedad, en contraste con la exuberancia en el tratamiento de otras temáticas. Uno que declara que toda persona tiene derecho de propiedad sobre sus bienes. Otro que establece que la ley determinará su modo de adquirir, contenido, límites y deberes, conforme con su función social y ecológica, sin explicar las implicancias de tales limitaciones funcionales. Y un tercero que permite la expropiación por causa de utilidad pública o interés general, sin hacer referencia a la exigencia de indemnización previa y en dinero en efectivo.

Se vienen más artículos, obviamente, porque si hay algo que reconocer es que nuestra CC es infatigable y desbordante. Está el tema del agua y de la minería. Y detrás de eso, una posible manga ancha para que sea el Estado quien emprenda y nos asegure eso del Buen Vivir —lo que sea que signifique— a través de un ejército de empresas estatales.

Recién el jueves pasado fueron rechazados los artículos propuestos por la comisión del Medio Ambiente en temas económicos. Aunque el aire escaseaba en el pleno de la CC, se escucharon gritos de “traidores” por parte de los vencidos. Dos experimentados políticos y constituyentes reaccionaron. Harboe dijo que el informe de la comisión “parecía un paper de una ONG ecológica” (LT, 22/04/22) y Chahin, que había una “sobrerregulación absoluta y la incorporación de conceptos, muchos de ellos bastante ajenos a la cultura jurídica, [generando] incerteza” (EM, 22/04/22). Como se ve, aún queda paño por cortar y la CC se va a encargar de seguir dándonos sorpresas —o quizás debiéramos decir acertijos— en las semanas que se vienen.

Con respecto al odio/amor sobre la propiedad, no hay nada nuevo bajo el sol. Para algunos es una maldición. Para otros, una bendición. A fines del siglo XVIII, el prestigioso jurista inglés William Blackstone ya nos advertía: “No hay nada que avive de modo tan general la imaginación y encienda las pasiones de la humanidad como el derecho de propiedad; o sea ese, dominio único y despótico que un hombre reclama y ejerce sobre las cosas externas del mundo, en una total exclusión del derecho de cualquier otro individuo del universo”. Luego reflexionaba que “sin embargo, muy pocos se dan la tarea de considerar el origen y fundamento de este derecho”.

El derecho de propiedad se traduce en un conjunto de derechos y atributos que los dueños de un bien pueden ejercer con libertad, sin interferencia del Estado o particulares. Esta construcción social asegura una zona de privacidad a los propietarios, para lo cual —nos guste o no— implica un señorío que excluye y limita los tentáculos del Estado y las posibles interferencias de otros privados, siempre que se cumplan las regulaciones existentes y no se dañe a terceros.

Nuestro Código Civil lo define —con esa parquedad y exactitud que no parece encontrar herederos en la CC— como el derecho real en una cosa corporal, para gozar y disponer de ella arbitrariamente (ahí está la ausencia de interferencias externas), no siendo contra la ley o contra derecho ajeno y agrega que sobre las cosas incorporales hay también una especie de propiedad (para tranquilidad de los artistas).

Las leyes de cada país tienen que responder cuatro preguntas básicas: ¿Qué puede ser objeto de propiedad privada?, ¿cómo se establecen los derechos de propiedad?, ¿qué pueden hacer los dueños con su propiedad? y ¿qué remedios existen para la violación del derecho de propiedad?

Las respuestas tienen que ser quirúrgicas y no hay espacios para errores. Como bien lo dice el profesor Enrique Barros, la “necesidad de reducir al mínimo la incertidumbre hace que la propiedad sea de las pocas áreas en que el Derecho Civil establece distinciones certeras, de blanco y negro” (EM, 24/02/22).

Las sociedades modernas han alentado y protegido el derecho de propiedad porque estimula la producción, desalienta el robo y reduce los costos de proteger los bienes (Cooter, 1999). La propiedad permite la negociación privada y su traspaso como uno de los atributos que ostenta su dueño, y así el derecho de propiedad es un instrumento para facilitar la negociación privada conforme a las preferencias de las partes y al reparto de los respectivos excedentes de cooperación. Dicho de otra forma: el derecho de propiedad crea, protege y fortalece la estructura transaccional de los intercambios voluntarios. Para eso se requiere que el derecho de propiedad tenga definidos sus contornos de manera simple y clara. El derecho de propiedad, junto a los contratos y las normas de libre competencia, es un engranaje de la economía de mercado y se concibe asimismo como un contrapeso al poder absoluto de reyes o zares.

Esa esfera de intimidad que arropa el derecho de propiedad termina siendo un contrapeso o check and balance del poder estatal desenfrenado. Como magistralmente lo expuso —también en el siglo XVIII— el constituyente James Madison en los Federalist Papers: “Si los hombres fueran ángeles, el Estado no sería necesario”. Para luego agregar, la otra cara de la moneda: “Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al Estado, externo o interno, sería necesario”. Ergo, no se puede confiar ciegamente ni en los gobernados ni en los gobernantes y de ahí la necesidad de contar con contrapesos efectivos, uno de los cuales es precisamente el derecho de propiedad.

Aquí no hay espacio para improvisar y cualquier invento, cambio u omisión constitucional respecto al derecho de propiedad tiene que ser específico, preciso y guardar armonía con los infinitos y decantados detalles de su regulación, jurisprudencia y doctrina, de lo contrario nos podríamos encontrar con un ansioso elefante —quizás, azul y con tres orejas— en una antigua y cuidada cristalería. (El Mercurio)

Felipe Irarrázabal

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