¿El fin del peso de la noche?-Jorge Insunza

¿El fin del peso de la noche?-Jorge Insunza

Compartir

La noción del “peso de la noche” tiene un sabor especial. Es una crítica que quiere ser profunda y tiene un dejo despectivo de lo que somos, pero al mismo tiempo gusta, atrae y logra atrapar. Se recurre a ella con pesimismo, para describir una carga que nos domina, casi irremediablemente, pero también es un modo de compadecernos y de rendirse a una suerte de fatalidad; un “siempre ha sido así y siempre será así”. Y para otros, es una tesis que fascina por su rasgo autoritario o por la supuesta eficacia atribuida al ejercicio del poder.

El propio Portales la enuncia en un tono de aceptación triste, de algo que no le gusta y en el fondo desprecia, que él quisiera fuera distinto a pesar de su escepticismo, basado en los ideales republicanos en boga, que todavía veía de difícil aplicación. Jorge Edwards la usa en su novela (ojo, de 1965) para describir la decadencia de las clases altas, en un momento en que se volvía evidente la crisis de un orden añoso y débil. Un ánimo similar domina el ensayo de Alfredo Jocelyn-Holt, aunque siempre creí que su interpretación encierra la esperanza de que nuestro nuevo ciclo democrático pudiera consolidar y dar forma a valores liberales republicanos. De hecho, el año pasado se reeditó este libro, tal vez porque él mismo y la editorial sienten que ese debate vuelve a escena y que el ambiente del país requiere de interpretaciones sobre cuál es la inflexión que vivimos; o si es que de verdad vivimos alguna.

Teniendo presente ese telón de fondo, creo que vale la pena explorar la pregunta sobre si acaso lo que estamos viviendo en los últimos años permite sostener que estamos ante el fin de ese “peso de la noche”.

Al final, una Constitución no es un texto y tampoco el hito que la consagra, sino el espíritu de una época. Esa noción de espíritu siempre ha sido deliberadamente vaga y abierta, es un intangible absoluto, pero también muy concreta, porque aterriza valores predominantes, define la arquitectura base de las instituciones y establece marcos políticos e ideológicos. Luego, la pregunta es qué sustrato la soporta y qué cambios sustantivos de la sociedad expresa. Ahí es donde se asocia a esta reflexión de cuánto persiste del “peso de la noche”, porque –desde luego– ese “orden” elitista y autoritario ha sobrevivido a varias constituciones y ha permeado a más de una cultura política y liderazgos; está lejos de ser propio o exclusivo de la derecha o de los conservadores. Por lo tanto, la frase “Chile cambió”, ¿alcanza para sostener que dejamos atrás esa vieja noción portaliana?Para mí todavía es una pregunta, no una aseveración; porque aún depende de cómo cerremos este largo ciclo de recomposición democrática, que a mi juicio solo dará vuelta la hoja con una nueva Constitución.

El pesimismo de Portales era que “el orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de tranquilidad pública. Si ella faltase, nos encontraríamos a obscuras y sin poder contener a los díscolos más que con medidas dictadas por la razón, o que la experiencia ha enseñado a ser útiles”.

Que la sociedad está más cosquillosa es un hecho y que la ética del esfuerzo personal ha reemplazado a esa típica frase elitista de que “el chileno es flojo” (la “tendencia de la masa al reposo”) es evidente. Lo que subsiste, en cambio, es la duda sobre si todavía es posible para las elites manejar las cosas desde las sombras del poder.

A mi juicio, ese es el cambio más medular al que estamos asistiendo en esta época post “fin de la transición”… y, esto es, todavía estamos asistiendo.

¿Qué rasgos aparecen en este horizonte?

A mi juicio, lo más relevante y decisivo es la mayor autonomía de la clase media emergente, que valora su dignidad, su propia independencia, que no depende ni quiere depender del Estado, que al mismo tiempo valora la gobernabilidad y la estabilidad, que tiene un sentido común más abierto a lo moderno, que distingue entre la profundidad y la radicalidad, porque tiene un sentido de Estado básico y una mirada realista del poder y que tiene la intuición de que hay que producir cambios profundos con seguridad. Al mismo tiempo, es un tipo de clase media que quiere y valora la calidad, que respeta el mérito, la excelencia, el esfuerzo personal, que por eso le importa la ética social de la igualdad de oportunidades y la noción de derechos que se la garanticen. Por esa vía, incluso de un modo intuitivo, toma distancia del asistencialismo, desconfía de los caudillos y del clientelismo y no concede autoridad a cualquiera. En términos culturales, es más liberal, en el sentido de valorar la libertad de pensamiento y de creación, respeta la pluralidad de valores de la sociedad y vive en el ethos de la innovación.

Esta nueva clase media, que en una generación dejó atrás la pobreza o que reemplazó o modernizó los oficios de sus padres, es distinta a la clase media tradicional del siglo XX, en general asociada a las profesiones liberales, a la pequeña industria o comercio y a los funcionarios públicos. Los líderes de esa clase media tendían a cultivar una ética aristocrática, en sentido estricto; vale decir, asumiendo una superioridad moral sobre la oligarquía o las familias tradicionales más o menos decadentes. En ambas hay meritocracia, pero esa clase media tradicional siempre tuvo una vocación de elite y, como suele ocurrir, se contagió de la tentación del “peso de la noche”.

La autonomía de esta clase media más ancha y que roza el desarrollo tiene una exigencia mucho mayor. Demanda y exige calidad, en todo orden de cosas; ejerce su ciudadanía con explicitación de sus derechos o reclama por ellos; valora y exige la transparencia como una defensa de sí misma y otorga autoridad a quien otorga legitimidad, no por imperio.

Sin embargo, también tiene miedo. Su pánico es volver a la pobreza y asume que hay incertidumbre, pero no bajo la noción que en algún momento estuvo de moda, vale decir, con algo de glamour, de sabor al vértigo, asociado a la idea de lo incierto como oportunidad y de que se podía vivir con cierto espíritu de apertura. Por el contrario, la incertidumbre es vivida como inseguridad frente al futuro. La inestabilidad del trabajo, el permanente endeudamiento, el impacto de las crisis globales y la apreciación de que los países desarrollados experimentan crisis de retroceso, alimentan un juicio de realidad sobre ese temor. Nadie cree seriamente en el progreso. Más bien, la gente quiere seguridades básicas y tener un piso sólido para moverse con libertad. Por esos intersticios es que ve con interés un rol más fuerte del Estado. No desde el estatismo del siglo XX, pero sí desde la idea de un Estado activo.

Esa cultura –nacida en el apogeo de la cultura de masas y de la televisión– mira con desprecio la política de salón y desconfía de la pretensión de que con meros actos de autoridad resuelven los problemas. Esa dimensión de la política de elites es la que está severamente en cuestión. Por eso valora las instituciones y su transparencia, su rectitud y su equidad, entendida o traducida como un rechazo a los privilegios.

Por ejemplo, creo que ese es el sustrato de la crítica al caso Barrancones, cuando el ex Presidente Piñera resuelve el problema con una llamada telefónica al amigo ejecutivo a cargo; esa fue la ácida reacción a la metáfora de la cocina del senador Zaldívar en la reforma tributaria; esa es la alerta roja que se encendió cuando el cambio de fiscales parecía un nuevo intento de tapar las investigaciones en curso.

Las soluciones “por arriba” no tienen la legitimidad de las soluciones institucionales y la demanda republicana de “que las instituciones funcionen” ahora tiene un estándar mucho más exigente. El solo consenso resulta vacío o superficial si no expresa ese contenido y, por eso mismo, se valora la diferencia o la construcción de acuerdos sincerando las diferencias, que es tan propio de las democracias maduras. El campo de la deliberación de lo público se ha ampliado como nunca antes en Chile. Ese es el principal desafío de una política cerrada sobre sí misma.

Ese respeto a un espíritu de mayor autonomía también se extiende como un valor relevante a otras instituciones o espacios de decisión pública, porque se les atribuye un factor de equilibrio de poder y de contención a los abusos.

Hace décadas ya se dejó de pensar que el equilibrio de poderes se limitaba a los balances entre el Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Chile ha adecuado muchas de sus instituciones a crear nuevos centros de poder: en las estructuras económicas, la autonomía del Banco Central, las superintendencias y las normas internacionales de transparencia, accountability y responsabilidad corporativa; en la esfera judicial, el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, los tribunales especializados y, sobre todo, la creación del Ministerio Público; y en lo político, las Ley de Transparencia de 2008, que representa una revolución cultural todavía en ciernes. En cambio, la Ley de Lobby todavía es pobre y limitada y qué decir de los evidentes huecos que dejó el financiamiento de la política. Y, desde luego, lo que ha irrumpido en esta fase democrática, en buena hora, es el balance y contrapeso que ejerce la ciudadanía activa, en sus diversas expresiones y organizaciones.

Noto ese espíritu en la radicalidad republicana de fiscales y jueces, que además se han identificado como tales en una corriente más liberal o al menos de renovación al interior de los órganos de la Justicia. No solo reivindican su autonomía, sino que también cambian la tradición del legalismo como letra de la ley para mover los límites de la aplicación de justicia al caso concreto.

Asimismo, es sintomático observar cómo se están moviendo los circuitos de formación de opinión. Ya es un lugar común asumir que las redes sociales ejercen su propio peso, pero lo realmente nuevo –y también fundado en esa mayor autonomía– es que los medios están descansando cada vez más en la opinión e interpretación y no sólo en la noticia y, más aún, cómo importantes comunicadores ejercen su propia línea editorial, al margen o a veces por sobre la voluntad de sus dueños: El Mercurio tiene que aguantarse a Carlos Peña, aunque fracase en el intento de equilibrarlo con otro columnista debajo; Juan Manuel Astorga muestra con orgullo su independencia y advierte frente a cualquier queja que “acá no hacemos relaciones públicas”; Daniel Matamala ha trazado su propia línea investigativa, anticipando muchas veces la pauta y el tono; y los ejemplos son múltiples. Todos ellos saben (y lo viven así) que su libertad se funda en su credibilidad y que ese es un ejercicio de identidad que recae en ellos mismos. Solo sobre esa base, luego, se transforman de verdad en un factor de poder.

La importancia de esos comportamientos y, en el fondo, de esos nuevos liderazgos, es que no todo se funda en un problema normativo, legal o constitucional. De hecho, los escándalos que están en el debate es porque hay delitos, es decir, hay normas que han sido violadas o violentadas. Lo que hace el cambio, lo que provoca que se cristalice un modo distinto de ejercer el poder, es que existan momentos emblemáticos de quiebre. En materia de derechos humanos eso ocurrió con el Informe Rettig, como acto institucional, pero sobre todo con las condenas efectivas a los criminales, que tienen por ejemplo a Manuel Contreras con condena a cadena perpetua. En materias de abuso de poder se requiere de lo mismo, ya sea de corrupción empresarial o política.

No basta un “perfeccionamiento” de la norma, si no hay sanción emblemática respecto de la que existe. Ya Portales advertía que la ley o la Constitución era una señora que podía ser violada cada vez que fuera necesario. Si esa sigue siendo la regla, entonces no habrá cambiado nada y la frase de que “Chile cambió” no dejará de ser un cliché de moda.

En fin, estamos en un momento que puede consagrar ese espíritu meritocrático en ciernes o, si se pierde el camino, repetir la historia y volver en plenitud “el peso de la noche”.

 

Dejar una respuesta