El 54% de los votantes prefirió que siguiera siendo masculino.
Ese resultado -sorprendente en estos tiempos que han develado los ocultos mecanismos por los que se expande la discriminación en razón del género- debe ser objeto de deliberación pública.
Desde luego cabe preguntarse si algo como el carácter masculino o no de un establecimiento educacional debió plebiscitarse entre los alumnos, profesores, personal administrativo o auxiliar. A primera vista sí. Pedir la opinión de los propios involucrados a la hora de decidir algo tan relevante para la trayectoria de los alumnos, parece muy sensato y revela, podría alguien decir, una particular deferencia hacia la voluntad de la mayoría ¿No es eso democrático y no es la democracia el supremo valor que debe ser homenajeado?
Todos quienes aplauden las asambleas y discuten la idea de representación y en cambio abogan a favor de las vocerías -esos simples mensajeros de la voluntad de la mayoría- debieran aplaudir que el Instituto Nacional, la primera luz de la nación, el colegio exigente por antonomasia, allí donde la meritocracia se hace realidad, el lugar donde se derrota la herencia, siga siendo un colegio solo para hombres y que la educación de excelencia que allí se brinda, la mejor del país, se distribuya en conformidad a la peor y más injustificada forma de selección que se podría imaginar: el simple hecho biológico de poseer o no un cuerpo adscrito a lo masculino. Una niña, por inteligente, aguda y voluntariosa que sea, no podrá acceder al colegio no en razón de su desempeño o su mérito, sino solo por el hecho de ser niña.
Exactamente eso es lo que se acaba de decidir.
¿Es razonable aceptar eso solo porque la mayoría -no importa si son administrativos, alumnos o profesores- lo dijo?
Evidentemente no.
La igualdad entre las personas sin consideración al género que les es adscrito, es una cuestión moral que debe ser decidida por las mejores razones y no por el mayor número. Si siempre se confiara en el número para decidir la forma en que los seres humanos deben tratarse entre sí nunca se habría salido de la barbarie. Si fuera un asunto de números o de manos alzadas, entonces habría que ejecutar sumariamente a quienes violan o cometen un crimen, impedir que los inmigrantes accedan a la salud en igualdad de condiciones que los nacionales, suprimir la lentitud del debido proceso, prohibir el discurso incómodo y otras linduras semejantes que la mayoría estaría dispuesta a apoyar. El número como razón final tendría a los seres humanos alojados en las cavernas de los prejuicios y envueltos en atavismos.
E incluso para los creyentes, Jesús habría sido bien muerto y correctamente crucificado.
Que un establecimiento educacional decida algo tan importante como si habrá de tratarse o no por igual a hombres y mujeres -porque de eso se trataba: si a la hora de golpear las puertas del Instituto el género importaría- es simplemente increíble. El lugar donde debe cultivarse la racionalidad, donde se enseña a los jóvenes que hay bienes indisponibles y en el que quienes conducen el quehacer intelectual, los profesores, lo hacen porque saben más que quienes son conducidos, adopta, a la hora de decidir algo tan importante como si habrá o no de aplicarse un trato igual a hombres y mujeres, el camino fácil de eludir la responsabilidad final por la vía de entregar el asunto a la contabilidad de las voluntades, un mecanismo importante sin duda, pero que cuando se trata de cuestiones de importancia moral tiene tanto valor como una decisión de mercado.
Quizá ahora, y caminando detrás del haz de luz de este faro que presume guiar a la Nación, habrá que aconsejar a los dueños de las empresas y sus controladores que en vez de echar a andar políticas de igualdad de género y en lugar de aventar conductas machistas o de discriminación, consulten a sus trabajadores, directores y expertos, empleando un estricto procedimiento democrático, si les parece correcto adoptar esas medidas o si, en cambio, les resulta más cómodo, por los motivos que sea y que el voto puede ocultar, mantener la situación tal cual. Y en vez de corregir los abusos en el Metro, tal vez sería adecuado consultar a los usuarios y atender a lo que disponga el mayor número. Y si a alguien se le ocurre formular algún reproche, será cosa de responder con el irrefutable argumento que pronuncian los voceros de las asambleas y de aquí en adelante también los encargados de la educación:
¡Es la decisión de la mayoría! (El Mercurio)