En la película Las horas más oscuras, donde se relata la caída de Francia frente a los nazis en las costas de Normandía, a sólo 80 kilómetros de Gran Bretaña, con un pueblo inglés sumido en la angustia y una clase política dividida en torno a negociar o no con Hitler, Winston Churchill pronuncia uno de sus discursos más importantes y admirados. Aquel en que los llama a nunca rendirse y a luchar con todas sus fuerzas para defenderse del enemigo.
No son pocos los que creen que ese discurso cambió la historia de la guerra y probablemente del mundo como lo conocemos. Bueno, ese discurso duró 2 minutos y 20 segundos. Sí, casi nada; lo que da cuenta del poder de la palabra y las ideas cuando están bien pensadas y bien escritas.
Es cierto, Churchill era un privilegiado en esto. No por nada recibió años después el premio Nobel de Literatura. Pero eso no quita el punto, toda vez que los mandatarios siempre pueden acudir a alguna pluma destacada. Incluso así, quizá por el ego que casi va con el cargo, hoy los discursos son esencialmente largos.
El ejemplo histórico de esto es Fidel Castro que, en septiembre de 1960, habló por 4 horas y media en las Naciones Unidas. Nadie se acuerda de lo que dijo, pero sí quedó registrado como el más largo de la ONU.
Fuera de ese extremo, los discursos políticos emblemáticos tienden a durar entre una hora y una hora y media. Obama, otro gran orador, prometió en su última cuenta de la nación que sería breve y lo logró: fueron 51 minutos. Claro que, en ese país, nadie olvida que el discurso de inauguración de George Washington, sólo tenía 135 palabras (esta columna tiene 456).
En Chile, las famosas cuentas públicas son mucho más largas. En promedio duran una hora y media. Esto, en un mundo donde una charla TED supone que una persona tiene que hacer una contribución distintiva en 20 minutos.
Es claro que la gracia de un discurso no es sólo su largo; también su contenido. Ya lo dijimos, Obama no era especialmente escueto, pero sus discursos eran inspiradores la mayoría de las veces.
En Chile, sucede un poco lo contrario, en parte, porque la famosa cuenta pública tiene ese problema: es una cuenta. Una donde los presidentes hacen una suerte de balance o proyección de todo, sin distinguir lo importante de lo accesorio. Así, el discurso no sólo es largo, sino muy desarticulado, carente de una idea central.
Por eso, la mejor idea sería entregar la cuenta por escrito. Un folleto. Y, en la ceremonia, hacer un discurso motivador, ojalá de 2 o 3 minutos. Bueno, hasta 10. Pero recordar el consejo de Churchill: si hubiera tenido menos tiempo, lo habría hecho mejor. (La Tercera)
Andrés Benítez



