A la desazón inicial no la ha seguido, hasta ahora, ninguna reflexión que, más allá del desconcierto, o de la condena o de la sorpresa, ayude a una mejor comprensión del problema.
Pero como la Iglesia es parte de la esfera pública, y a la hora de la influencia y el peso cultural el suyo es mayor que el de cualquier partido político, el deber de los medios es suplir o contribuir a suplir tamaño vacío. Los medios tienen la obligación de inteligir los problemas que sacuden la esfera pública, y esos problemas no son -como algunos preferirían- solo aquellos que aquejan o entretienen a los partidos políticos. La Compañía de Jesús o el Hogar de Cristo, cada uno a su modo, contribuyen a modelar la esfera pública cultural y a orientar el quehacer de miles y miles de personas, de manera que las denuncias contra una de las figuras que está en el centro de su identidad no merece ser pasada por alto o informada solo como un asunto de crónica roja en espera de un fallo judicial.
Si instituciones tan influyentes como la Compañía de Jesús o el Hogar de Cristo están atadas a la figura, hoy cuestionada, de Poblete, ¿cómo entonces callar frente al problema que este caso plantea sin que ello signifique abandonar el deber de ocuparse de todas las cuestiones de interés público? Por supuesto, examinar el problema no significa apostar por la culpabilidad o la inocencia, sino preguntarse por aquello que una acusación de esta envergadura saca a la luz.
En la esfera pública suele haber personas que, por el carisma que poseen o el desempeño que han desplegado en la vida social, constituyen verdaderos resúmenes de parte importante de su sociabilidad.
Renato Poblete fue una de esas personas. En él se reunía no solo el capital social de la Compañía de Jesús (cuya tradición fue siempre formar a los hijos de la élite) y el aura de una orden con fama de culta e intelectual (aunque Poblete no pareció serlo especialmente). A esos atributos se agregaba, en el caso de Renato Poblete, un quehacer filantrópico que lo vinculó con los sectores sociales más influyentes y más ricos de la sociedad chilena. Estar al lado de Renato Poblete (o cerca de la Compañía) significó para muchas personas vivir la prosperidad sin abandonarla, solo acompañándola de ese suave revulsivo de la culpa que los afortunados de este mundo llaman conciencia social.
Esa aura de Poblete -la pertenencia a la Compañía, el trabajo filantrópico, las redes- torna especialmente explosivas las imputaciones que se han formulado en su contra. De ser ciertas, probaran por enésima vez que la bondad ejercitada en el escenario y en las escenas de la vida social suele ser una forma inconsciente de ocultarse.
Una de las dudas que se han planteado en este caso es por qué se efectúa una denuncia post mortem , por qué denunciar un asunto al cabo de casi treinta años de ocurridos los hechos a que se refiere, por qué -se repite una y otra vez- esperar tanto tiempo.
Una característica de las relaciones humanas que los analistas conocen explica esa demora en apariencia sorprendente.
Suele ocurrir en las relaciones asimétricas (como las que hay entre un cura y un creyente agobiado) eso que Freud llamó transferencia. La transferencia, dicho en sencillo, consiste en el renacer de vínculos pasados que se proyectan en un tercero, se escenifican con él. Se trata de un fenómeno habitual en las relaciones terapéuticas y en todas aquellas en que uno de los miembros de la relación atribuye al otro un saber del que él o ella se siente carente: el creyente agobiado por la culpa frente al cura, el paciente angustiado frente al analista, el enfermo grave frente al médico. La transferencia es un producto de la escena, no el resultado de los atributos de uno de los partícipes. Es la escena terapéutica, el confesionario, la consulta, etcétera, lo que produce el fenómeno de la transferencia. La transferencia en manos de un perverso o inescrupuloso puede ser origen de los peores abusos, las peores servidumbres. El sujeto preso del pasado, gracias a la escena de la que quien tiene el poder no lo deja escapar, simplemente revive vínculos que no controla. Eso es lo que explica que mientras el fenómeno ocurre, uno de los partícipes que ahora se revela como víctima aparezca consintiendo en cosas o conductas que él sabe lo dañan o lesionan.
Por eso, cuando la escena se deshace -y para que ello ocurra la experiencia debe traerse a la memoria y ponerse en palabras, que es lo que parece haber ocurrido en este caso-, la transferencia desaparece y la verdad surge: el abuso queda al descubierto. Esto es lo que explicaría que las víctimas demoren tanto tiempo en revelarse como tales. Lo que a ojos de una observadora desaprensiva es una relación amorosa, para un ojo más crítico es una relación de transferencia que la figura de autoridad emplea, a sabiendas, abusivamente.
Y hoy la asimetría que hace posible la transferencia y su abuso ya no se acepta.
Renato Poblete, para bien y para mal, fue una celebridad, una de esas personas que por sus obras y por su quehacer (además de una disimulada sagacidad) construyó una identidad en el escenario de lo social que hizo que todos creyeran conocerlo. Es el destino de una celebrity , ser un holograma de cierto rasgo de sí mismo que todos conocen y todos admiran.
Por supuesto, no hay solo vanidad en la construcción de una celebridad. Serlo, y este fue también en parte el caso de Poblete, es también construir un recurso que tarde o temprano se transforma en capital y sirve de estímulo para la filantropía. Pero si un sacerdote ya es portador de un aura cuya sola existencia establece asimetría con el creyente, agregarle las características de una celebridad que anestesia la crítica e impide el escrutinio (lo que se acentúa cuando, como ocurrió en este caso, se rodea de personas que lo halagan y lo miman) lo transforma en un personaje que exige a su portador estar una y otra vez a la altura hasta que las amarras con la sencilla realidad se rompen.
Y es que el poder simbólico de las redes filantrópicas requiere algún control, como también el de otras redes como las construidas en torno a las comunidades de vida cristianas. A fin de cuentas, ambos fenómenos proveen poco a poco al sacerdote de un aura supernatural que hace olvidar lo que cualquier persona debiera saber: que desde un punto de vista teológico el cura, este o aquel, siempre es, como casi todos los seres humanos, una «mezcla de vinagre y aceite de comer», un simple «embutido de ángel y bestia». (El Mercurio)