El caso Dávalos-Luksic

El caso Dávalos-Luksic

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¿Por qué resultó tan irritante el negocio entre la nuera de la Presidenta y el banco que controla Andrónico Luksic?

Las razones son obvias.

Hay una palmaria inconsistencia entre el discurso de la Presidenta, por una parte, y los actos que en ese negocio ejecutó su hijo, por la otra. El día 11 de marzo del 2014, al pronunciar el discurso inaugural de su mandato, la Presidenta declaraba, enfática:

«¡Chile tiene un solo adversario y se llama desigualdad!».

Mientras pronunciaba esas palabras la acompañaba, en el balcón de La Moneda, como escenificando una gigantesca ironía, su hijo Sebastián Dávalos. Apenas tres meses antes él había intercedido para obtener un crédito de varios millones de dólares a favor de una sociedad de la que su cónyuge es propietaria. La capacidad de Dávalos para lograr la obtención de ese crédito no fue fruto de su desempeño, sino de una cualidad adscrita: el parentesco. A estas alturas los chilenos -y chilenas, como gusta decir la Presidenta- toleran las desigualdades que son producto del esfuerzo personal; pero les irritan las desventajas inmerecidas, como la que obtuvo Sebastián Dávalos.

Pero eso no es todo.

Una vez descubierto el incidente, el Gobierno planteó que se trataba de un asunto entre privados. Sebastián Dávalos tenía oficina en La Moneda, administraba recursos públicos, se servía de un amplio aparato financiado con rentas generales, los ministros se referían a él con un cuidado que procuraba no irritarlo, ¡y resulta que los actos que había ejecutado eran asunto privado! Es difícil oír una tontería mayor.

El incidente puso, además, de manifiesto el inexplicable poder que tenía Sebastián Dávalos. Todos quienes se refirieron al tema -desde el ministro del Interior al vocero subrogante- entregaron a la voluntad de Dávalos la evaluación del problema y la actitud definitiva que debía tomar, como si el cargo le perteneciera a él y dependiera de su sola voluntad. Al dejar el asunto Dávalos en manos del propio Dávalos y de nadie más, se reveló un aspecto alarmante del quehacer gubernamental: la existencia en él de espacios de autonomía o de propiedad que escapan a la voluntad política.

Y se encuentra, por supuesto, la situación de Andrónico Luksic.

Por razones obvias -el poder de Luksic no es poca cosa-, su participación en este asunto se ha mantenido en las sombras. La razón -se dirá, al modo de excusa- es que se trata de un personaje privado que puede hacer con el dinero que controla lo que le plazca.

Esa afirmación merece ser discutida.

Después de que el caso Penta mostró la captura de la política por parte de grandes propietarios, el papel de Luksic no debiera pasarse por alto. Cualquier manual de economía neoclásica enseñaría que la buena voluntad de Luksic en este negocio -recibir al hijo de quien sería Presidenta y conceder un préstamo gigantesco a una empresa sin patrimonio- estaba animada por la expectativa de obtener ganancias que no debieron ser estrictamente monetarias.

Se suma a ello que Luksic posee un poder y un patrimonio que se asemeja o supera al de un agencia estatal. Una sociedad interesada en limitar el poder -eso era una democracia liberal, ¿verdad?- no debe omitir el escrutinio del poder derivado del patrimonio que en casos como el de Luksic puede ser superior o más influyente que el de cualquier órgano estatal: en capacidad de cooptar, tender redes, entrar en juegos de toma y daca.

Y ocurre además que Andrónico Luksic no pretende ser alguien privado. Él es un hombre que posee anhelos de legitimación pública. A la riqueza le ocurre lo que a todos los bienes: tiene rendimiento decreciente. En un punto el capital económico ya no satisface a quien lo posee y anhela transformarse en capital simbólico, en prestigio, en cualidades intrínsecas distintas a la simple acumulación. El gran esfuerzo filantrópico de Luksic -financiar centros universitarios como el de Harvard o MIT u otros semejantes- está obviamente encaminado a dotar su dinero de un prestigio simbólico. Ese prestigio ha resultado, después del caso Dávalos, fuertemente dañado. A un filántropo no le queda bien la preferencia «familística».

El caso Dávalos-Luksic muestra, entonces, una inconsistencia del Gobierno, el poder que llegó a tener Dávalos, y los sueños dañados de un millonario.

La renuncia de Dávalos -expuesta por él mismo con un nerviosismo que solo la culpa podría explicar- no remedia ninguna de esas cosas.

Las subraya. (El Mercurio)

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