Entre los cuadros más famosos del Museo del Prado se encuentra “El cardenal”, un retrato pintado por Rafael en 1510. En él aparece un hombre joven, delgado y de aspecto sereno. Está vestido con elegancia, pero sin pompa. Su mirada inteligente invita a conversar con él: seguramente es alguien que tiene mucho que decir.
Cuando Rafael pintó su cuadro, la Iglesia Católica no había llegado a Chile y Europa gozaba de una amplia unidad religiosa. Hoy, el Viejo Mundo es una tierra especialmente afectada por el secularismo, donde es frecuente ver en sus parroquias a sacerdotes africanos o incluso asiáticos, porque la geografía del catolicismo ha cambiado radicalmente. En nuestro país, por su parte, también se observa una pérdida de la práctica religiosa (aunque la población sigue siendo mayoritariamente creyente).
La Iglesia no se enfrenta hoy a la tarea de ir a lejanas tierras, sino la de presentar a Jesucristo a hombres y mujeres que piensan que ya lo conocen lo suficiente. Consideran que es uno más entre tantos productos que se ofrecen en un mercado variopinto, y que, en todo caso, no lo necesitan.
No faltan tampoco quienes ven la figura de un cardenal y de la Iglesia no con los ojos amables del siempre sereno Rafael, sino desde la perspectiva atormentada del pintos británico Francis Bacon (1909-1992), cuyo retrato de un cardenal muestra a un ser oscuro, intimidante, de rostro borroso, un hombre que ni siquiera nos deja ver sus ojos, envueltos como están en la penumbra.
Cuando se lea esta columna, la Iglesia contará no con otro retrato hecho por un pintor famoso, sino con un nuevo cardenal chileno, el noveno. Su figura, sin embargo, guarda algunas diferencias respecto de la de sus antecesores.
Quizá la más notoria es que el nuevo cardenal, además de sus otros estudios, es ingeniero. Esta experiencia universitaria configura una mentalidad distinta de la que pudo haber tenido, por ejemplo, el cardenal Caro, el primero que tuvo Chile (1946), que pasó de la escuela de Ciruelos, en Pichilemu, al seminario de Santiago. En contraste con José María Caro, cuando Fernando Chomali vuelva al país no será recibido por masas entusiastas, donde incluso los masones se sentían orgullosos de lo que se consideraba un triunfo nacional. Este cambio obedece no solo a que el porcentaje actual de católicos es notablemente inferior al que había hace ocho décadas, sino a que Chile ya no es esa tierra provinciana en la que nunca pasaba nada ni llegaba nadie. Hoy es poco lo que nos asombra en demasía.
El cardenal Chomali ha sucedido a Mons. Celestino Aós, una figura incomprendida por muchos, ya que no tuvo especial figuración pública. Olvidan que en la última década la Iglesia en Chile ha estado especialmente maltrecha. Hay momentos en que es mejor hablar poco y trabajar para adentro. Estos últimos años no han sido perdidos: el episcopado chileno se ha renovado, es mucho más joven, y ha realizado un amplio y difícil trabajo para corregir errores y sacar experiencias. El tiempo dirá cuáles son sus frutos.
Mons. Chomali ha enfrentado, entonces, una situación muy distinta a la del cardenal Aós. Esta diferencia, sumada a sus cualidades personales, le ha permitido ser considerado un interlocutor relevante en nuestra vida pública, aunque eso no les guste a quienes piensan que un Estado solo puede ser aconfesional en la medida en que la Iglesia tenga la boca cerrada.
Como estamos en un país cada vez más diverso, un obispo chileno de hoy tiene que atender a públicos muy distintos al mismo tiempo. Por ejemplo, tenemos esa multitud de personas que no son refractarias a la Iglesia, pero que simplemente se han alejado de ella, sea por los escándalos, por la pandemia o por muchos otros motivos. Hay que darles motivos para regresar a casa, porque se están perdiendo algo muy importante. La relación del católico con Dios queda debilitada si pierde la dimensión comunitaria que marca todos los aspectos de nuestra existencia.
Por otra parte, un obispo tiene la tarea de cuidar a sus curas, que lo han pasado mal y se ven ante un escenario que quizá no imaginaban años atrás. Deben ser sacerdotes en una época donde estos no solo escasean, sino que tienen poco prestigio y son vistos incluso con desconfianza. Hay que ayudarlos a vivir en un medio donde su contribución muchas veces ha dejado de ser reconocida.
Asimismo, están los demás creyentes, que deben aprender a vivir su fe sin contar con leyes y estructuras que la apoyen. Muchos se hallan apocados, se sienten como bichos raros en unos ambientes que parecen impermeables a las preguntas fundamentales de la vida, con parientes y amigos que solo parecen interesarse por el aquí y el ahora, lo que les impide descubrir lo que Chomali llama “la dimensión heroica de la existencia humana”. Y sigue también el inmenso campo de los niños y jóvenes que no han tenido contacto alguno con la fe: ni a través de sus familias ni en las escuelas, y que no tienen una parroquia cercana.
Esa, naturalmente, no es la tarea exclusiva del arzobispo de Santiago, pero probablemente es una preocupación que lo deja aún más pensativo que al anónimo cardenal pintado por Rafael y que también nos interpela a los católicos. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro