El arte del náufrago

El arte del náufrago

Compartir

Se ha oído por estos días que el Gobierno ha recuperado la iniciativa política. Ello sería el resultado de haber decidido presentar su propio proyecto de retiro del diez por ciento.

La observación —reiterada con frecuencia esta semana— merece algún análisis.

Hasta donde se sabía, el Gobierno se oponía al retiro del diez por ciento en virtud de poderosas razones. Vaciar las cuentas de ahorro previsional obligaría a incrementar el gasto público en el futuro. Y como el dinero —también el dinero que proviene de rentas generales— posee usos alternativos, de aprobarse el proyecto habría necesidades competitivas con las de las pensiones que quedarían insatisfechas. En fin, continuar con el retiro del diez por ciento sería una forma indirecta de acabar, para una importante parte de la población, con el sistema de capitalización individual tomando el peor de los atajos: evitando el debate y la deliberación que una decisión como esa suponía.

Ahora que es ese mismo gobierno el que propone el retiro del diez por ciento, ¿esas razones se abandonaron?, ¿se descubrió repentinamente que estaban equivocadas?, ¿se advirtió algún error inconfesable en ellas?

Se dirá que no; que solo se trata de “recuperar la iniciativa política”. Pero si esa recuperación consiste en olvidarse de las razones que hasta ayer se expusieron para, en cambio, sumarse a las que se consideraban gravemente erradas, la recuperación de la iniciativa política se parece bastante a un antifaz para disimular un abandono.

Y al parecer, eso es lo que habría ocurrido en este caso. Se trataría simplemente de sumarse al proyecto que ayer se juzgaba equivocado, maquillarlo por aquí y por allá, para, cuando sea aprobado, ocultar la derrota flagrante pretendiendo que la votación le pertenece siquiera en parte al Gobierno. “Recuperar la iniciativa política” es entonces simplemente una muestra de hipocresía política: apretar los dientes para disfrazar el propio fracaso.

Así, lo que ha ocurrido con este segundo proyecto del diez por ciento es muchísimo más grave que lo que ocurrió con el primero: este pudo, hasta cierto punto, justificarse bajo el pretexto de estado de necesidad. Si incluso tomar la propiedad ajena en estado de necesidad se considera desde antiguo justificado —furtum famelicus se le llamó—, no parecía escandaloso, como ocurrió en el primer retiro, tomar los propios fondos previsionales para salir del apuro. Pero este segundo retiro no se puede justificar de esa manera. Ya no es el estado de necesidad lo que se esgrime en este segundo proyecto. Ahora es simplemente la decisión de acabar, tomando un atajo, con la capitalización individual. Y por eso la “recuperación de la iniciativa política” es en realidad la confesión de una incapacidad total: y es que una cosa es la incapacidad de ordenar a las propias fuerzas políticas y otra cosa es la incapacidad de sostener, con un mínimo de dignidad intelectual, las propias razones. Lo primero es, hasta cierto punto, inevitable; lo segundo no. Usted puede perder el apoyo de sus fuerzas políticas, pero no puede abandonar sin más sus razones; puede perderlos a todos, pero no puede perderse a sí mismo.

Y este gobierno ya transitó a la segunda situación. No se sabe lo que hará y lo peor es que a estas alturas no se sabe lo que piensa.

Y cuando no se sabe lo que un gobierno piensa —o mejor, cuando no se sabe lo que sus integrantes piensan o lo que el Presidente piensa—, la situación es muy grave. Entonces todos pierden. Pierde la derecha, porque su liderazgo se evapora; pierde la izquierda, que desprovista de un genuino opositor intelectual arriesga el peligro de deslizarse a la fantasía. Ambas, derecha e izquierda, sueltan entonces amarras con la realidad. Y es que la realidad nunca se presenta desnuda: se requiere pensar para descubrirla. El pensamiento, creer esto o aquello frente a la realidad, es así indispensable para orientarse en ella y para decidir la propia conducta. Es la diferencia entre comportarse como “una hoja movida por el viento” (la expresión es de Aristóteles) o, en cambio, como un político de veras, alguien que es capaz de sostener una cierta voluntad guiada por ideas y por reflexiones. Pero una vez que las ideas y las razones se dejan de lado —y se adquiere la costumbre matutina de humedecer el dedo índice y levantarlo para averiguar la dirección del viento—, el político simplemente abdicó de sí mismo.

Y eso es lo que parece haber ocurrido con este gobierno. Habiéndose dado cuenta del fracaso, ha decidido renunciar a sí mismo con el fin de salvar las apariencias y sostener en pie la simple escenografía del poder.

Se dice que el terror del Presidente es dejar su mandato y ser acusado de violar los derechos humanos. Alguien debiera decirle que no será así. Por si le sirve de consuelo: será recordado como el Presidente de un gobierno náufrago, uno que en los últimos meses decidió ocuparse solo de bracear despojándose de todo con tal de llegar luego a la otra orilla.(El Mercurio)

Carlos Peña

Dejar una respuesta