El año del desorden

El año del desorden

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Eric Voegelin —sucedió a Max Weber en la universidad alemana— sugirió que la totalidad de la cultura humana podía ser concebida como la búsqueda de un orden. Y el más claro y lúcido de los escritores españoles, Ortega, prefirió decir que el ser humano buscaba siempre “saber a qué atenerse”. Voegelin fue un conservador y Ortega un liberal; pero ambos coincidieron: el ser humano es alérgico a la incertidumbre.

Saber a qué atenerse, o si se prefiere, disminuir la sombra del futuro, es así una de las necesidades principales del individuo humano. Por eso incluso cuando la cultura adquiere un impulso transformador (como ocurre en momentos intensamente utópicos) el ser humano necesita creer que él también seguirá un guion claro y preciso que toma el nombre de progreso. Y es que la búsqueda de orden y regularidad es de todas las necesidades humanas una de las más básicas.

Pero este año, especialmente en Chile, las dos fuentes modernas del orden y la previsibilidad de la vida —la naturaleza y las instituciones— han fracasado.

La naturaleza se desordenó o, para citar a Philipp Blom, se amotinó. Como los tripulantes de un barco que deciden desobedecer a un capitán invisible, la naturaleza pareció este año andar por su cuenta, desordenándolo todo. La regularidad que se le atribuyó desde antiguo —el orbitar de los astros es tan regular que es ocioso deliberar sobre ello, observó Aristóteles— fue desmentida.

Y lo mismo ocurrió a las instituciones.

Las instituciones no son otra cosa que un conjunto de reglas que contienen la subjetividad de las personas, trazan una línea invisible, pero indudable, entre lo que es lícito de hacer y lo que no y crean un ámbito de regularidad allí donde, de otra forma, existiría pura contingencia. Pero este año esas reglas dejaron de cumplir su papel. La subjetividad de las personas (con buenas o malas razones) se exacerbó; lo lícito pasó a estar sustituido por la mera convicción acerca de lo justo; y la regularidad de la conducta quedó entonces reducida.

El fenómeno no equivale, como pudiera pensarse, a la simple expresión de la diversidad o a la diferenciación que experimenta una sociedad que se moderniza.

La interacción humana requiere disminuir lo que algún autor llama la doble contingencia (el hecho de que usted en abstracto tiene un repertorio infinito de conductas posibles y su vecino también, de manera que la relación cooperativa y la comunicación entre ustedes es en principio improbable). Las sociedades humanas logran resolver ese problema gracias a las reglas, esas pautas estables de conducta que son la base del esfuerzo compartido y la comunicación. Al recortar el número de conductas posibles y dibujar la línea que separa lo lícito de lo ilícito, reducen la contingencia y hacen posible la cooperación. Pero las reglas no se imponen por sí mismas, ellas requieren legitimidad. No hay regla o poder en el mundo que pueda imponerse si aquellos sobre quienes se ejerce no le conceden siquiera un mínimo de legitimidad. Cuando la legitimidad se pierde, las personas descubren que la fuerza del Estado no era tal o era menos que la que se le atribuía. Esa es la lección del cuento tantas veces citado de Hans Christian Andersen: el poder descansa en un asunto intangible e inmaterial que si se desvanece, deja al poder sin arma ninguna. En suma, todo poder es un poder atribuido y por eso si quienes lo ejercen contribuyen a deslegitimarlo, ya ningún poder será posible.

En Chile no se llegó a ese extremo; pero se estuvo cerca. Y ello fue producto del hecho de que quienes ocupan cargos públicos, especialmente diputados y senadores, parecieron esmerarse en despojar de toda legitimidad a las instituciones, como si ellas, a cuyo amparo se erige su propia posición en el Estado, fueran camisas de fuerza, jaulas invisibles que en vez de favorecer la interacción impidieran hacer el bien, meras formas coaguladas de injusticia y de dominación. Quienes ocuparon cargos en el Estado olvidaron así la índole de la vida social y especialmente dejaron de lado, o arriesgaron dejar de lado, el hecho de que si la justicia es más apetecible que el orden, en caso alguno es posible sin él. La política anegada por el mero afán de justicia —hay que recordarlo una y otra vez— hace a la primera imposible o inútil porque cualquier institución juzgada por el baremo de la pura justicia siempre acabará reprobando.

Las sociedades modernas no cuentan con un único discurso acerca de lo que es justo y la sociedad chilena, salvo que la diversidad se suprima, no lo alcanzará tampoco en el próximo debate constitucional. Basta recordar eso para advertir por qué el desafío del proceso que se iniciará el 2021 es político y no moral: no consiste en alcanzar la justicia total o sustantiva, sino en erigir un ámbito de interacción, un orden equitativo que haga posible que se la siga persiguiendo sin que por ello se ponga en suspenso la vida colectiva. (El Mercurio)

Carlos Peña

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