Era un día del mes de agosto de 1973. Muy temprano en la mañana, Orlando Sáenz, presidente de la Sofofa, fue a ver a Salvador Allende a su casa. Eran los últimos esfuerzos para salvar una democracia que ya estaba muerta. La reunión fue infructuosa, pero Allende era un caballero y acompañó al empresario hasta la puerta que da a la calle. “Saliendo de Tomás Moro, pone mi mano en su hombro y me dice: Toque aquí, esto que usted toca será carne de estatua”.
Ya nadie mandaba en el Chile de ese momento. Salvador Allende, más allá de lo que dijera el papel, era un presidente a medias, sobrepasado por todos lados. Nadie le obedecía y sus aliados, su propio partido, parecían empeñados en precipitar el peor de los desenlaces. En verdad no era presidente, pero sabía que aún podía ser una estatua y las estatuas están llamadas a ser inmortales.
Quería ser estatua y fue estatua, póster, fotografía, canción, película, poema, grafiti, mito. Así lo entendió nuestra Concertación, que gobernó veinte años bajo el patrocinio de su retrato, mientras ponía en práctica una típica democracia burguesa con una economía capitalista atemperada por algunas almohadillas. Precisamente, lo que Allende detestaba.
Sin embargo, la Concertación era agradecida y le pagó mandas a su memoria. Le puso su nombre a muchas calles, lo cubrió de homenajes y colocó una estatua suya nada menos que en la Plaza de la Constitución, no muy lejos de sus archienemigos políticos, Eduardo Frei Montalva y Jorge Alessandri.
Nosotros sabíamos que, para la Concertación, Allende era poco más que una estatua, y ellos sabían que nosotros lo sabíamos. Pero estábamos muy felices cuando veíamos que en Chile bajaba la pobreza, aumentaba la inversión, nacían autopistas y el país se abría al mundo.
Con todo, los hijos de la Concertación, que crecieron viendo los santitos de Allende y oyeron las constantes invocaciones a su memoria, no tenían nuestro sentido de la ironía ni compartían nuestro cinismo. Ellos se tomaron demasiado en serio esa mascarada y se horrorizaron al ver esa impostura política e institucional, por más que gracias a ella Chile había sido capaz de dejar en el pasado el odio, la inflación, la permanente inseguridad y tantos otros males.
El joven Boric y sus compañeros se enamoraron de una estatua, como en el mito griego de Pigmalión. En este caso, el objeto de sus amores no era una mujer joven, sino un hombre de anteojos gruesos, pelo más bien crespo, traje elegante y gran oratoria. Se enamoraron de una escultura y rompieron con sus escultores concertacionistas.
La generación Boric quiso y quiere recrear la UP, pero sin lucha de clases, sin expropiaciones masivas, sin sustitución de importaciones, sin reforma agraria, sin nacionalización del cobre, sin tomas de industrias, sin desobedecer los fallos judiciales, sin llamar a los militares al gabinete y sin querer seguir, por otro camino, el modelo de Cuba y la Unión Soviética. Ellos piensan que, en el fondo, están haciendo lo mismo que el compañero Allende. Lo creen de verdad o quieren creerlo: imaginan que hoy llevan a cabo el sueño interrumpido de la Unidad Popular, que no fracasó, sino que simplemente fue derrotada. Esas opiniones no pertenecen solo al selecto grupo de nuestros gobernantes de la nueva izquierda, ellas son compartidas por casi un 30% del electorado chileno. Lo creen así porque el amor es ciego.
Todo sueño debe albergarse en un lugar, tomar formas corpóreas. Nada mejor que una casa, una de las casas de Salvador Allende. Para esos soñadores los obstáculos no existen, había que adquirirla como fuera, aunque el país esté en una delicada situación económica y los museos existentes padezcan muchas necesidades.
Sin embargo, la idea de comprar una casa no venía sola. En medio de sus sueños se les ocurrió adquirir también otra, la casa de un hombre que en agosto de 1973 le decía a Salvador Allende que el proyecto que encabezaba “ha destruido la democracia, ha arruinado la economía y ha puesto en riesgo la seguridad del país”. Si lo afirmado por Patricio Aylwin en diversas oportunidades era efectivo, si el gobierno de la UP se había colocado “en un plano de franca ilegitimidad”, entonces no hay muchas razones para comprar ambas casas a la vez. Pero el amor es ciego.
Diversas cosas deplorables cabe encontrar en el episodio de compra de la casa del expresidente Salvador Allende. Entre ellas está el hecho de que la ceguera de los asesores del gobierno conducirá, con toda probabilidad, a un abrupto final en la carrera política de una figura muy destacada de la izquierda chilena, la senadora Isabel Allende. Ella pasó a ser una pieza más del proceso de mitificación de la figura de Allende por parte de la nueva izquierda, que no mostró ningún cuidado a la hora de comprometer de manera indebida a la hija del expresidente.
Ahora es muy posible que el rigor de la ley caiga sobre ella, una ley que opera en un espacio, el público, donde no hay lugar para las razones del corazón. La nueva izquierda mata otra vez a la generación de los mayores, aunque en este caso haya sido un homicidio involuntario. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro