La serie de televisión “The Crown” contiene una hipótesis subsumida que conforma una señal y enseñanza extendida respecto de los misterios de la perduración política y legitimidad del poder y privilegios de una familia dirigente por ya casi dos siglos, fenómeno que debería ser la envidia de los modernos e inestables regentes democráticos (y autoritarios) del mundo.
En efecto, la clave de dicho escaso logro ha sido la estricta disciplina y apego de la Reina a las reglas y normas que rigen el acuerdo monárquico con el Parlamento, órgano desde el cual emanan las leyes que regulan el funcionamiento de ese Estado y, por ende, de la propia monarquía como representante de aquel, al tiempo que sus estrictas tradiciones simbólicas de pompa y protocolos.
Tal patrón de conducta se sustenta en una milenaria tradición cristiana de que el mejor -y tal vez el único- medio de enseñanza moral a hijos y pueblos es el ejemplo del líder, uno que, comportándose según sus dichos y ética explicitada, impide a los súbditos enhebrar argumentos según los cuales “si el patrón delinque, porque no el mandado”.
Pero “predicar con el ejemplo” no es tarea fácil. Lo saben todos quienes han sostenido responsabilidades de conducción, desde las más simples hasta las más complejas, así como las dolorosas consecuencias del incumplimiento develado de aquellas, sufridas por tantos que no fueron capaces de ganar la difícil lucha por la libertad interior en contra de tentaciones nacidas de las prerrogativas del mando, pero que, obviamente, están ahí para una más eficiente gestión administrativa y no para el uso personal discrecional.
La cruda figura de una Reina solitaria en la representación de un Estado gobernado por “comunes” que lidia con su propia sangre para mantener las normas establecidas y sostener así la imagen y ejemplo de una familia que da corporeidad al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, resulta a vista de la modernidad, dramática, y muestra los sacrificios emocionales del mando bien comprendido, cuando aquel es asumido como una obligación y, verdaderamente, como una carga.
La activa gratitud expresada en los exultantes ¡gracias! dados al pueblo elector en las victorias partidistas y la ansiedad observada en tantos en la periódica lucha democrática por alcanzar algún puesto de responsabilidad en el Estado, no parece, pues, compatible con el sacrificio y fatiga que ese peso implica, sino como el resultado de una evaluación del elegido en la que entiende su selección como un merecido encumbramiento a una posición más visible que la que se tiene como un simple ciudadano. Porque, para tales sacrificios, o se tiene una inmensa vocación de servicio al otro que augura un comportamiento ejemplar en el puesto; o una enorme ambición personal por fama, prestigio y hasta fortuna, que se constituyen en amenazas para el ánimo confiable, regulado, moderado y prudente, que cualquier responsabilidad social exige.
Porque en países en crisis ser superado por las circunstancias es, desde luego, la más inminente de las amenazas que se ciernen sobre aquellos que sin tener las cualidades, aptitudes, y/o vocación para asumir un cargo, llegan a ellos impulsado por intereses subalternos y una ciudadanía despreocupada de su función electiva. Esa incapacidad, que tristemente se devela cuando el elegido ya está en el cargo, termina por añadir más peso sobre aquellos que han confiado en sus discursos demagógicos y populistas.
En naciones en paz y crecimiento, por su parte, la peor amenaza es la silente corrupción y logro material, sin los esfuerzos consistentes, que supone la mayor prosperidad, hecho que, a su turno, va depredando la moral de buena parte de una ciudadanía que, expuesta a la ruptura evidente de las virtudes proclamadas por sus elites, monta también en el hosco animal de la amoralidad, impulsando a la sociedad a enfrentamientos y furias que pueden culminar en la propia destrucción de la república.
Así, cuando el dirigente se corrompe y/o se debilita, se va legitimando el uso de la fuerza en la política, porque las personas o grupos de interés partidista siguen una lógica que tiende a proteger sus propios intereses por razones de supervivencia, y dado que dependen de la aprobación ciudadana, viéndose mezclados en los escándalos, se transforman en los más fieros acusadores de la corrupción o la incapacidad, de manera de evitar ser incluidos en el desprecio que cunde, lo que los arrastra hacia una inevitable intransigencia.
Ingratamente, una vez que el ciclo de abundancia, expectativas, nuevas necesidades, develamiento de la corrupción y desilusión, desprecio, furia y enfrentamiento se ha desatado, las soluciones al desorden social se van estrechando cada vez más y las normas que posibilitaban cierta armonía de convivencia se van trasgrediendo, una a una, tanto por las propias elites arrinconadas, como por el pueblo llano, hasta culminar en la desgracia general, porque, como en las tragedias griegas, todos pueden ver con claridad el destino de protagonistas y antagonistas, pero, no obstante los esfuerzos, todo lo que ambos hacen, finalmente, ayuda a consolidar la conclusión trágica.
En tal caso, pareciera que sólo una inimaginable expiación ética nacional podría modificar el curso de acontecimientos que la penosa esclavitud del goce material y de privilegios sin consistencia con la realidad pauperizada que ha arribado al mundo tras la pandemia, parecieran impulsar la lucha inmisericorde por el poder, y que solo el retorno a los buenos ejemplos normativos de los dirigentes y la correcta conducción de las críticas nuevas generaciones y los empoderados pueblos, podría normalizar y extender la tan difícilmente lograda estabilidad de las democracias. (Red NP)
Adso de Melk