Educación y política universitaria ante la crisis

Educación y política universitaria ante la crisis

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La crisis social y política que vive el país ha provocado estados de ánimo muy diversos. El “camino de destrucción”, advertido por el editorial de “El Mercurio” del pasado domingo, y la opinión de James Robinson, en su entrevista del lunes en este mismo medio, de que este movimiento hacia un país más inclusivo es “muy bueno”, aun considerando sus consecuencias negativas en el corto plazo, dan cuenta de “emociones políticas” —en palabras de Nussbaum— que parecen situarse en las antípodas. Pero ambas perspectivas, que en realidad ponen el foco en planos bien diversos, merecen ser atendidas. Pues, aun si hay razones para esperar que la inclusión de los sectores que han permanecido al margen del desarrollo de los últimos 30 años podría dar a luz un nuevo ciclo de nuestra democracia, con mayor cohesión y paz social, el precio a pagar durante “el parto” podría ser muy alto, poniendo en riesgo la meta, si la convivencia llegase a degradarse demasiado.

Sin pretender exagerar su importancia, comparada con las responsabilidades que caben a los actores políticos, la universidad tiene un papel relevante que cumplir, especialmente si se repara en cierta dimensión intergeneracional de la crisis. Las nuevas generaciones, estudiantes universitarios en una proporción nunca antes vista en Chile, se vienen expresando políticamente de una forma que plantea serios desafíos a la educación y la política universitaria, y cuya respuesta puede tener gran impacto en su compromiso con la democracia.

Por una parte, las demandas por mayor igualdad y reconocimiento, y en contra de diversas formas de arbitrariedad, también se han hecho sentir en nuestras universidades, como parte del reclamo más general por una profundización de la “democracia sustantiva”. La universidad, así, sin ser una institución propiamente democrática (la producción y transmisión del conocimiento no basa su legitimidad en el principio mayoritario), ha tenido que empezar a revisar sus prácticas y hacerse cargo de exigencias de índole similar a las dirigidas al sistema político: igualdad en el acceso a bienes y servicios básicos, con independencia del poder económico; reconocimiento de las minorías, protección frente a las contingencias de la vida, transparencia y ejercicio más horizontal del poder.

Como contrapartida, las nuevas generaciones con frecuencia expresan sus compromisos políticos por medio de formas reñidas con la “democracia formal”, poniendo en riesgo la vigencia de otros valores políticos fundamentales. La justificación de diversas expresiones de violencia política, desde funas y tomas a coacción y silenciamiento; la deslegitimación de los propios representantes, a favor de un tipo de asambleísmo que tiende a mermar la deliberación y la responsabilidad, la tendencia a exigir y brindar adhesión incondicional a consignas impuestas desde colectivos identitarios, sin espacio para matices, revisiones o disidencia, son actitudes preocupantes, que a ratos también se deslizan hacia la política nacional.

La universidad, responsable de formar a esas nuevas generaciones en las actitudes y valores que informan el “pensamiento crítico”, tiene un papel, acaso insustituible, en desarrollar la disposición y la capacidad de tomar distancia de las propias preconcepciones y de las opiniones comunes, escrutando sus fundamentos, sometiéndolos a un debate genuino, con lealtad comunicativa, y revisando y modificando las propias opiniones, o reconociendo la legitimidad y el valor de quienes fundadamente se distancian de las suyas.

Abordar ambos desafíos a la vez supone para la universidad un ejercicio de consistencia entre la promoción y exigencia de pensamiento crítico en sus estudiantes y su propia disposición a revisar modos de actuar expresivos de una sociedad oligárquica, inicua y elitista que ellas y ellos, con razón, exigen superar. Reconocer el fondo de justicia que anima ese reclamo y mostrar disposición a tomarlo en serio en lo que competa a la universidad, lejos de inhabilitar a sus docentes y autoridades, podría fortalecer su autoridad para demandar de parte de sus estudiantes el abandono de toda forma de violencia, intolerancia y, aun, irreflexión en la persecución de los anhelados cambios.

Jaime Couso Salas
Decano, Facultad de Derecho, UDP

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