Editorial NP: Violencia, política y democracia

Editorial NP: Violencia, política y democracia

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Los periódicos flujos de la acción popular política directa suelen estar acompañados por violencia ejercida tanto por parte de la masa que se manifiesta en contra la autoridad, como por la que, desde los órganos institucionales de poder interpelados tiene por misión proteger el orden vigente, así como reimponer las leyes amenazadas, cuando aquellas han sido rebasadas por las expresiones de descontento.

Así, la violencia puede presentarse en hechos, acciones y/o lenguaje, aunque también a través de silencios u omisiones. En los países democráticos, generalmente la violencia es negativamente valorada, incluso en casos en los que pudiera considerarse legítima, como el derecho a la defensa (autotutela) o a la resistencia (ante dictaduras), excepciones que se incluyen en lo que se conoce como violencia defensiva o reactiva, distinta, en su esencia, a la de carácter ofensivo o proactivo.

De allí que los expertos afirmen que la democracia moderna es un modo de autogobierno popular representativo cuya principal función es consensuar y ceñirse a un conjunto de normas y leyes y cuyo objetivo es resolver pacíficamente los conflictos. Por tal razón, el único uso legítimo se le reserva al Estado y a su fuerza pública, aunque bajo estrictos protocolos de aplicación, sujetos al control de otros poderes independientes del Ejecutivo, como el judicial, legislativo y otras instituciones con las que las sociedades libres han buscado redistribuir un poder que, hace solo un par de siglos, previo de la conformación del Estado en su actual concepción, estaba en manos de la persona del monarca.

Sin embargo, en Chile, vemos que, en períodos de flujo ciudadano, la política y políticos muestran cierta irrefrenable tendencia a justificar el uso de la violencia como forma de lucha, no obstante que los entornos que dieron sustento teórico ético a tales conductas -derecho a la rebelión contra las tiranías de Santo Tomás de Aquino, o como “partera de la Historia” del marxismo- han quedado en el pasado ante las cada vez más amplias formas de resolver pacíficamente controversias internas o internacionales y defender así derechos humanos y las libertades ciudadanas.

El fenómeno, empero, es siempre motivante y su ruido social, cuando escala, es de tal naturaleza que supera el umbral de atención ciudadana respecto del resto de temas político-sociales que probablemente tengan no solo mayor importancia, sino que son indispensables para resolver de manera sustantiva la propia violencia emergente. Así, cuando aquella se desata -como el 18-O de 2019 y 2020- no solo se buscan razones en la sociología, economía, o la política, sino en la propia sicología de los violentos, cuya emergencia conmueve a la mayoría pacífica que pide al Estado en general y al Gobierno en particular, cumplir su papel mediador, sea a través de la ley y su capacidad componedora, o el uso de la fuerza legítima que detenga esa violencia atribuida a extremistas, infiltrados, anarquistas o simplemente delincuentes, no obstante el papel que aquella ha tenido en el desarrollo de los eventos políticos.

En efecto, la especial admiración popular por la rebeldía ante el poder y la riqueza se ha expresado sin tapujos a través de la historia y hasta el propio 18-O de 2019 tuvo su propia manifestación inquietante, cuando un grupo de encapuchados, denominados «primera línea», llegó al ex Congreso Nacional en el marco del Foro Latinoamericano de Derechos Humanos organizado por el senador Alejandro Navarro y fueron recibidos como “héroes” por parte de los presentes, entre ellos ex juez español Baltasar Garzón.

¿Por qué nos tachaste de delincuentes Sebastián Piñera? fue la frase que utilizaron para iniciar su discurso, el que finalizó señalando que “aunque nos corten la lengua seguiremos gritando, seguiremos sangrando por nuestro país, aunque nuestras venas queden secas, aunque nos desangren a todos”.

Chile es una república joven cuya elite criolla vivió constantes tensiones producto, primero, del modelo concesional hispano de la tierra (encomiendas) que generaba incertidumbres que desestimulaban aumentar inversiones y producir mayor riqueza, amenazados siempre que la encomienda fuera redestinada a un nuevo encomendero. Y tras la independencia, si bien se superó el tema de la propiedad, se mantuvo a la hacienda y su estructura jerárquica colonial encabezada por el “patrón” de conducta -el propietario-, sus inquilinos o trabajadores agrícolas dependientes; y los trabajadores independientes de temporadas o gañán que recorrían los campos en busca de trabajos esporádicos.

La pobreza y escasez resultante del modelo motivó históricamente el uso de cierta violencia institucional contra grupos que de tiempo en tiempo exigían mínimos de sobrevivencia, pero cuyos destinos en la indeseada autonomía del gañán independiente eran la mendicidad o el bandolerismo. En ese Chile triestamental de patrón, inquilino y gañanes “la mendicidad es la sumisión; el bandolerismo, la protesta, el camino de la insubordinación al statu quo, el traspaso de los límites del orden social, el enfrentamiento, en fin, con los garantes de dicho orden: los detentores del poder y la riqueza” (Maximiliano Campos).

Cuatreros y bandoleros, admirados por el pueblo más pobre dada su aparente cualidad justiciera, hay muchos en la historia del país. En la segunda mitad del siglo XVIII el bandolerismo se manifestaba en bandas que sumaban sobre 12 mil forajidos en todo el territorio. Mario Góngora dice que al finalizar el siglo XVIII, el bandido Pascual Liberona, apodado El Brujo, en 1793, asaltaba a grandes comerciantes santiaguinos y llegó a desafiar al propio oidor de la Real Audiencia Juan Rodríguez Ballesteros, colocando subrepticiamente un cartel en la cárcel que decía: “Ballesteros a ahorcar / y nosotros a saltear”. Siguen la tradición José Miguel Neira o la montonera de los Pincheira. Neira, nacido hacia 1775, mantuvo durante el lapso independentista vinculación con los patriotas a través del guerrillero Manuel Rodríguez. Su prestigio alcanzó el climax cuando escapó de una escaramuza con el regimiento de Los Dragones de la Reina.

Los Pincheira, pequeños propietarios de San Carlos, en la zona de Ñuble, llegaron a contar con dos mil hombres, la mayoría vagabundos. En la década de 1820 sus montoneras asaltaron Chillán; Linares, en 1823; San Fernando, Curicó y San Carlos, en 1824; Parral, en 1825, Talca y Mendoza en 1828, y las haciendas del Cajón del Maipo en 1829. Ramón Freire reconoce, en 1820, la simpatía que los Pincheira generaban entre los campesinos de Cato.

La fama de Francisco Rojas Falcato, conocido como Pancho Falcato, cundió especialmente por su astucia para engañar a las autoridades, espectaculares fugas, y su pensamiento rebelde. Su primer asalto data de 1837. Libró providencialmente dos condenas a muerte, sentenciadas en 1839 y 1847. En 1877 afirmaba que en seis oportunidades se había fugado de sus aprehensores. Falcato inundaba el imaginario popular con burlas a la policía, disfrazado de fraile dominico luego de un asalto, o celebrando una Nochebuena con los agentes del orden en la casa patronal, haciéndose pasar por el dueño. Sublevó a los presos en Valparaíso y criticando a la justicia y a la iglesia decía: “Los jueces son lo mismo que los religiosos. Le dicen a uno: tenga paciencia, hijo; aunque le estén arrancando los ojos”. Tradición anti sistémica y anti eclesiástica que aún puede observarse en los fieros ataques recientes en contra de emblemáticos templos en Santiago y otras ciudades del país.

También presenta este traslape delictivo-político el fenómeno expresado por organizaciones extremistas como la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) (1968) o, posteriormente, el Movimiento Lautaro (1982) y el resurgimiento de grupos guerrilleros en la macrozona de Arauco que aluden como causa de sus transgresiones las desigualdades y justifican delitos que, como el abigeato o sustracción de madera, mantienen incólume la interpretación del robo como “acto de protesta social”. La visión social compasiva que acompaña muchas veces dichas transgresiones no es reciente y ya en el siglo XIX, el parlamentario y ministro de Estado, Salvador Sanfuentes, escribía una leyenda en verso titulada “El Bandido” donde relata, en un supuesto escenario del sur, la rebeldía y venganza de un esclavo contra sus opresores blancos.

Sin embargo, también, Vicuña Mackenna, en 1878, representando a esa ciudadanía harta de la complacencia político-religiosa con la violencia delictual, calificaba el bandolerismo “como un mal tan vasto, tan profundo, esta plaga nacional, peor que la lepra y el cólera, porque a la vez nos empobrece, nos mata y nos deshonra”. Y agregaba: “el bandolerismo es en Chile una planta de vegetación espontánea y universal como el palqui o las ortigas. Es un mal constitucional, por más doloroso que sea el afirmarlo”. La persistencia del delito pareciera confirmar la cruda sentencia que muestra cierta desesperanza en que haya formas plausibles de ponerle fin.

El castigo de la horca, empleado por el oidor Ballesteros de la Real Audiencia, a fines de la Colonia, fue usado por el ministro Diego Portales durante la temprana República. Maximiliano Campos señala que, al conocer la muerte de los últimos Pincheiras, en 1832, dice en una carta: “Esa noticia ha endulzado mi alma y parece que me hubieran regalado cien talegos”. Portales incluso organizó batidas contra los cuatreros apoyado por grandes propietarios agrícolas que lucharon por años contra bandoleros como El Ñato Eloy, el Picoteado, el Huaso Raimundo, el Toro Frutila, Juan de Dios López o Ciriaco Contreras, quien terminó luchando a favor de Balmaceda en la guerra civil de 1891 y que, paradojalmente, murió como policía, cuando persiguiendo a un delincuente urbano, fue atropellado por un carromato.

Se observa pues, en general, que en los diversos períodos históricos de flujo político se manifiesta cierta persistente convicción popular y campesina que robarle a los ricos no sería injusto, sino un acto de justicia, que no merece, por tanto, reparo alguno, algo que se observó en los masivos saqueos de supermercados del 18-O de 2019-2020 y no muy distinto al culto norteamericano a ladrones justicieros como Bonnie y Clyde o John Dillinger que roban a ricos y a bancos, transformados en símbolos de la opresión financiera y la explotación de la clase media y los pobres.

Jorge Pomar (2010) dice que, en Chile, varios dirigentes de la VOP tras ser detenidos y “al entrar en contacto con los delincuentes en la cárcel, experimentaron un “proceso refundacional”, según el cual la revolución debía realizarse con gente como esa (delincuentes), a quienes el sistema no les importaba para nada”. La idea se evidencia en las declaraciones de Ronald Rivera Calderón, el violento dirigente del grupo que asesinó en 1971 al ex Ministro del Interior, Edmundo Pérez Zujovic: “La subversión debe hacerse con delincuentes, porque son los únicos no comprometidos con el sistema: los obreros luchan solamente por aumentos de sueldo, y los estudiantes son pequeños burgueses jugando a la política; en el hampa está la cuna de la revolución (Pomar, 2010, p. 1504)”.

Pero la sublimación romántica del significado de la violencia político delictual en ciertos discursos y en períodos de flujo ciudadano, entendida como acto sacrificial o heroico, le va otorgando al crimen, a las amenazas, la destrucción irracional e injustificada -y hasta el asesinato- una hermenéutica que tiene el peligro de seducir almas jóvenes y audaces sedientas de adrenalina y aventuras hacia la trasgresión y el dolo, bajo el disfraz de un pretendido altruismo revolucionario que, por lo demás, es injustificado en democracias liberales donde el poder lo redistribuye periódicamente la ciudadanía pero que exige del respeto a las leyes para evitar la violencia.

La exaltación de la violencia como estética de una generosidad redistributiva, mal avala y reinterpreta ese necesario acatamiento a la ley -clave para la paz y la democracia- como inútil y puede penetrar en sectores sociales más débiles cívicamente, instalando, como lo ha hecho, una subcultura fundada en ese curioso traslape entre revolución y delincuencia, lo que, como hemos visto, ha sucedido en varios momentos en la historia de Chile.

En 1817, después de la victoria de Chacabuco, el bandolero y patriota Neira declara que quiere seguir asaltando, pues, según él, debe permitírsele seguir atacando “a los realistas y a los ricos avarientos y cobardes que no ayudaron a la revolución”. Pero las autoridades, que buscan reinstalar cierta normalidad para el mejor despliegue de los negocios y actividades productivas, rechazan su petición y, finalmente, tras la imposibilidad de controlar su ímpetu, Ramón Freire lo manda fusilar. (NP)

 

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