Editorial NP: Violencia, «negacionismo», contextos y democracia

Editorial NP: Violencia, «negacionismo», contextos y democracia

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Durante los recientes debates de la Comisión de Derechos Humanos y Pueblos Originarios de la Cámara de Diputados, donde se aprobara una indicación impulsada por la diputada Carmen Hertz (PC), para incorporar en nuestra legislación el concepto de “negacionismo”, incluyendo penas de cárcel para quienes justifiquen, aprueben o nieguen las violaciones a los derechos humanos cometidas en Chile entre 1973 y 1990, en otra discusión de un proyecto sobre incitación a la violencia – que fuera enviado en septiembre de 2017 por la entonces presidenta Michelle Bachelet- diputados de RN presentaron una indicación destinada a incluir un nuevo artículo 161G en el Código Penal, el que señalaba que “el o los que, a través de cualquier medio, promovieren, justificaren o propugnen la violencia como medio de acción política, serán castigados con la pena de presidio menor en su grado medio y multa de 40 a 60 unidades tributarias mensuales”.

La propuesta de los parlamentarios contemplaba, además, un segundo inciso que endurecía las penas cuando aquellas conductas fueran practicadas por funcionarios públicos. No obstante, de similar manera a la que se produjeran votaciones previas en dicha comisión, la norma fue rechazada por la mayoría parlamentaria opositora y respaldada por el oficialismo.

Durante el debate, la joven diputada frenteamplista Maite Orsini (RD) -quien recientemente sostuvo, junto a Gabriel Boric (MA), un reservado encuentro en Francia con el exfrentista Ricardo Palma Salamanca- fue de los pocos legisladores que argumentó su voto. En efecto, la parlamentaria explicó que, no obstante pertenecer a “un sector político que se declara, me imagino, o parte de ellos, al menos desde Revolución Democrática, pacifista, y estamos, por supuesto, en contra de la violencia como acción política en tiempos de democracia”, rechazaría la enmienda propuesta, pues aquella “no señala contexto” y, en su opinión, “hay contextos en los que la violencia como medio de acción política es válida”.

Por cierto, la contextualización de Orsini apuntaba a la violencia como “legítimo derecho a la resistencia”, tal como lo explicara luego, frente a “actuaciones criminales, de persecución y tortura” por parte del Estado, un tirano o sus agentes, doctrina que, por lo demás, tiene una tradición jurídica de siglos frente a gobernantes de origen ilegítimo, o que, teniéndolo, se han transformado, en su ejercicio, en tales, hecho que autoriza la desobediencia civil y uso de la fuerza para derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos que posean legitimidad.

Desde Platón a Santo Tomás de Aquino, desde la Declaración de Independencia de EE.UU. a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la revolución francesa y la Declaración Universal de los DD.HH. de Naciones Unidas, este derecho de resistencia a la opresión se considera  esencial y, aunque ésta última no lo reconoce explícitamente, lo hace implícito al destacar la relevancia de que “los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Todas y cada una de dichas argumentaciones y cartas de intención son las que fundan o han fundado la natural resistencia y lucha de sociedades que han caído bajo la égida de dictaduras totalitarias de diferente sello y cuyos tiranos han oprimido y/u oprimen sus libertades cívicas y derechos.

Dictaduras de las que nuestro país se ha asegurado evitar constitucionalmente, al incorporar, en su artículo 19 número 15, que “son inconstitucionales los partidos, movimientos u otras formas de organización cuyos objetivos, actos o conductas no respeten los principios básicos del régimen democrático y constitucional, procuren el establecimiento de un sistema totalitario, como asimismo aquellos que hagan uso de la violencia, la propugnen o inciten a ella como método de acción política”.

Pero, si bien puede, entonces, justificarse el uso de violencia ciudadana en casos extremos de opresión y tiranías, ¿es justificable el uso de aquella como medio de acción política en una democracia?

La propia Orsini ha reconocido en su alocución que no. La democracia y el Estado de Derecho que la sustenta contiene las herramientas jurídicas suficientes como para que la resolución de los naturales conflictos y diferencias que caracterizan a sociedades libres, puedan y deban superarse pacíficamente. Desde ciertas izquierdas –como implicó la diputada- podrá afirmarse que la legislación vigente es ilegítima en su origen, o que el Estado, en su conjunto, es un instrumento de dominación de una clase por sobre otra –hecho que, por lo demás, se ha practicado también como “dictadura del proletariado”-, lo que justificaría el citado “derecho a rebelión”. Sin embargo, dicho argumento en democracia es falaz, puesto que, en ella, nada impide que, quienes así discurren, puedan reunir en su entorno las voluntades de millones de ciudadanos que los eleven electivamente a puestos de poder legislativo con el cual reformar el “aparato jurídico constitucional opresor”.

Así y todo, las pocas experiencias que, en este sentido, se han conocido, muestran que quienes siendo partidarios ontológicos de la violencia “como partera de la Historia” y que han utilizado con cierto éxito las libertades y herramientas democráticas del “Estado burgués”, llegando al poder a través de elecciones, también pueden terminar conduciendo gobiernos ilegítimos en su ejercicio, en la medida que, una vez tomado el poder, han trsgredido cada uno de los derechos humanos que el Estado de Derecho democrático protegía, cooptando cada poder del Estado y transformando su gestión en verdaderas neo monarquías hereditarias. Entonces, –como señalaba irónicamente G. Bernard Shaw- “la democracia (se transforma) en el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos”.

Es decir, si bien ningún contexto justifica violaciones a los derechos humanos, razón por la que tales delitos son perseguidos internacionalmente, siendo imprescriptibles, no es menos cierto que, como señalara Orsini, los contextos no resultan irrelevantes para explicar reacciones sociales en contra de Gobiernos que atentan contra derechos tan esforzadamente alcanzados y que el conjunto las naciones del orbe han consagrado tras siglos de violencia abusiva de poderes no democráticos.

Sin embargo, Wolfgang Sofsky, en su “Tratado sobre la Violencia” advierte que “la violencia es instrumental en cuanto que es un medio para un fin. El fin dirige la violencia y justifica su empleo. Canaliza las acciones, da una dirección y un término, y acota el acto y su término. Alguien persigue su interés, encuentra resistencia y cuando el uso de otros medios resulta inútil, recurre a la violencia. La violencia tiene su fundamento en la relación en que se halla con el fin. Si se ha logrado el fin y el adversario se ha vuelto dócil, no tiene sentido que la violencia continúe. Hasta aquí llega nuestra comprensión habitual. El enigma comienza cuando esta relación se invierte, cuando la racionalidad misma está al servicio de la violencia, cuando la inteligencia no es más que el instrumento para su acrecentamiento. En todas las formas de violencia que tienen su finalidad en sí mismas, el saber, la experiencia y la tecnología, no se emplean más que para mantener el proceso de la violencia. La conexión con fines externos desaparece. La violencia, entonces, carece de razones: es absoluta. No es más que ella misma”.

Pesimistas, Will y Ariel Durant estimaban, a su turno, que “la guerra es una de las constantes de la historia y no ha disminuido con la civilización o la democracia». Pero, si algún valor tiene la democracia -que, como señalara W. S. Churchill, “es el peor de los sistemas, con excepción de todos los demás”- es, precisamente, la posibilidad que otorga a sus integrantes de resolver pacíficamente sus controversias, dando, al menos internamente –porque tampoco escapan de la violencia institucional de las guerras externas-, un poderoso salto desde el “estado de naturaleza” al “de civilización”. Su atributo fundacional es, pues, que se ha organizado para evitar el uso y abuso de la violencia entre ciudadanos y entre ciudadanos y Estado, gracias a la posibilidad extendida de una discusión y defensa racional de nuestras diferencias, en los marcos de una estructura institucional cuyos poderes ejecutivo, legislativo y judicial están debidamente delimitados y de respeto a los derechos de las minorías por parte de mayorías circunstanciales.

De allí que, en democracia, la violencia no sea aceptable bajo ningún pretexto, incluso en aquellos casos en las que esté espoleada por un ánimo de justicia que el Estado de Derecho pareciera no haber honrado o que agentes del propio Estado la hayan usado, trasgrediendo sus normas y ética. Ya vendrá el tiempo de la justicia, dentro de las reglas acordadas. La violencia no es admisible, tanto porque en su escalamiento es el germen de la destrucción de la propia democracia, como porque, como vemos, una vez desatada, ya no es regulable, se hace absoluta, demoliendo la civilización, como advirtiera, con enorme sapiencia, Albert Einstein, uno que supo de aquel terror en contra de su propio pueblo y cuyo “negacionismo”, como delito, se discute ahora mismo en nuestro país, no por otra razón que la de los profundos alcances que la violencia político-partidista llegó a tener en Chile y que colocó a varias generaciones en el doloroso trance de una permanente evocación de la tristeza o el anestésico tabú del olvido. (NP)

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