Editorial NP: Unidad, ¿Qué unidad?

Editorial NP: Unidad, ¿Qué unidad?

Compartir

La alcaldesa de la azotada comuna rural de Santa Juana, en la Región de Bio Bio, Ana Albornoz, al relatar el abandono central que sufre dicho territorio campesino desde hace décadas, recordó que durante los peores momentos del megaincendio que afecta la zona, la planta de agua potable que el área había conseguido instalar con sacrificio y tras años de espera, se encontraba en serio peligro de ser arrasada por el fuego. Añadió que, en esos momentos de orfandad del Estado central, recurrió a su red de amigos, uno de los cuales -compañero de universidad- trabaja en una forestal, firma que, luego de su rápida intervención, envió la ayuda que impidió un desastre aún mayor en un sector en el que, según declaraciones de la alcaldesa, aún se encuentran desaparecidos alrededor de una decena de habitantes, además de heridos y damnificados.

Al reflexionar sobre el abandono que la zona ha vivido por decenios, Albornoz destacaba que, en la desgracia que periódicamente se abalanza sobre diversas áreas del país, los chilenos tienden a reaccionar de consuno y este caso no fue la excepción. Ella, militante y dirigente de izquierda; su compañero de clases y ayuda clave en la salvación de la planta, de derecha, reaccionaron unitariamente en defensa de la patria de ambos, la mayor de las veces separados por cuestiones partisanas, un fenómeno que, por lo demás, responde a una cultura de larga tradición histórica de Chile, un país de “bandos”.

Se trata de una tendencia que emerge de la institucionalidad inercial instalada en la colonia en la Capitanía del Reino de Chile cuya dependencia de España dividía el territorio en áreas de influencia e intereses patrimoniales y políticos correspondientes a una conformación de carácter semi-feudal y en la que los “señores” o “patrones” territoriales actuaban como representantes de la autoridad del Rey, aunque encomendados -no propietarios de la tierra conquistada- para la mayor grandeza de España y la catolicidad.

Dicha organización estadual y sus líneas divisorias persistió por siglos, no obstante la Junta Provisional Gubernativa del Reino instalada en la Capitanía a nombre de Fernando VII en 1810 e incluso, tras la posterior Independencia de España, en 1818, manteniendo enfrentados a bandos de Santiago, Concepción y otras zonas del país, en especial en donde sus elites eran capaces de financiar sus propios ejércitos, haciendo las diferencias de bando y poder aún más luctuosas.

Durante su historia independiente, las diversas elites chilenas han sostenido esta lógica de bandos, aunque, por cierto, ya no fundamentalmente como parte del proceso de ajustes y diferencias de patrimonios territoriales y mineros encomendados por el Rey a ciertos súbditos criollos o hispanos allegados que originaban tantas discordias, sino a raíz de diferencias ideológicas respecto del mejor modo de administrar un territorio nacional en expansión que reemplazara la autoridad del monarca, fuera esta la propuesta de un tipo de gobierno de administración central, casi al estilo de una monarquía constitucional, similar a la británica; sea esta instalar un modelo de gestión republicano presidencial o parlamentario, precido a la fórmula estadounidense en desarrollo en el norte del continente.

Como se sabe, tales diferencias se mantuvieron durante todo el siglo XIX dando como resultado las guerras civiles de 1830, 1851, 1859, 1891, que enfrentaron a o’higginistas y carreristas, liberales, conservadores y radicales, centralistas y federalistas con sus respectivos modelos de desarrollo, y que solo se aplacaron hacia fines del siglo XX gracias a la integración -tras la Guerra del Pacífico- de riquezas como el salitre y el cobre que posibilitaron el compromiso de convivencia de la llamada República parlamentaria, luego de la caída del presidente Balmaceda. Tales eventos ofrecieron un lapso de abundancia y riqueza que pacificó los ánimos, pero que duró hasta la crisis económica mundial del 29, el descubrimiento del salitre sintético y la posterior exaltación de las luchas sociales impulsadas por una naciente izquierda que llevaron a la Presidencia al liberal Arturo Alessandri (1932-1938) y luego, a un Estado de compromiso que instaló en La Moneda, ya bajo la constitución de 1925 que restituyó el poder presidencial, a tres mandatarios radicales, caracterizados por su afán de incorporar a un relevante grupo de capas medias al desarrollo industrial del país.

Amén de los dos gobiernos de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931/1952-1958) en el primero de los cuales debió enfrentar la crisis política que terminó con el gobierno de Alessandri, así como la depresión económica mundial, inflación y creciente descontento social; y el segundo con un experimento de corte nacionalista social que incluyó al Partido Socialista y al Feminista, el período concluyó en el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) abriendo las puertas a la avalancha social que desembocó en los Gobiernos reformistas y revolucionarios de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y Salvador Allende (1970-1973), respectivamente.

El sino de la división de “bandos” marcó el siglo XX no solo por las diferencias observadas al interior de sectores políticos regidos por la Constitución de 1925, sino también una línea divisoria entre quienes reconocían la democracia liberal -con menos o más ajustes- como la mejor expresión de los equilibrios de poder ciudadano; y quienes, desde una izquierda que se venía desarrollando desde diversas vertientes desde comienzos del siglo XX y que fue ampliamente influida por el marxismo leninismo, veían en el socialismo soviético, chino o cubano, el modelo a seguir.

Aquel relato según el cual el Estado es la expresión del interés de una clase explotadora que debía ser reemplazado por otro que respondiera a los de una “dictadura del proletariado”, bañó la percepción de varias generaciones, poniendo en jaque la idea del Estado liberal, con su tradicional división de poderes, elecciones periódicas e informadas, acatamiento de las decisiones de mayorías, respeto de los derechos de las minorías circunstanciales y que permite a cada cual realizar sus sueños y proyectos con la sola condición de respetar las leyes, un “neoliberalismo” que transformó la división al interior de los países en una de carácter irreconciliable, desatando tragedias nacionales no solo en Chile, sino en diversos territorios del mundo, hasta su derrumbe hacia fines del siglo pasado.

Aunque la república democrática reanudada a contar de los ‘90 en Chile logró durante casi tres décadas instalar un juego político democrático convergente que, merced a una institucionalidad que no obstante estar siendo desmontada paulatinamente, hacía confluir los intereses de los bandos hacia la moderación, dando así una mayor estabilidad al progreso económico y social que permitió una prosperidad sin parangón en la historia del país, a contar de la primera década del siglo XXI, desatada la crisis económica mundial iniciada en 2008 en EE.UU. (“subprime”) las tensiones de bando se volvieron a manifestar a partir de la exaltación de luchas estudiantiles por sus derechos y prosiguieron con demandas ciudadanas respecto de pensiones insuficientes, y luego, en salud, en pleno proceso, sin que el Estado logre reaccionar a ellas con agilidad, eficacia y prontitud, inserto como está en una economía que ya no muestra el dinamismo de los 90-2008, que vive sacudida por el cambio de tecnologías de producción de bienes y servicios y que sigue atrapado en redes de una legislación y normativa añeja y fuera de tiempo.

Hacia fines del ciclo, la existencia de un Gobierno de centroderecha, que por lo demás evidenciaba los desequilibrios de poder al copar no solo el mercado con un aparato productivo mayoritariamente en manos de fuerzas afines, sino también los centros de poder políticos y social, dejó a extensos bandos de capas medias, expresadas por la izquierda y centro, sin más intereses que defender que los inmediatos, estimulando un tipo de oposición que llegó a intentar, auspiciado por la izquierda revolucionaria, el derrocamiento del Gobierno, al apoyar expresamente o al desentenderse de los efectos de la violencia desatada en la revuelta popular del 18-O.

Como se recordará esta asonada solo se aplacó con un mal peor, la pandemia, que terminó por dejar al aparato productivo nacional, así como las finanzas del Estado, exhaustas y respecto de lo cual los actuales gobernantes, fervientes partícipes de las presiones antigubernamentales en aquella época, están sintiendo sus consecuencias al tener que responder desde una deteriorada realidad fiscal no solo a demandas y promesas insostenibles e impracticables, sino ahora, ante una nueva desgracia manifestada en las trágicas pérdidas de decenas de vidas y millonarios menoscabos económicos que los incendios forestales en el sur están dejando. Paradojas de la libertad.

Pero, aún en medio de esa realidad, la lucha de bandos ha seguido expresándose con ocasión del nuevo proceso constitucional en marcha y cuyos consejeros constituyentes deben ser electos el próximo 7 de mayo. Ni la desgracia de los incendios, ni los problemas económicos ni de seguridad ciudadana que tienen al país enervado y con infaustas expectativas de recesión y mayor desempleo, han conseguido atenuar ese inercial impulso centenario. El llamado de la alcaldesa de Santa Juana resulta, pues, una luz que rompe las tinieblas que obscurecen el ambiente con su densa humareda divisoria.

La necesaria unidad nacional para dar el definitivo salto al desarrollo, sin embargo, no es posible si la interpretación de aquella orgánica política por antonomasia, el Estado, no es concebida como un órgano civilizatorio de orden, pacificación, justicia, libertad e igualdad, en la medida que, entendido como una institución de “clase”, lógicamente divide a los chilenos entre quienes pertenecen a ella y quienes no. El presidente Allende fue prístino en aquella percepción al señalar en un discurso formulado en el Teatro del Sindicato de Trabajadores del Cobre en Chuquicamata que “yo no soy el Presidente de todos los chilenos desde el punto de vista político y desde el punto de vista programático”.

Y es que buena parte de la ciudadanía chilena, contrariamente a lo que han logrado democracias liberales maduras y educadas cívicamente, pareciera no entender que la condición de coexistencia pacífica entre personas diversas, plurales, libres e iguales, que cohabitan en un Estado de Derecho, abierto al mundo y a sus diferentes culturas y modos de vida, no es otra que la persistente y permanente negociación de intereses y diferencias. Desde luego, tal circunstancia genera conflictos, pero, si se respetan las leyes y normas dispuestas por el acuerdo social, éstos se morigeran, arbitran y sancionan, buscando la mayor justicia posible para todas las partes.

La cultura de “bandos”, entendidos como grupos de afinidad e intereses cerrados, empero, dada su propia característica facciosa, tiende a resolver los naturales disensos mediante el uso de la fuerza, pues busca imponer la totalidad o la mayor parte de los intereses de un sector por sobre otro. Nada muy distinto al modelo de “mafias” que tanto daño está ocasionando a las democracias liberales en el continente y el mundo y cuya práctica de corte totalitario pareciera arrastrar ya a casi la mitad de los países hacia democracias iliberales, populares o autoritario-populistas, frente a aquella aparente incapacidad de resolución de los problemas e imposibilidad de consensos políticos entre los demócratas.

Así, pues, calificar las negociaciones políticas como “cocinas” es el primer paso para despachar, sin más, el indispensable papel morigerador de los liderazgos partisanos democráticos, abriendo espacio al surgimiento de “salvadores” autoritarios “más eficaces”, aunque potencialmente aún más pasibles de corrupción. “Transparentar” la discusión política, en tanto, obliga a sus dirigentes a privilegiar discursos principistas y moralizantes que polarizan el escenario y que son propios del asambleísmo al que muchos de los actuales dirigentes y conductores del Estado estaban acostumbrados en sus universidades, aunque sin las consecuencias que ese “modelo” tiene en la gestión nacional, una lección que, seguramente, ya han aprendido varios de ellos al “transparentar” intenciones gubernativas cuya complejidad aconsejaba la mayor privacidad y prudencia.

La ciudadanía ya se pronunció sobre sus intereses y demandas de largo plazo al rechazar de plano una oferta de cambio “transparentemente” apuntada hacia un nuevo modelo de bandos que dividía a Chile entre “excluidos” de diversa especie y “privilegiados”. El nuevo proceso está en veremos, aún con las diversas prevenciones adoptadas para no repetir el fracaso, pues su éxito dependerá de decisiones que estimulen la unidad o que, por el contrario, promuevan la divergencia, un espíritu que ya fue impugnado por una enorme mayoría.

De allí la relevancia de un consejo constituyente conformado mayoritariamente por quienes buscan esa convergencia, entienden la negociación y beneficios del desarrollo en paz y el “dulce comercio”; y minoritariamente por aquellos que siempre vibrarán en la lógica de la división e imposición de esos coloniales bandos. Por eso es tan importante que esa selección se realice abriendo puertas a la representación de la diversidad ideológica y política realmente existente en el país, expresada en listas separadas que permitan identificar las ideas convergentes, de los acuerdos, de paz y progreso, respecto de aquellas de la divergencia, polarización, estancamiento y enfrentamiento social, ya que, para una enorme mayoría de los ciudadanos convocados a votar, los nombres de los consejeros probablemente le digan poco. La verdadera unidad de propósitos resulta imposible con quienes la entienden facciosamente como resultado de una ideología que divide o quienes buscan imponerla allegando solo a quienes siguen al pie de la letra sus propuestas.

Una sociedad de libertades y derechos, sigue el fructuoso ejemplo y camino señalado por la alcaldesa de Santa Juana quien, sin renunciar a su identidad política, entiende con evidente sentido común la necesidad del esfuerzo conjunto cuando la patria llama, así como el hecho de que, superada la emergencia de los incendios, el momento constituyente sea aprovechado como oportunidad inigualable para, por fin, modernizar el Estado, poniéndolo al ritmo de la actual sociedad de la información, descentralizando, integrando, simplificando sus más 300 mil normas y sobre 21 mil leyes, que sofocan la iniciativa de las personas y liberando las fuerzas y capacidades prácticas, productivas, profesionales y éticas que permitan enfrentar con éxito los desafíos que el país y las próximas generaciones deberán inevitablemente encarar. (NP)