Editorial NP: TV y política: popularidad y consistencia

Editorial NP: TV y política: popularidad y consistencia

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Habitualmente llamada con displicencia “caja idiota” por sectores intelectuales y de mayor cultura, no debería escapar a esas mismas inteligencias el hecho que la calidad de las emisiones de la TV abierta es siempre resultado de las pulsiones y gustos mayoritarios de sus auditores -que son quienes definen lo que se transmite, premiando o castigando sus programas con mayor o menor audiencia- y sin los cuales la TV no tendría los ratings que se le exigen para conseguir la publicidad de empresas que le otorgan recursos para continuar en el aire. Y si aquella es vulgar, ramplona, sin gusto, ignara, no lo es tanto por decisión de sus gestores, como por los gustos de quienes siguen sus transmisiones de baja calidad que tanto disgustan a los más cultivados.

En política democrática pasa lo mismo. Los ciudadanos se organizan en partidos y otras orgánicas similares, desde movimientos hasta ONG. Aquellas eligen entre los suyos a sus representantes. Cuando corresponde, estos competirán en elecciones libres, informadas y periódicas y ganarán puestos en el Congreso y la Primera Magistratura quienes por su popularidad y reconocimiento público lograron mayor cantidad de votos (mayor rating). Tal vez sea este particular modelo de avance hacia la fama -aparentemente obligado en sociedades masivas- el que explica esa tendencia partidaria y de grupos políticos a promover en cargos de representación popular a personas ya conocidas en la propia TV, o destacadas en el mundo artístico o del deporte, aunque aquellos no hayan tenido más preparación política que lo que su vida diaria les brindó. Entonces, si tras ser electos se alega sobre la calidad de esos representantes que la propia ciudadanía ha llevado a puestos de poder político, habrá que discernir sobre la parte de responsabilidad que a cada cual corresponde en los malos resultados de esa gestión.

En efecto, a la TV originalmente también se la vio como un medio cuyo enorme poder comunicacional -que entrama lo visual, auditivo y escrito, remedando la comunicación natural-podría permitir la expansión y profundización de la educación y la mejor cultura para millones. Pero tras una serie de experimentos fallidos, el sueño inicial cayó en las garras de la dura realidad: dadas sus características tecnológicas, para establecer efectiva comunicación ésta debe ser entretenida; y para serlo, debe ser lúdica; y para ser lúdica, debe transmitir entretención, juegos, teledramas y simpáticas conversaciones leves.

Así, apenas un pequeño número de programas consiguieron sostener la difícil mezcla de educar y entretener. El grueso de la TV abierta terminó transformada en esa masiva maquinaria mundial de entretención, odiada por intelectuales dada la levedad de sus interpretaciones noticiosas sobre política o esa violenta ausencia de temas de mayor profundidad, pero de la cual aún se nutre la mayor parte de la población del orbe y a la que la TV le conforma espacios de virtualidad que se asumen realidad, porque aquella muestra imágenes y fotos que vemos sin más interferencia que el lente de la cámara que lo captó, rescatando apenas el 10% de su explicación racional, lingüística, lógica transmitidas por el periodista o locutor. El resto lo hace la imagen que, como dice el refrán, “vale más que mil palabras”.

Demás parece señalar que mentalidades conformadas de esa manera, sin la debida contraparte de la educación formal, familiar, cívica y partidaria, no ha entregado ni entregará un ciudadano educado y patriota en el sentido liberal decimonónico, es decir, hombres libres que libremente se asocian en tareas comunes para la consecución de sus objetivos propios y solidarios.

En efecto, en una democracia madura, se esperaría que la selección de los representantes que la ciudadanía lleva a puestos de poder de la política ocurra en un proceso que se inicia en un partido al que se adscribe voluntariamente, que adoctrina a sus simpatizantes y militantes en las ventajas de sus posiciones, versus las de los otros contra los que éste compite. Que luego continúa con una emulación interna en la cual los mejores militantes, es decir, los que han comprendido y asumido de mejor manera la doctrina, principios, valores e intereses de la colectividad, son quienes son promovidos entre simpatizantes y el pueblo para asumir el liderazgo correspondiente que instalará transmitiendo la buena nueva, de modo de convencer con sus ideas y proyectos -todos consistentes con los principios y valores de la colectividad- a una ciudadanía que, tras votar por aquel, espera que, en su gestión, haga lo que es correcto, pertinente, justo, moral, eficaz y consistente para el bienestar de sus representados.

Pero a poco andar, como la TV, la democracia comienza a mostrar los efectos de una realidad que transforma los buenos propósitos educativos originales, de crecimiento material y espiritual de las personas con vocación de servicio público, de perfeccionamiento de las relaciones sociales entre los ciudadanos, para vivir en armonía y paz, en un conjunto de conductas inquietantes, muchas veces abusivas o directamente corruptas; en antiestéticos acuerdos que, en la presente sociedad de la información, resultan imposibles de esconder; trueques de conveniencia inadmisibles, quiebres de convicciones y valores por motivos subalternos, y en fin, miseria humana que el mandante rechaza en su mandatario.

Y es que, una vez elegido, los electores pierden control sobre las conductas de aquellos por, al menos el lapso que dura su mandato y, paulatinamente, enajenan su anterior adhesión hasta un total alejamiento. El mensaje original a través del cual el dirigente consiguió el voto ciudadano se ha diluido en la confusa trama de las negociaciones democráticas y el do ut des (doy para que me des) inevitable de la política. El representante ya no representa a sus votantes, por lo que, a contrario sensu, su popularidad cae violentamente, razón por la que el político debe reajustar su comportamiento a exigencias que emergen de las encuestas, trasformando estos sondeos en el capital político subsidiario de las elecciones.

Pero sin un liderazgo que nazca de la experiencia, mayor conocimiento y virtud moral, gracias a sus nexos con un partido con claridad de objetivos, fuerte y claro en sus metas, el dirigente se transforma en un receptor y repetidor de la voluble voluntad e intereses del grupo ciudadano que le importa. Y arrastrado por esas circunstancias, incurrirá en el error “populista” de la inmediatez, sin considerar las consecuencias que el liderazgo responsable debe asumir, aún a costa de ponerse en contra de los deseos coyunturales de sus mandantes, porque aquellos solo están motivados por intereses particulares y dañan las conveniencias nacionales. Así y todo, curiosamente, en las elecciones siguientes muchos de quienes lo condenaron, maldijeron, criticaron vuelven a votar por el mismo execrado ante su reiterada promesa de cambio, aunque son cada vez más quienes, ya desilusionados, se han apartado de ese tipo de política y de su gestión de la democracia.

Así, en las últimas décadas tanto la TV abierta como la denominada clase política han estado perdiendo paulatina, pero sistemáticamente su poder comunicador y sus ratings, tanto en niveles de adhesión y reconocimiento, como de confianza.

La TV, estimulada por sus exigencias de autofinanciamiento a través de la publicidad debe seguir apostando todos sus recursos a un mayor rating que atraiga más avisadores a su señal de transmisión. Y si sus auditores gustan de lo pedestre, aquella mantendrá su calidad homónima. Los dirigentes políticos, impulsados por exigencias de sobrevivencia social, también están incentivados a observar el mayor nivel de condescendencia y acatamiento de demandas de sus votantes y si aquellos presionan por determinados intereses, la tendencia natural será intentar satisfacerlos para no perder ese capital político.

Muy distinta a la posición que tiene un delegado de Gobierno que no está obligado a responder a las exigencias de su pueblo, porque no depende de esos votos. De allí las diferencias entre un diputado o senador y un ministro: la fuente de poder del primero es el sufragio, la del segundo, la confianza del Presidente.

En ese marco de realidades político-sociales cruzadas, el surgimiento de corrientes populistas de izquierda y derecha tiende a ocurrir precisamente en momentos de crisis económicas, sociales o, como en este caso, sanitarias, debido a que se ha extendido y profundizado del reino de la necesidad. Esa situación puede tener un altísimo costo para la gobernabilidad, en la medida que las mayorías sociales tienden a escuchar y creer -como en la TV- mensajes más simples, cortos y lineales, que los que muchas veces deben esgrimirse en la polémica mediática.

Como en la enseñanza media, los más populares de la política y la TV no suelen ser los más mateos o nerds del curso.

Y el populismo se caracteriza justamente por esa simplificación de los fenómenos sociales y sus eventuales soluciones. Es sabido, además, que, por «efecto manada», cuando muchos están repitiendo un slogan y éste se percibe mayoritario, las personas tienden a bajar sus propias banderas para seguir las que consideran populares de modo de evitar el aislamiento, impopularidad o exilio, fenómenos asociados a poner en peligro la propia supervivencia por soledad.

El quiebre de la coherencia política de diputados de Chile Vamos en la votación que dio lugar a la idea de legislar una reforma constitucional para permitir el retiro de un 10% de los ahorros previsionales depositados en las AFP, es una muestra clara de la potencia que tiene la simpleza de los slogan y supuestas soluciones en la mente de las personas. Incluso entre quienes se supone fuertes en sus convicciones y con conocimientos necesarios para comprender las explicaciones técnicas que hacen no recomendable el uso de esos ahorros.

Sin embargo, también resulta comprensible que dada la enorme popularidad de la propuesta (80% según Cadem), dirigentes que entienden perfectamente la impropiedad del proyecto se vean forzados a aprobarlo, pensando en su propia supervivencia política que, por lo demás, pondrán a prueba en pocos meses más.

Se trata de una negociación entre representantes con intereses diversos que deben ser considerados, entablando un debido quid pro quo en el que, no obstante, se ponga en el centro de la discusión la gobernabilidad e intereses del Estado, ya debidamente remecido y deteriorado por la revuelta del 18-O y que se ha agravado y continuará agravando merced a la pandemia.

En la discusión en particular del proyecto, los representantes díscolos y demócratas oficialistas de buena voluntad debieran revisar, a la luz del proyecto nacional, sus legítimas posiciones anteriores y retomar su fidelidad a las normas y leyes que juraron respetar -y si hay dudas, ahí está el Tribunal Constitucional-, así como los principios, valores e ideas que recibieron de la colectividad política que los llevó -con razón o sin ella- a ocupar un puesto de representación en el Congreso de nuestra República. Una popularidad persistente solo surge de la virtud y una coherencia perseverante.

La constitucionalidad del proyecto es, por lo demás, discutible, pues no corresponde en este caso una reforma constitucional, sino un proyecto de ley, que, por tratarse de materia de iniciativa exclusiva del Presidente (seguridad social, gasto fiscal y creación de servicios y empleos públicos) debería ser declarado inadmisible.

Seguir eludiendo la Constitución y las leyes e improvisando no solo fuera del Programa de Gobierno -¿qué queda de él?-, sino que de las metas de largo plazo del sector ante la emergencia, trasgrediendo sistemáticamente la norma, podría justificar mañana la acción de aquellos que, en nombre de una supuesta justicia social, buscarán imponer su mandato a través de métodos no democráticos.

Entonces, tanto la actual clase política, como la TV abierta habrán terminado de pasar a la irrelevancia, reemplazadas por nuevas ofertas de conducción y de medios. (NP)

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