Editorial NP: Transparencia presupuestaria

Editorial NP: Transparencia presupuestaria

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La reciente polémica pública puesta sobre la mesa por la candidata presidencial Evelyn Matthei en torno a la necesidad de transparentar números, disposiciones y traspasos de deuda hacia el próximo gobierno en el presupuesto nacional 2026, ha sido rápidamente calificada por el oficialismo de “temeraria” e incluso “artificial”, en palabras de la exministra y candidata oficialista Jeannette Jara. Sin embargo, lo que está en juego va más allá de un intercambio coyuntural: se trata del corazón mismo de la discusión política clásica y moderna.

En efecto, cuando Matthei exige claridad sobre la real magnitud de los compromisos que dejará la administración actual, no plantea simplemente un punto contable. Lo que ella interpela es la esencia de la disputa política en torno a la administración del poder que posibilita la distribución de los recursos de acuerdo a las prioridades y programas partidistas y, en consecuencia, las posibilidades de cumplir con las promesas que cada sector formula a la ciudadanía electora.

En ese sentido, desestimar el tema como irrelevante o exagerado equivale a vaciar de contenido el debate democrático el que, a partir de esa censura, se plantearía desgajado de lo real, ceguera que, como hemos visto, ha llevado al país a un serio estancamiento económico en diversas áreas en las que las actuales autoridades ofrecieron, al inicio de su administración, hacer respetar los derechos de adultos mayores, estudiantes y pacientes a una salud suficiente, una educación gratuita y pensiones dignas. Diagnósticos equivocados sobre la verdadera disponibilidad de recursos para aquello arrastró a una sociedad  exitosa en lo económico, a la mediocridad funcional que hoy presenta.

No es casual que, detrás de esta controversia, resuene la vieja tensión planteada desde el siglo XIX por el marxismo-leninismo y, probablemente antes, en las disputas señoriales, nacionales e imperiales del pasado lejano: la lucha feudal por los recursos para la supervivencia o hacia el interior de las naciones en formación entre las clases industriales, burguesía y proletariado, cuando se entendía el crecimiento como acumulación de riqueza expropiada por la elite económica mediante la extracción de plusvalía del trabajo obrero en el entendido feudal que nada más que el trabajo creaba valor.

Y tras el comienzo del fin de la sociedad industrial clásica y el inicio de nuevos modos de producción, ha proseguido en el discurso neomarxista, progresista o anarquista, aunque mutado, pero manteniendo la misma raíz: la contraposición entre ricos y pobres, entre elites poderosas y corruptas y pueblo bondadoso y víctima de abusos. Esta lectura, que tiende al maniqueísmo moral —ricos malos, pobres buenos— permea gran parte de la discusión pública contemporánea y es, a la vez, un mentís a posiciones oficialistas que consideran la discusión presupuestaria como «artificial» o «temeraria».

No. Se trata de un tema que está en la esencia de la política: durante toda la historia humana, la política ha consistido en una lucha a muerte de elites y pueblos organizados de diversos modos, por acceder o tomar los recursos necesarios para sobrevivir, crear y procrear y convertir los deseos e ilusiones en realidades que, por lo demás, nunca llegan, pero que constituyen el acicate de la humanidad por seguir avanzando hacia mundos mejores.

Discutir sobre recursos, deudas y presupuestos no es, pues, temerario, sino indispensable. Es el modo de cuantificar qué puede realmente hacer un país y su gobierno —de izquierda o derecha— en sociedades donde las demandas sociales crecen a la par de la prosperidad económica acumulada durante el último siglo y medio. Basta recordar que entre los 1800 y los 2000, siglos industrial capitalistas, la humanidad ha experimentado el mayor crecimiento económico de la historia conocida, fruto de la expansión del capital y aumento de productividad tecnológica que permitió no solo mayor riqueza, sino también el surgimiento de los modernos Estados de bienestar destinados a morigerar el infortunio de quienes quedaban atrás.

En este contexto, la pregunta por los límites y posibilidades reales del gasto público es inseparable de las exigencias de justicia y equidad que la moderna sociedad estima indispensables junto al pleno ejercicio de las libertades. La competencia individual, sabemos, genera desigualdad en logros y resultados; pero un sistema político democrático maduro y regido por un Estado de Derecho, está obligado a basar sus promesas en un diagnóstico financiero serio y transparente, evitando opacidades que posibiliten que su clase política mienta con ofertas irrealizables, ganando así votos incautos que pueden terminar volcando una elección y llevando a los países a las peores tragedias.

Si la izquierda descalifica el debate por temor a perder iniciativa, y la derecha lo plantea solo como advertencia frente al desorden fiscal, ambos fallan en lo fundamental: asumir que la democracia requiere de ciudadanía informada, capaz de exigir que los sueños políticos —ya sea de justicia social o de mayor libertad económica— tengan un correlato en números claros: en este tema todas las opiniones son válidas, pero los datos que muestran las cifras deben entenderse sagrados pues mentir con aquellos es simple estafa.

En definitiva, la polémica iniciada por Matthei no es ni inútil ni menos artificial. Es, en rigor, el debate que nos debemos como país: ¿Qué tan lejos pueden llegar nuestras aspiraciones colectivas sin hipotecar el futuro? Sin esa respuesta honesta, todo proyecto político se vuelve pura retórica, y profundiza, aún más, por sus reiterados fracasos, la desilusión que las mayorías ciudadanas están expresando en buena parte de las democracias liberales occidentales. Es el malestar de la mentira el que abre las puertas a experimentos iliberales o autoritarios que, al menos, alimentan la esperanza de una lucha más decidida contra el desorden y, por cierto, contra el libertinaje amoral del delito y el crimen en todas sus expresiones. (NP)