Editorial NP: Semántica de los cambios en el poder

Editorial NP: Semántica de los cambios en el poder

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Se ha transformado en lugar común la afirmación de Heidegger según la cual “el lenguaje es la casa del ser” y que, en consecuencia, “el lenguaje crea realidades”, una constatación que, como toda generalización, tiene aciertos y errores expresivos, especialmente cuando lo técnico se apropia e inunda los esfuerzos científicos de verificabilidad, transformando la abstracción de realidad que se intenta atrapar con el término, en una herramienta al servicio de determinados objetivos prácticos y distintos al propósito propiamente descriptivo.

En efecto, la conciencia cada vez más masificada entre las nuevas generaciones de que el uso del lenguaje, en su aspecto normativo, impone ciertos límites definitorios a los hechos que los términos describen -sin lo cual las palabras carecerían de sentido- no olvida que, en paralelo, por razones culturales (construcción social evolutiva de la lengua) aquellos contienen asociaciones con emotividades que vinculan el significante con significados que se perciben “positivos” o “negativos”, tanto para el emisor como para el receptor y que, por consiguiente, afectan el vínculo comunicacional, ayudando o entorpeciendo sus relaciones.

El fenómeno es especialmente agudo en momentos de cambios de paradigmas -como en el que estamos- en la medida que, lo que se asumía como “bueno” o “correcto”, según la especial configuración de poder que instaló las significaciones con objetivos de unificación comprensiva y estabilidad social, se ponen en escrutinio por parte de los grupos que desafían dicho orden y buscan tanto redefinir la semántica de variados términos, como imponer, a su turno, nuevas hermenéuticas que, según aquellos, responderían adecuadamente a las realidades emergentes que el permanente cambio en que se desenvuelve la realidad, va presentando.

Así, mientras los grupos en el poder institucional buscan sostener una interpretación de la realidad social o política que se ajusta a las descripciones según las cuales el orden vigente se constituyó, asegurando su dominancia o hegemonía, los “challengers” comienzan a “deconstruir” los términos habituales y a rellenarlos de significaciones que responden con mayor consistencia a la visión de mundo que los impulsa, produciéndose un fenómeno de discrepancia cognitiva que, si no se consigue enlazar en un cierto campo común de experiencias, transforma el diálogo inter elites en monólogos paralelos, haciendo imposible resolver diferencias racionalmente, por lo que, los polos terminan por abandonar la comunicación por ineficaz y se concentran en resolver sus diferencias en una mera lucha de acumulación de poder, con miras a una definición coercitiva del conflicto.

Algo de este fenómeno, descrito de manera general, parece explicar la ceguera cognitiva que está impidiendo acuerdos más amplios y mayoritarios en el país, tanto en materia del diálogo político institucional que llevan a cabo las orgánicas del actual contrato social, como en el escenario de la Convención Constituyente, en el que se está definiendo el conjunto de normas que reconfigurarán el nuevo acuerdo de convivencia entre quienes habitan el territorio nacional, así como de sus vínculos con los poderes institucionales que surjan de la propuesta de nueva carta magna.

En un entorno de organizaciones ciudadanas y gubernamentales revolucionadas, que crujen presionadas por las resignificaciones que emergen como consecuencia del combate cultural en desarrollo, toda precisión descriptiva anterior del lenguaje se estremece bajo las críticas, autocríticas y redefiniciones que los poderes sociales en disputa buscan imponer, mientras una ciudadanía expectante intenta seguir el paso a la polémica, buscando entender la diferencia sustantiva entre la supuesta evidencia de un “hiperpresidencialismo” y la necesidad de un “presidencialismo atenuado”, de un parlamento “bicameral o unicameral” o uno “bicameral asimétrico”; entre un “Estado republicano unitario” o “regional plurinacional y pluricultural”; o, en fin, un “Poder Judicial” o varios “Sistemas de Justicia”, solo por apuntar a la estructura de la división de poderes republicana.

A mayor abundamiento, las múltiples interpretaciones que los dirigentes políticos o los propios  convencionales entregan a la opinión pública sobre un mismo término o idea propuesta, extremando o aplacando sus extensiones y efectos sobre la vida de la gente, añaden mayor incertidumbre significativa al proceso, haciendo que casi la mitad de los ciudadanos expresen no entender el trabajo de la Convención, hecho que, a su turno, es explicado por la propia mesa institucional como “problema comunicacional”, producto de la baja difusión de su gestión por parte de los medios, en vez de resultado de lo exactamente inverso, es decir, la excesiva difusión de su trabajo y visibilización de las profundas diferencias ideológicas y jurídicas en su interior.

Si se añade al cuadro la divergencia hermenéutica respecto de los graves conflictos sociales que han debido abordar los últimos gobiernos -y que obviamente deberá encarar el actual-, como la violencia política en la macrozona sur, cuya interpretación va desde el concepto de “deuda histórica” hasta el de “terrorismo”; o la inmigración descontrolada en la zona norte -pero cuyos efectos se extienden a todo el país- que oscila entre “derecho humanitario” e “infiltración de agentes revolucionarios o delictuales”, el escenario para el desarrollo de un diálogo frutífero parece, infaustamente, lejano.

Como la constatación de estos fenómenos que afectan la habitualidad no requiere de demasiada ciencia aplicada, pues su evidencia es palmaria, tanto experimentados cuadros de las viejas elites como los más moderados de las emergentes, intentan fórmulas de superación del disenso y/o acercamiento de miradas que permitan terminar con los monólogos paralelos y buscar de consuno un marco común de experiencias que haga posible un diagnóstico consensuado para la toma de decisiones que posibiliten un camino de convergencias y soluciones, evitando incrementar las divergencias y la correlativa polarización que, a todas luces, conduce al uso de la ultima ratio.

Pero muchas de aquellas fórmulas, expresadas sin filtro por sectores maximalistas y/o, en ciertos casos,  hasta con falsedades reajustadas al pensamiento mayoritario como medio para tranquilizar a la opinión pública, no son sino reproducciones del peligroso modelo de discusión previa cuyo objetivo es acumulación de poder legítimo, mientras que, en otros, intentos elitistas, similares al conservador, de uniformar, bajo ciertas resignificaciones dirigidas, la interpretación que, de los fenómenos citados, se encuentran en diferendo en la sociedad y los medios. Un caso paradigmático reciente es el llamado “Manual de buenas prácticas para la difusión mediática de temas mapuche”, elaborado bajo el patrocinio de la Fundación alemana Friedrich Ebert y en el cual se busca redefinir el vínculo histórico de ese pueblo en la formación de la chilenidad, oponiendo su destino al del Estado nacional.

“Las relaciones del Estado chileno con los pueblos originarios han estado históricamente mediadas por la dominación” señala uno de los párrafos del escrito, sin percatarse que los pueblos originarios en Chile se han integrado objetiva y mayoritariamente al mestizaje con la hispanidad y el resto de las oleadas inmigrantes de todo el mundo desde el siglo XIX. Una argumentación como la señalada no tendría sustento en el entorno europeo, si es que, con similar criterio ideológico, se estableciera una contradicción abusiva de los actuales Estados con sus propios “pueblos originarios”, v.gr. germánicos, es decir suevos, vándalos, visigodos y ostrogodos, francos, burgundios, turingios, alamanes, anglos, sajones, jutos o lombardos, hijos de los territorios al este del Rin y al norte del Danubio, o la llamada Germania Magna, el “Wallmapu” europeo, actualmente ocupado por diversos Estados plurinacionales nacidos de similares conflictos y violencia a los de Chile. Los únicos esfuerzos de hacer resurgir dichas miradas tuvieron lugar el pasado siglo XX en la aciaga Alemania nazi, así como en la luctuosa guerra etno-nacionalista de la ex Yugoeslavia, tras la caída de la URSS, pero cuyas consecuencias son bien conocidas.

A mayor abundamiento, el manual indica que “los medios de comunicación no solo han creado y reproducido contenidos racistas desde los inicios de la configuración del Estado nación chileno. Además, han instalado mediáticamente conceptos descontextualizados, como ‘conflicto mapuche’, formando imaginarios y estereotipos hacia las personas pertenecientes a pueblos indígenas. Junto con lo anterior, históricamente se adscriben editorialmente a los proyectos coloniales del Estado”. Es decir, otra argumentación que, conteniendo ciertas constataciones de realidad, se fuerzan en su extensión para ajustarlas a propósitos distintos a los proclamados. Así, se incluye el concepto “racista”, asociado a detestables modelos autoritarios del sigo XX; o “colonial”, vinculado a la dominación de una nación sobre otra, estimulando reacciones emocionales históricamente instaladas y que, al mismo tiempo, incentivan la idea de una autonomización de grupos que se ven a sí mismos como distintos al resto de los ciudadanos del país, no obstante el masivo mestizaje sobre el que se ha construido la chilenidad.

Ambas reinterpretaciones, más que reivindicativas de causas neo-etno-nacionalistas indigenistas o justicieras, parecieran destinadas a revivir el añejo concepto de “lucha de clases” por otras más tradicionales y menos resistidas significaciones de la milenaria disputa de “ricos contra pobres” o de “privilegiados versus discriminados” -pero que igualmente cuestionan la individualidad, el mando político y la propiedad- instalando, bajo la promesa de igualdad, modos de vida colectivistas, regidos por administraciones autoritarias, verticales y estatistas, una dirección opuesta a la de las democracias liberales, cuyo enorme dinamismo favorece permanentes ajustes y cambios, entre los cuales, la reciente ascensión al Gobierno de una izquierda maximalista y la mayoría convencional electa son muestras más que evidentes de la cualidad democrática del actual orden de cosas.

Las reinterpretaciones puestas en marcha por las nuevas elites en el poder político han seguido, empero, estimulando esas diferencias, basados en una hermenéutica que, como es lógico, ha relevado sistemáticamente las insuficiencias del sistema, validando el pulso biológico cultural que estimula reacciones de supervivencia, dado el evidente distanciamiento entre personas exitosas y desafortunadas que origina la libertad.

La actual “democracia de los poderosos” -pero cuyo destino, paradojalmente, se rige por los votos del pueblo- ha puesto ahora en sus manos la guitarra de las soluciones. Si el Gobierno es exitoso, la actual crisis, explicada majaderamente como producto de un “sistema de dominación” que debe ser superado mediante el cambio de quienes detentan el poder y sepultando el neoliberalismo, debiera concluir con el fin de las denunciadas insuficiencias y un nuevo poder estable y prolongado. Si no, en los cuatro años siguientes -instrumentalizando el Estado- habremos de asistir a más y más reinterpretaciones y ajustes institucionales a las nuevas estructuras de poder político social que la Convención sea capaz de consensuar, aunque, como resulta lógico esperar, dejando fuera ideas y propuestas minoritarias de quienes son partidarios de la actual democracia liberal republicana o la economía libre y, por tanto, ingresando en una nueva etapa nacional cuyo destino es desconocido.

El camino elegido, si bien no es estrictamente revolucionario al estilo de los violentos cambios de grupos en el poder político del siglo pasado, contiene similares peligros, en la medida que las democracias liberales, como estamos viendo, posibilitan cambios profundos en la voluntad ciudadana (elección de Boric y la Convención), aunque oscilantes (elección del actual Congreso). Así, cuando los acuerdos sociales son voluntaristas e impuestos por mayorías relativas circunstanciales y aplastantes, las reversas o contrarrevoluciones, habitualmente, tienden al autoritarismo. Es decir, se puede “crear realidad” con el lenguaje y “con-vencer” temporalmente al votante, pero no se puede evitar que la realidad siga su camino a través de lo factual, que es lo que importa: “Por sus hechos los conoceréis”, no por sus promesas.

Las democracias liberales, que basan su modelo de relaciones políticas en el “dulce comercio” (que, por lo demás, tampoco éstá exento de violencia, lo que refleja la peligrosidad de la especie), avanzan en sus reformas mediante la negociación, de modo transaccional, intentando acuerdos que, si bien pueden no satisfacer ciento por ciento a ninguna de las partes, permiten dar un paso a la vez, aunque sólido y sustentable. Así, se producen progresos sociales y reequilibrios del poder político que no alteran sustantivamente los sueños individuales, familiares o de grupos, que son, en definitiva, los que aseguran la homeostasis de ciudadanos libres que espontánea y voluntariamente actúan consolidando el modo de vida democrático, abierto, plural y diverso, alejado de autocracias o autoritarismos en los que el líder y su elite decide que hacer, cuándo y cómo hacerlo.

Sin embargo, la sustentación de la democracia, libertades y derechos exige de una ciudadanía alerta a los juegos de resignificaciones y/o nuevos significantes que “crean realidades” antojadizas y/o que representan miradas de mundo de grupos con pulsiones totalitarias que desearían imponer su modo de vida al resto de la ciudadanía. Aquella, mayoritariamente, solo busca que la dejen desplegar sus propios proyectos de vida, sin dirigismos, ni interferencias del Estado, viviendo y dejando vivir en sus respectivos espacios y culturas -originarias o inmigrantes- a los otros con quienes han aprendido a convivir en diversidad y tolerancia, bajo el amparo de un mismo Estado, una misma ley y un mismo territorio, construido a fuerza de sueños, épica y lenguaje, pero también de los secos golpes de realidad, y, especialmente, del sacrificio y esfuerzo paulatino y persistente de generaciones. (NP)

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