Editorial NP: Reducción de la jornada laboral y los cuidados del sacristán

Editorial NP: Reducción de la jornada laboral y los cuidados del sacristán

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Un grupo de ex dirigentes estudiantiles y ahora diputados de la oposición han lanzado una campaña para promover un proyecto de ley ingresado la semana pasada a la Cámara y que busca reducir la jornada de trabajo desde las actuales 45 a 40 horas semanales, es decir, una hora menos diaria, o dos días y medio laborales menos al mes.

Según dichos parlamentarios, la propuesta apunta a que los trabajadores del país puedan dedicar más tiempo a sus familias, la recreación y el ocio, recordando que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha venido recomendando disminuir la jornada laboral desde hace décadas.

La proposición llega en momentos en que el Ejecutivo ha presentado un nuevo proyecto de ley para establecer mecanismos de flexibilidad horario en el Código del Trabajo, que incluyen, por ejemplo, fórmulas como la de 4 días de trabajo por 3 de descanso; o el pactar, alternativo a las 45 horas semanales, las mismas 180 horas al mes, pero distribuidas de forma diversa cada semana, arguyéndose, para ambas propuestas, similares propósitos, es decir, conciliar de mejor manera el empleo con la vida familiar.

Como la virtud o defectos de las leyes no se miden según la buena o mala intención del legislador a la hora de normar, sino por sus resultados respecto del bienestar de las personas sujetas a las mismas, no corresponde evaluar la cualidad de los propósitos expresos de cada idea, sino sus potenciales impactos reales sobre la vida ciudadana.

En primer lugar, una proposición centrada únicamente en la cantidad de horas de trabajo evade o simplifica un problema estructural de mayor calado como es el impacto que están teniendo sobre la forma de producir bienes y servicios las nuevas tecnologías de la información y comunicaciones. Sus características de funcionalidad atópicas y asíncronas no solo obligan a cambios en las habilidades y capacidades laborales, sino también marcan una tendencia a la disolución de los tradicionales espacios industriales que concentran la actividad en lugares y tiempos específicos y en donde es posible la medición estricta de los horarios laborales.

En la actualidad, millones de jóvenes, en todo el mundo, trabajan desde sus hogares u otros espacios dotados de computadores e Internet, sin mas exigencias que las de cumplir metas o tareas encomendadas, pudiendo hacerlo en horarios y lugares distintos a los de sus empleadores, aunque, desde luego, dificultándose una medición precisa de la duración efectiva de su jornada.

Por lo demás, las anteriores faenas de la era industrial están siendo reemplazadas por usinas en las que se observa a cientos de robots operados por un pequeño grupo de ingenieros que llevan a cabo la compleja producción industrial basada en algoritmos, sin las presiones reivindicativas de sindicatos, ni la exigencia de viviendas cercanas, tendencia que está reemplazando aceleradamente al trabajo mecánico realizado por personas.

Estos profesionales solo requieren estar físicamente en las nuevas fábricas frente a problemas de mantención o reparación, pues su intervención habitual en el proceso se realiza mediante un ordenador portátil desde cualquier parte del mundo intercomunicado en que se encuentren.

Es decir, la nueva sociedad de la información empuja los acontecimientos hacia una cada vez mayor flexibilización horaria y espacial, razón por la que, además, hay cada vez mayor acuerdo entre los especialistas y economistas de diversa extracción teórico-ideológica en esta emergente necesidad de gestión en una sociedad más plástica, compleja y menos mecánica que la industrial a la que apunta la citada propuesta de reducción de la jornada laboral.

A mayor abundamiento, la economía chilena ha ido transitando desde una de carácter semi industrial minero-agrario exportadora, que la caracterizó en el siglo pasado, hacia una en la que los servicios explican buena parte de su generación de valor y riqueza y cuya gestión obliga, también, a la mayor flexibilidad posible frente a los infinitos requerimientos de los usuarios de aquellos.

En efecto, en Chile el sector servicios representa un 74% del PIB, aunque un porcentaje menor de sus exportaciones. En los últimos 15 años los envíos totales de servicios han crecido a un ritmo de 6% anual, pero los de servicios no tradicionales lo han hecho a 15% anual. Es decir, si bien la producción industrial “dura” de bienes exige estructuras formales de espacio y tiempos que pueden medirse con cierta facilidad, la de servicios, como bien saben quienes se desempeñan en alguna de sus áreas, se aviene mejor con la mayor flexibilidad posible del espacio y el tiempo, así como un más eficaz uso de talentos intelectuales y emocionales que, bien administrados, incrementan una productividad que, en Chile, sin embargo, sigue en deuda.

Por de pronto, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) en su reciente estudio “Compendio de Indicadores de Productividad 2019”, advierte que un trabajador chileno genera US$ 27,6 cada 60 minutos-año (considerando cifras a 2017 y US$ a paridad de poder de compra), ubicándose como el quinto menos productivo del bloque, solo superando a Rusia (US$ 26,5 por hora trabajada), Sudáfrica (US$ 24,5 cada 60 minutos), México (US$ 21,6 por hora empleada) y Costa Rica (US$ 19,2 de producción) y lejos del promedio OCDE 2017 de US$ 54,7 por hora trabajada al año y aún más respecto de los líderes, como Irlanda con US$ 99,5 por persona cada 60 minutos, o Noruega con US$ 83,1.

Estas desilusionantes cifras contrastan con el hecho que, según la misma OCDE, en Chile se trabajan casi 200 horas más sobre el promedio de los países miembros del grupo, con 1.974 horas anuales, es decir, unas 43 horas por semana, ubicándose en un decepcionante “top ten” que encabeza México con 2.255 horas al año. De otro lado, en Corea del Sur las largas horas de trabajo han sido parte de un esfuerzo por impulsar el crecimiento económico, pero su exceso ha suscitado problemas sociales, incluyendo bajas en la tasa de natalidad y en la propia productividad. Y en Japón, pese a tener hasta un término para describir las muertes por exceso de trabajo (“karoshi”), el trabajador labora hoy en promedio 1.713 horas al año, mucho menos que el chileno y también por debajo del promedio de la OCDE.

Es decir, más horas trabajadas no equivalen a una mayor productividad. Alemania  presenta la menor cantidad de horas trabajadas entre los miembros de la OCDE, pero tiene niveles de productividad que hacen que el trabajador alemán promedio sea 27% más productivo que su contraparte británica. Los holandeses, franceses y daneses también trabajan menos de 1.500 horas por año (más de 470 horas menos que los chilenos) en promedio, pero su productividad es mucho mayor que la de Chile.

Demás parece señalar que los factores subyacentes a dicho fenómeno están tanto en la cultura de trabajo de esas naciones, como en su componente educacional, de capacitación y creación o adquisición las nuevas tecnologías que mejoran la productividad, avances cuyos valores pueden costear países con PIB superiores a los de Chile, con más ciencia y tecnología, y que posibilitan una reducción racional de horas de trabajo que no afecta la razón hora-producto. Entonces, ¿puede la sola disminución de la jornada laboral posibilitar mayor productividad de los trabajadores chilenos? o, ¿de mantenerse la actual productividad media, con menos horas trabajadas, pudiera reducirse aún más el total de lo producido?

Como las estadísticas se realizan sobre datos conocidos, hay que agregar a la ecuación el hecho que, en Chile, la ocupación informal, es decir, aquella, por definición, sin controles ni mediciones oficiales, se situó en 28,6%, guarismo compuesto en 29,8% por mujeres y 27,7% por hombres, es decir, además, otra brecha más a superar en materia de igualdad de género. Cuántas horas trabajan y qué productividad presentan estos sectores es una incógnita que debería ser añadida a la discusión con miras a establecer normas que posibiliten su mayor integración a la vida laboral regulada y menos precaria, pues, para este tercio de los trabajadores, bajar o no la jornada laboral, es irrelevante mientras sigan en la informalidad.

La estructura económica a nivel nacional también representa dificultades si a reducción de horas de trabajo se refiere. En el país hay unas 850 mil empresas formales activas que dan trabajo a alrededor 8,4 millones de personas. De ellas, unas 830 mil laboran en agricultura, ganadería, silvicultura y pesca; otras 880 mil, en industrias manufactureras; 715 mil en construcción y 220 mil en minería. El resto lo hace en servicios que van desde suministros de gas, agua, electricidad, transporte y almacenamiento, comercio al por mayor y menor, comunicaciones, finanzas, profesiones científicas y técnicas, hasta el sector público, defensa, enseñanza, y salud, áreas en las que destacan por su nivel de contratación el comercio con más de 1.5 millón de trabajadores; transportes, con unos 550 mil; la administración pública, con parecida dotación; y la enseñanza y salud con alrededor de 1,2 millón de trabajadores. Desde luego, cada uno de estos segmentos tiene requerimientos de espacio y tiempo laboral muy diversos, los que, para un mejor desempeño, deberían ser abordados con arreglo a sus distintas realidades productivas porque, si bien en algunos la reducción horaria pudiera ser positiva, en otros puede tener muy malos resultados.

Tampoco habría que olvidar que, del total de compañías censadas en esas áreas, más del 75% son micro, pequeñas y medianas empresas, cuyos niveles de productividad y capacidad financiera son limitados, tanto por mercados pequeños, con baja capacidad de consumo -restringidos, además, por el exceso actual de endeudamiento- como por su proverbial escaso capital de trabajo. Son este tipo de firmas las que ocupan a más del 70% de la fuerza de trabajo nacional, razón por la que, establecer fórmulas que encarezcan normativamente su gestión podrían provocar daños a su viabilidad económica, incrementando la desocupación -actualmente en 6,9%- y presionando hacia una aún mayor informalidad.

El realismo de la propuesta del Gobierno radica en que, más allá de reducir el horario semanal de trabajo, pareciera más eficaz flexibilizar un mejor uso de las actuales 45 horas semanales o 180 horas mensuales (que en la práctica, junto a las otras medidas de la Reforma, puede redundar en alrededor de 8% de menos horas laborales efectivas, según cálculos de economistas de oposición) pactadas en convenios libres y directos entre el/los trabajadores y la firma, posibilitando así un uso más satisfactorio de los tiempos libres diarios del empleado, como uno más eficiente de las horas laborales en la firma.

El recelo frente al eventual abuso empresarial derivado de esas conversaciones y expresado por sectores de la oposición y la CUT es producto de una desconfianza ya instalada. Frente a tal actitud no hay argumentos posibles y no cabe sino enfrentarlo mediante la estricta aplicación de las leyes laborales vigentes si es que derechos adquiridos en negociaciones legalmente amparadas fueran lesionados.

La reducción de horas de trabajo formal propuesta por los diputados integrantes de la ex bancada estudiantil es, desde luego, una aspiración mayoritaria -dados los indeseados efectos conocidos del exceso de trabajo, por ejemplo, en Corea del Sur, Japón o en China (donde se laboran hasta 72 horas semanales). Sin embargo, bajar el horario laboral actual en el país implica tener respuestas a previsibles consecuencias como qué se hará con la consiguiente reducción de los horarios de atención a público en el comercio, administración pública, educación o los servicios de salud; o, en su defecto, de dónde saldrán los mayores recursos para el pago de horas extraordinarias o la contratación de nuevos turnos que suplan las horas perdidas y mantener así los niveles de atención que aseguren los ingresos que viabilicen la continuidad de los citados servicios y empresas.

A la luz de estos hechos, la propuesta de los jóvenes diputados aparece, pues, como una simplificación comunicacional que más que resolver un problema pendiente, tiende a enervar el entorno de una discusión que deberá realizarse con la mayor racionalidad y buena voluntad posibles. El país está coyunturalmente expuesto a un fenómeno mundial marcado por los avances del proteccionismo y el nacional-populismo que deben ser abordados unitaria y multidisciplinariamente, de manera de equilibrar las presiones del trabajo y la competencia interna e internacional, cada vez más dura, con un más pleno devenir familiar, de entretención y ocio, tan necesarios para una mejor calidad de vida, pues, si bien se espera “trabajar para vivir y no vivir para trabajar”, también se sabe que excesivos “cuidados del sacristán pueden terminar por matar al señor cura”. (NP)

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