Editorial NP: Poniendo a prueba la resistencia de nuestra democracia

Editorial NP: Poniendo a prueba la resistencia de nuestra democracia

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A poco más de 70 días de las manifestaciones y desórdenes públicos iniciados con la seguidilla de casi traviesas y escolares evasiones grupales de pago del pasaje del Metro, que escalaron con aquel profesional y fulminante ataque incendiario simultáneo a siete estaciones del sistema de ferrocarril metropolitano y otros tantos buses del Transantiago, al tiempo que, en paralelo, se desataba el saqueo y destrucción de pequeños comercios, supermercados y otros tantos servicios públicos y privados en varias comunas del Gran Santiago, la democracia chilena ha seguido probando su resistencia para sobrevivir, como tal, ante uno de los mayores procesos de presión socio-política de los que se tenga memoria desde el año 90.

En efecto, si bien, inicialmente -y dada la magnitud de los desórdenes en expansión- el Presidente de la República haciendo uso de sus prerrogativas decretó Estado de Emergencia, toque de queda y convocó la presencia de las FF.AA. y de Orden en la calles de la Región Metropolitana, una vez controlados los focos de mayor peligrosidad, aquel fue levantado y, en un intento por apaciguar ánimos que se habían exaltado aún más con la muerte de 25 personas y centenas de heridos, el poder Ejecutivo ha seguido buscado abordar la persistente expresión de descontento mediante la apertura al diálogo y a la negociación política, utilizando para ello las herramientas de la democracia, entre estas, el llamado a la paz del 15 de noviembre, el que, como se sabe, debió ser compensado políticamente con un acuerdo para redactar una nueva carta magna que cierre el ciclo de la actual constitución heredada del Gobierno militar.

Entre los más graves dilemas para sostener el orden público sin afectar derechos constitucionales como los de reunión, opinión y expresión, el Gobierno ha debido encarar el desafío de resolver -con las menores víctimas colaterales posible- el complejo conflicto que significa diferenciar el que, junto a las manifestaciones pacíficas a las que han concurrido decenas de miles de personas enarbolando sus propias banderas y demandas, concurran a ellas una cifra no despreciable de grupos anarquistas y extrema izquierda, barras bravas, soldados del narcotráfico y delincuentes comunes que, en los entornos de esas reuniones, desatan la violencia en contra del patrimonio público y privado, afectando el derecho a la libre y segura circulación de los otros miles de personas que no participan de dichas actividades.

Y mientras para los primeros, la protesta ha tenido como propósito buscar una respuesta del Estado y el Gobierno a sus legítimas demandas sociales, para los segundos las metas han sido distintas, aunque convergentes en desorden, pillaje y saqueo: la delincuencia, con propósitos de lucro; la extrema izquierda, con la meta expresa de desestabilizar al Gobierno democráticamente electo y conseguir la renuncia del Presidente.

Aunque todo parece indicar que el ciclo natural de este flujo ciudadano pareciera estar en declinación, nada asegura que pequeños grupos de audaces mantengan viva la llama de los desórdenes callejeros selectivos, y que, pasadas las Fiestas de fin de año, así como el período de vacaciones, la efervescencia ciudadana -aguijoneada por un previsible mayor desempleo, menor actividad económica y reagrupación de estudiantes en universidades y escuelas- se reactive en marzo, volviendo a arrastrar al país a una similar área de peligro e incertidumbre como la que hemos vivido y cuyo efecto en la vida de los chilenos se expresa en la ralentización de una actividad productiva que amenaza con caer en recesión, empobreciendo aún más a un país que, en paralelo, busca superar demandas económicas y sociales que exigen más y no menos recursos.

Desde luego, la acción del Gobierno, como encargado coyuntural de la administración del Estado, ha estado apuntada a devolver a las mayorías ciudadanas el entorno de orden y normalidad que les permita continuar desarrollando sus vidas y proyectos, sin más incertezas que las que provienen de la propia actividad que se realiza con esos propósitos. Se busca asegurar, al menos, una tranquilidad pública compatible con transitar por las calles de las ciudades sin temer ser víctimas de una violencia desatada, inesperada e impune de grupos de audaces y delincuentes que, infringiendo las normas que rigen la vida en comunidad, derivan en el caos y violación a toda norma civilizada, destruyendo y retardando aún más toda posible superación de los problemas que desataron las protestas.

En ese marco, una fuerza policial proporcionalmente disminuida frente a la masividad y extensión territorial de la actividad ilegal, ha debido soportar una prolongada presión física y sicológica no solo en dilatadas jornadas de trabajo, sino también la persistente presión proto-bélica expresada en ataques con objetos contundentes, bombas incendiarias y hasta armas de fuego largas y cortas, por parte de grupos que han ido escalando la violencia hasta el asalto de decenas de comisarías comunales, dejando a unos tres mil policías heridos de diversa gravedad, las más de las veces, superando en número a los integrantes de esas unidades. Una situación que, en cualquier país del mundo sería calificada como “guerra civil de baja intensidad” y que implicaría una interpretación política distinta a la de las reglas ajustadas a situaciones de normalidad.

Desde luego, en medio de tales presiones, la alteración emocional provocada por la permanente exposición a la violencia puede abrir las puertas a desacatos, no solo respecto de protocolos de gestión a los que, por ley, Carabineros está obligado y cuya transgresión, como se sabe, ha tenido trágico impacto en centenares de manifestantes, sino también, en relación con las órdenes que reciben de sus superiores e, incluso, incidiendo en el mejor o peor ánimo con el cual la tropa obedece las estrategias de orden y seguridad de sus mandos nacionales, en especial cuando, en defensa de derechos individuales protegidos constitucionalmente, la institución se ha visto obligada por Tribunales y múltiples recomendaciones de organismos internacionales al Gobierno -y de éste a sus mandos- a dejar de usar instrumentos de control del orden público que son habituales para otras policías del mundo.

Más allá de su calidad de «fuerza» del Estado, la obvia asimetría entre un atacante que puede lanzar impunemente una bomba incendiaria en contra de policías, mientras éstos están obligados a reaccionar regidos por sus respectivos protocolos, si bien no autoriza al agente estatal a infringir sus propias reglas para “emparejar armas”, el conflicto va debilitando paulatinamente un más eficaz desempeño de su función como tal, frente a la amenaza de una “fuerza” insurreccional o delictual, al tiempo que pone en la indefensión a una ciudadanía que espera su protección ante los peligros a la integridad física provenientes de la actividad violentista.

Así, diariamente asistimos a informaciones según las cuales carabineros y oficiales son puestos a disposición de la Justicia acusados de haber trasgredido normas que les atañen en el proceso de vigilancia y control del orden, hecho que no solo pone en peligro la propia permanencia del carabinero en su institución, sino que se expande como ejemplo de alerta al interior de las filas, provocando un desanimo que tiende a limitar sus capacidades de operación cuando se ven superados en número sin los necesarios instrumentos para un mejor desempeño de su función. Nadie está obligado a lo imposible.

Así y todo, durante estas semanas la estrategia de defensa de la democracia con las herramientas que aquella ofrece ha sido mantenida incólume por el Gobierno y mientras decenas de policías son juzgados por los Tribunales, varios miles de personas que han infringido leyes y normas vigentes se encuentran sometidos al escrutinio de la justicia. El Estado de Derecho, en tal sentido, ha mostrado su fortaleza, poniendo a todos bajo el imperio de la ley, a nadie por sobre ella.

Pero en este último plano, la democracia chilena también ha debido sortear nuevos desafíos que han puesto de relieve la complejidad de la gobernanza en períodos de cambio, haciendo emerger diferencias entre el poder Ejecutivo, el Judicial y las Fiscalías. En efecto, de una parte, el Gobierno -según su leal saber y entender- lleva a cabo, a través de las policías, la labor de control de legalidad de un orden público alterado esperando que los infractores denunciados y puestos a disposición de Tribunales sean debidamente procesados y sancionados de modo ejemplar, uno de los propósitos de la aplicación de justicia. Pero, por otra, el poder Judicial, aplicando sus respectivos criterios interpretativos de la ley, ha dejado libres a trasgresores sorprendidos in fraganti por dicha fuerza pública, considerando atenuantes como irreprochable conducta anterior o con argumentos de jueces rayanos en la declaración política.

Como si todo este embrollo hermenéutico fuera poco, merced a los fallos protocolares en los que tropiezan policías de primera línea en el enfrentamiento con los violentistas -dado que los DD.HH. se entienden como destinados a proteger al ciudadano común ante el poder del Estado- el Gobierno ha debido responder de su gestión no solo ante el propio Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), sino también ante organizaciones internacionales, debiendo acatar exigencias que, producto de los serios problemas denunciados, han terminado por limitar con rigurosa severidad las herramientas con que la “fuerza” del Estado puede reaccionar frente a quienes desafían sus reglas. Como consecuencia, son triviales los videos en redes sociales en los cuales destacamentos de Carabineros se declaran superados por los centenares de alborotadores que queman y destruyen, procediendo a retirarse del lugar de los hechos.

Entonces, cuánto más podrá soportar una democracia empujada al desorden permanente por unos cientos de audaces que en diversas ciudades copan espacios públicos, quebrantando de modo impune e irrefrenable las libertades y derechos de miles de personas que ven cómo estos grupos de jóvenes inadaptados saquean, queman y destruyen patrimonio construido con esfuerzo, sin que el gobierno, sus orgánicas y estructuras pertinentes, puedan reaccionar eficazmente ante la amenaza permanente de que la defensa del orden social usando la «fuerza», sea estimada -nacional y externamente- como atentatoria contra los derechos a manifestarse, a reunión, o a expresarse, y que, por consiguiente, una gestión ejecutiva efectiva termine atenazada por el ultimátum de procesamientos de las autoridades en tribunales nacionales o internacionales.

Cuánto más resistirá a las presiones que emergen desde distintos frentes, incluso desde el propio Estado, y de una oposición partidista cuyos objetivos, aunque declaradamente distintos, convergen o hacia la total rendición del Gobierno al que se persigue implacablemente vía acusaciones e interpelaciones sucesivas para conseguir una forzada materialización de políticas sociales y económicas que no concuerdan ni con sus ideas ni propuestas programáticas, o en la dimisión de quien ejerce la responsabilidad de sostener el Estado de Derecho desde la Primera Magistratura.

Con todo, la fuerza inercial de la actual estructura institucional chilena -que es la que explica buena parte de los éxitos alcanzados por el país en los últimos 30 años- ha tenido hasta ahora una resiliencia notable que, junto con soportar los diversos cambios coyunturales de políticas sociales y económicas de sus variados gobiernos, sosteniendo, al mismo tiempo, pilares básicos del sistema, ha hecho afirmar a algunos sectores que el Gobierno estaría jugando a “la teoría del desgaste” del flujo natural del movimiento de protesta iniciado el 18 de octubre, de modo de no responder a las demandas.

No se entiende -o no se quiere entender- que un Gobierno de centro derecha tiene políticas y métodos distintos para conseguir parecidos propósitos sociales a los que la izquierda proclama, aunque con una base ontológica y valórica distinta, basada en la libertad e iniciativa de las personas y no necesariamente a través del Estado. No se trata, pues, de estar sordo a los reclamos opositores, sino simplemente de no compartir las ideas y propuestas planteadas que, desde la perspectiva del Gobierno, no sólo no ayudan a resolver las demandas, sino que más bien empeoran las posibilidades de hacerlo. La pretensión de co-gobernar desde el parlamento ha sido, en el pasado, origen de cruentas luchas fratricidas. Por eso, el Ejecutivo conduce y el Congreso legisla y fiscaliza.

Contrario a los Estados centralmente planificados, un Estado de Derecho democrático liberal es neutral en materia de los métodos y miradas ideológicas que sostienen los  diversos grupos de derecha, centro o izquierda en competencia por el poder decisional público. De allí que posibilite la participación política de cualquier conjunto ciudadano y de sus ideas para conducir social y económicamente a la República, adquiriendo el derecho democrático a hacerlo al ganar las respectivas elecciones periódicas y transparentes, aunque a condición de que todos respeten los principios y normas que lo fundan, entre los cuales la centralidad del valor que se otorga a la persona humana como centro de su acción es clave, pues su sustancia se entiende anterior al Estado, razón por la que es éste quien está al servicio de la persona y no al revés, como tienden, empero, a pregonar los totalitarismos de izquierda.

El Estado de Derecho había funcionado hasta ahora sin grandes conmociones y en el proceso de alternancia en el poder Ejecutivo de los últimos 30 años, tanto la centro derecha como la centro izquierda habían aportado con sus votos, desde sus respectivas oposiciones, a la búsqueda leal de soluciones compartidas, aun cuando muchas de ellas pudieran haber zaherido ciertos valores y convicciones de cada sector.

Asimismo, y no obstante malos ejemplos anteriores derivados de excesos de poder fáctico, el Estado ha sostenido, a contar de aquello, cierta rigurosidad en una división de poderes que garantiza a sus ciudadanos razonable protección ante eventuales abusos del poder político público y/o privado, y, como hemos visto hasta ahora, parte de quienes han cometido ilícitos en este anormal lapso, se encuentran enfrentados a las consecuencias de sus transgresiones, al tiempo que, en el poder Legislativo, a pesar de todo, los sectores democráticos avanzan en soluciones posibles a las demandas expresadas por los mayoritarios manifestantes pacíficos.

Queda aún, sin embargo, el desafío de enfrentar a las fuerzas de la violencia que siguen sosteniendo su ataque inmisericorde contra la estructura democrática, muchas veces escudados en las legítimas demandas que hoy procesa el Congreso; y justificados ideológicamente en esa escasa legitimidad que las encuestas que muestran la pérdida de adhesión del Gobierno, presentan también respecto de los representantes de la ciudadanía en la Cámara y Senado.

La pregunta pertinente es, pues, si quienes han seguido sacudiendo temerariamente la cada vez más debilitada armazón democrática desde el propio Congreso, partidos políticos, movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales, instituciones públicas y hasta desde el poder Judicial, creen realmente que, en el evento de éxito de sus metas, la posición que hoy ostentan será honrada por los grupos que implantan por estos días su régimen de furia en las calles.

Si así fuera, no debieran olvidar las agresiones e indignidades a las que han sido sometidos incluso destacados representantes de la izquierda por parte de bandas anómicas, y que, si tuvieran que reinstalar la indispensable armonía que exige el buen gobierno, seguramente, deberán recurrir a los instrumentos de fuerza que el Estado legítimamente ostenta para defender su forma democrática y libertaria.

No sea que, para recomponer de ese orden que cada vez más mayoritariamente exige una ciudadanía agotada de la anormalidad, se termine confluyendo en la perversa lógica de última ratio de una dictadura que, logrado el quiebre de la resistencia de la democracia liberal, se instale dirigida por grupos para quienes los derechos humanos del individuo están siempre por debajo de los intereses colectivos del Estado. (NP)

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