Editorial NP: Planificación e improvisación en política

Editorial NP: Planificación e improvisación en política

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Las democracias liberales suelen observar períodos de aparente caos manifestados en un cierto desorden público que se expresa en manifestaciones, actos y marchas callejeras, polémicas a todo pulmón al interior y entre sus instituciones, algarabía en medios y redes sociales que se unen al coro del alboroto, muchas veces con un lenguaje destemplado y emotivo que obscurece las razones sustantivas de los incordios que han dado origen a la algazara. Todo esto suscita un estado de ánimo enervado que, unido a las naturales controversias que cada quien debe abordar en sus habituales día a día, simula un estado de confusión que suele interpretarse como preludio de la hecatombe.

Pero, qué duda cabe que las sociedades libres presentan en su desenvolvimiento, de modo natural, un semblante de improvisación y desbarajuste aparentemente mayor que aquellas bajo el dominio de regímenes dirigistas o dictatoriales, desarreglos que, por lo demás, son resultado de esa misma libertad; una libertad que, entregada al arbitrio de los planes vitales de cada quien, es, en democracia, respetada y protegida por el Estado, aunque cuidando, con justicia, que aquellos no limiten los de otros.

Y es que son sociedades que practican la libertad en toda su lábil estructura, cubriendo desde las propias decisiones personales, hasta las que adoptan en derecho sus grupos intermedios e instituciones formales, bajo los sanos principios de que los ciudadanos podrán construir sus propias vidas y proyectos, sin más limitaciones que las que se ha autoimpuesto la sociedad en la que coexisten bajo la férula de las leyes; y que sus instituciones constitutivas no pueden hacer nada que no esté expresamente autorizado en su normativa fundante, de modo de evitar que las múltiples y naturales interpretaciones que cada quien puede legítimamente hacer de aquellas, no provoque en la orgánica del aparato rector de la República un real desorden de hermenéuticas que haga imposible su gestión.

Así las cosas, en esas sociedades cada cual se esfuerza y trabaja para convertir sus sueños y propósitos vitales en realidades tangibles -algunos con mayor éxito que otros- sin más barreras que las que emergen de las propias habilidades y de las fronteras que imponen las leyes como única exigencia de un Estado que siempre debe buscar ampliar esos espacios de libertad y no reducirlos, interviniendo, empero, cuando la colisión de derechos entre sus ciudadanos amenaza con derivar en violencia y, mediante la interpretación de leyes que sus jueces realizan según su leal saber y entender, buscando resolver pacíficamente las naturales controversias.

Por cierto, las muchas personas, familias o grupos ciudadanos que coexisten en estas sociedades, tienen, a su turno, múltiples visiones del mundo y variadas expresiones de cómo, dónde y cuándo encontrarán su propia felicidad y confort, hecho que complejiza los grandes acuerdos de masas o la instalación de ideologías salvadoras totalizantes, puesto que además no hay en ellas poderes formales que obliguen o determinen las conductas cuando aquellas no trasgreden el acuerdo social vigente. Su orden connatural, es pues, más parecido al aparentemente caótico y febril crecimiento y desarrollo de los bosques nativos, que a la silenciosa y árida paz de los bosques artificiales, en los que su igualdad genética achata toda diversidad coexistente que abra nuevas rutas a la vida.

Es decir, los conflictos y choques de intereses, visiones, sueños, necesidades, proyectos de millones interactuando en la habitualidad, aparentan un amenazante caos que tensiona y estresa, pero que, mirado con mayor profundidad, refleja la enorme vitalidad de las sociedades libres, en las que cada ciudadano, impulsado a crear sus propios nichos de confort según sus medios y talentos, tensiona su entorno para realizar sus proyectos, bregando, exigiendo y protegiendo con vigor los bienes conseguidos con esfuerzo, pero, al mismo tiempo, creciendo y desarrollándose como persona y ciudadano consciente. Tal conducta es la que asegura un progreso que no deviene de decisiones de élites iluminadas, sino de las fuerzas y empeños que cada cual porta, independientes y autónomos de un Estado que, por mucho pretender proteger e igualar, infantiliza a ciudadanos que quedan sujetos a un clientelismo que aplasta toda creatividad.

Es cierto. En ese proceso muchos sufren las consecuencias de la libertad, la que, por obvias razones, desiguala y enerva. Elites vencedoras -cualesquiera sean las causas que expliquen su éxito- sin el tino y la prudencia para aquilatar el efecto en violencia que tal desigualdad estimula, enfrentan, más temprano que tarde, las consecuencias de sus decisiones, con procesos que, irremediablemente, terminan restándoles grados de libertad, pues los poderes difícilmente se consolidan como únicos y universales, tendiendo, en tales casos, unos a sostener la estructura instalada y otros a empatizar con los indignados y, por consiguiente, verse obligados, en algún momento, a renegociar las normas de convivencia que regían el anterior acuerdo social.

Pero este progresivo modo de desarrollo y crecimiento negociado -que no el revolucionario con toda su violencia implícita- es solo posible en sociedades libres -pocas dictaduras negocian su recambio-en las que la racionalidad de hombres libres, que libremente se han unido en una tarea común, actúa como el faro de sus decisiones, debiendo, para aquello, practicar constantemente la contención de los impulsos biológicos de supervivencia que suelen invadir a las personas en momentos de crisis y que, cuando no son domeñados, arrastran a las naciones a sus peores catástrofes.

Desde luego, en un entorno de progreso negociado, la improvisación y el aprovechamiento de oportunidades es parte constitutiva del juego de la libertad y, en materia política, un modelo de decisiones que se ajusta perfectamente a la inevitable incertidumbre que emerge de su práctica, en la medida que no existe modo científico alguno que permita prever el comportamiento aleatorio de millones de personas adoptando sus propias decisiones políticas, sociales, económicas o culturales, en un marco que más se parece al comportamiento de la física de partículas, que al de la física normal.

Es cierto que tales características no deberían impedir la expresión de voluntad que implica construir sueños propios, intentando planificar a largo plazo los objetivos que cada uno busca, o que la misma sociedad de libertades vaya acordando paulatina, libre y civilizadamente. Pero no debería extrañar que dicha planificación -entendida en política como los programas de Gobierno que los diversos grupos sociales buscan poner en práctica en las democracias-, aún con los más modernos instrumentos de predicción y gestión, tengan en su desarrollo cientos, sino miles de sorpresas o “cisnes negros” que deben ser abordados con oportunidad e inteligencia de manera de mantener el norte deseado.

Un comportamiento político adecuado a las azarosas circunstancias que caracterizan a las sociedades libres -pero de las cuales tampoco escapan sociedades dirigistas, en especial en un mundo globalizado económica, política y culturalmente- implica, pues, tanto el aporte guía de la gran propuesta programática como objetivo estratégico a conseguir, como de las improvisaciones y adecuaciones oportunas del timón necesarias a la hora de enfrentar el embate de vientos y tempestades no predichas en el diseño de la ruta original.

No hay en ello desorden ni caos alguno que no sea el de la interpretación de quienes, viviendo aún en el marco teórico de una concepción industrial mecánica y newtoniana de las sociedades, ven al mundo como una “gran maquinaria” -de la que no se esperan grados de libertad que no sean aquellos para los que fue diseñada y, por tanto, predecible-, más que, como dijera Eddington comentando la teoría de la relatividad, como un “gran pensamiento”, con todo el caos aparente de las ideas, pero que, en definitiva, no son más que los permanente ajustes universales de la naturaleza en su interminable proceso de desarrollo en el espacio-tiempo. (NP)

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