Editorial NP: Partidos, independientes y democracia

Editorial NP: Partidos, independientes y democracia

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Se apruebe o rechace la propuesta de nueva constitución que redacta la Convención Constitucional, su trabajo normativo ha puesto de relieve una serie de temas controversiales en materia de ajustes, reequilibrios de poder y representatividad pendientes en la sociedad chilena.

Varios de ellos han quedado expresos en el proceso de elaboración de la nueva carta y, muy seguramente, trascenderán al próximo fin de la gestión constituyente, para integrarse a las negociaciones que, de allí en adelante, quedarán en manos del Congreso actual, o del que se elija con motivo de las normas transitorias que podrían poner término a los mandatos de instituciones que están siendo profundamente transformadas y que, de acuerdo a la reforma constitucional que rige el actual proceso, pudieran, por ello, quedar sujetas a elecciones de nuevos representantes.

Entre tales reingenierías destaca la reclamación de algunos colectivos de la Convención de igualar a los representantes independientes con los provenientes de los partidos políticos, proponiéndose habilitar constitucionalmente la posibilidad de listas independientes a nivel regional que puedan competir en la Cámara de las Regiones, así como en las distritales para el Congreso de Diputadas y Diputados.

Como se sabe, el origen de la controversia se encuentra en un artículo despachado por la Comisión de Sistema Político al pleno, el que señalaba que “La Constitución protege el derecho de todas las personas a participar en organizaciones políticas y a postular a cargos de elección popular a través de ellas o como independientes”, al tiempo que se garantizaba “la plena igualdad a independientes y miembros de organizaciones políticas, tanto en la presentación de candidaturas como en su participación de procesos electorales”, añadiéndose la fórmula jurídica que indica que “La ley regulará las condiciones del ejercicio de este derecho”.

Este artículo propuesto en la Comisión de Sistema Político, empero, fue rechazado en su oportunidad por el pleno, razón por la que sus partidarios, dado que los plazos de dicha Comisión ya estaban vencidos y no había posibilidad de reponer normas o incisos en ella, utilizaron las indicaciones de la Comisión de Sistemas de Justicia -que cerró su plazo el pasado viernes pasado a las 23.59- para insistir con la plena igualdad de independientes, partidos y organizaciones políticas en materias relativas al Servicio Electoral, cuestión que se votó ayer domingo y que será llevada al pleno el viernes próximo.

La argucia fue ácidamente criticada por quienes estiman que la propuesta debilita a los partidos políticos, “al igual que la Constitución de 1980” señalan, al tiempo que, según denunciaron sus opositores, los artículos presentados replican textualmente normas correspondientes a otras comisiones que ya fueron descartadas definitivamente del debate y borrador constitucional por la mayoría del pleno.

Más allá de cómo se estructuró la competencia entre los colectivos que bregan por la citada igualdad de independientes, partidos u organizaciones políticas y quienes se oponen a ella prefiriendo fortalecer el sistema partitocrático, lo cierto es que, dada la composición de la Convención Constitucional -elegida en el momento de peor reputación de los partidos- era esperable que la batalla por dicha igualdad fuera sin tregua, pues, por un lado, la propia Convención es resultado de una amplia apertura de las elites partidistas hacia representantes independientes -de quienes la ciudadanía supuso un comportamiento ético superior al de los militantes de partidos-, y por otro, del choque presente y futuro entre modelos distintos de democracia “representativa”, habida consideración los profundos cambios sociales, económicos, políticos y culturales que el país y el mundo ha experimentado en las últimas décadas.

En efecto, las alineaciones para la lucha por el poder político social tienen una tradición tan larga como la propia historia del hombre, partiendo desde las divisiones de bandos suscitadas por los quiebres de liderazgos familiares, tribales o de clanes que se observan desde el período cazador-recolector y pre agrícola de la humanidad, hasta el lapso agro excedentario comercial e industrial nacional y/o global, con sus respectivos momentos de aglutinamiento de corte monárquico e imperial -lapso en que se instalaron los conceptos de a la “izquierda” y “derecha” del rey-; los de digresión territorial feudal autárquica y la posterior instauración de repúblicas democrático-nacionales, de corte liberal, autoritarias, iliberales o populares.

En ese diverso conjunto histórico de formas posibles de organización del poder político, sus “big bang” y “big crunch” en injerencia y representatividad popular ha oscilado, sistemáticamente, entre gobiernos “de pocos” (monarquías, aristocracias, plutocracias) que tienden a la aglomeración, concentración de la propiedad y poder, unificación en torno a la elite, igualación de sus súbditos en el vasallaje y expansión territorial; y/o el “de muchos” (democracias) apuntadas a una mayor libertad y dispersión del poder, expansión de la propiedad, igualación de derechos, unidad nacional y consolidación territorial, en un tándem que, para efectos del análisis, pareciera ubicar la coyuntura actual del país en un punto axial de retroceso hacia un autoritarismo o iliberalismo de “izquierdas” (o eventualmente de “derechas”) o la consolidación y profundización democrática liberal, ambos, por cierto, con sus propias amenazas y oportunidades.

Desde tal perspectiva, y sin considerar aún los efectos limitantes que pudieran instalar las normas que se adopten respecto del sistema electoral, una nueva estructura política fundamentada en una lógica de partidos más fuertes (con más poder), con ciertas ventajas monopólicas en su definición jurídica, que restrinjan la participación y competencia de otras orgánicas debidamente normadas, con similares exigencias legales y socialmente aceptadas y cuyos propósitos expresos sean de representación de la diversidad y multiplicidad de nuevos y viejos intereses invisibilizados pero surgidos al calor de libertades ampliadas, pareciera que la propuesta concentradora no contribuiría a una manifestación más fluida y clara de los infinitos objetivos que las sociedades libres y con poderes menos condensados permiten a sus partícipes.

Por cierto, así como el límite del propio derecho y poder está en ese punto en el que sus expresiones afecten el derecho y poder de otros, la frontera de las libertades llega hasta donde las propias agreden las de los demás, generando, como consecuencia, caos y violencia. De allí que en momentos de expansión de libertades surjan amenazas significativas para una más armónica vinculación social si es que, además, en los esfuerzos por construir estructuras más libres e igualitarias de órganos competidores de los partidos, se apuntara a ahogarlos y en su acción se les impidiera integrarse, renovados y con nuevos métodos de gestión, al proceso de modernización, por un lado; y por otro, que la emergente diversidad no solo busque aplastar a los partidos tradicionales, sino que destruir las bases del modelo de relaciones sociales libres que la democracia, en lo político; y el mercado, en lo económico, han posibilitado. Es decir, si el cambio de los ejes de poder político que involucra la más amplia participación ciudadana tiene como propósito la instalación de otra estructura en la que lo que cambia es solo quienes monopolizan el poder político, tal modificación no solo es tramposa, sino irrelevante para el conjunto social que, nuevamente, no sentirán representados sus intereses en esas nuevas elites conductoras.

De ese modo, en el dilema de la igualación de competencias electorales entre los partidos políticos y los demás grupos sociales e individuos independientes interesados en acceder a la representación de la diversidad que compone una sociedad libre en el poder del Estado democrático y de derecho no pareciera responderse argumentando sobre la mayor o menos compleja gobernanza que la más extendida variedad de grupos y partidos importa, sino de cuánto y cómo ese desamarre de una pluralidad emergente ayuda a impulsar una más profunda maduración democrática de los ciudadanos, posibilitados de competir con sus propios emprendimientos políticos, tanto para efectos de nuevos liderazgos, como para la exploración de las emergentes e infinitas ofertas y demandas sociales, culturales, políticas y económicas que dichas iniciativas permiten florecer.

Es cierto, es más simple gobernar con bipartidismo que con 27 colectividades. Por lo demás, los partidos políticos de raíz democrático industrial cuentan con una propuesta ideológica holística que tiende a abarcar el conjunto de los intereses de las personas, en una suerte de particular y ordenada “visión de mundo” que facilita el reconocimiento de sus propósitos y métodos para concebir y gestionar el poder político, lo que no ocurre, muchas veces, con movimientos de objetivo único o identitarios, no obstante que aquella densidad de ideas más totalizantes sea resultado de un período de la historia en el que los partidos se organizaron con miras a la edificación de sociedades ideales que disputaban valores y principios antagónicos, en las que casi todas las actividades humanas estuvieron puestas en modo de rediseño, desde las formas de relacionarse para producir bienes y servicios, hasta cómo organizar la familia, entidades intermedias, el arte y la cultura. Pero la actual acumulación de nuevo conocimiento científico y tecnológico, la acelerada innovación, las amplias convergencias en la democracia, libertades y derechos humanos, así como la validación universal del intercambio en mercados globales y de enorme movilidad humana, tales proyectos ya no parecen practicables.

Con el comienzo del fin de la era industrial y del uso de energías fósiles y el inicio de la sociedad de la información y sus nuevas fuentes de energías limpias, la consolidación de la democracia como forma de Gobierno (en sus diversas expresiones); del Estado de Derecho, como organización jurídica propia; y del intercambio mundial de bienes y servicios a través de un mercado global y abierto, las nuevas tecnologías de las comunicaciones han desintermediado bruscamente el vínculo entre ciudadanía y elites, haciendo reemplazable al partido en sus relaciones privilegiadas con el concejal, diputado, senador o ministro y dejando al ciudadano a un click de distancia, gracias a los mensajes directos vía redes a sus representantes políticos que aquellas posibilitan.

Esa misma dinámica ha alejado a los liderazgos políticos de sus vínculos más personalizados y presenciales con las militancias y simpatizantes -indispensables en el siglo XX- incentivando aún más su oligarquización, convocados como están en una lucha de negociaciones políticas y económicas en un sistema democrático y de mercado que obliga a concentrarse en su compleja tarea y, muchas veces, dando lugar a ciertos momentos de descomposición ética de naturaleza diversa a la que, años antes, se denunciaban por “traiciones” a las ideas de sociedad perfecta que el militante del partido guiado por esa particular concepción del mundo mostraba con orgullo. Distanciada así la relación directa entre partido y ciudadano, develadas ciertas prácticas corruptas de su quehacer y “cocina” y abiertos nuevos canales de participación y expresión, el partido en su versión industrial decae y comienza a ser reemplazado por movimientos “single issue”, identitarios o representantes de nuevas demandas que hicieron su debut masivo en los primeros años del presente siglo, penetrando principalmente a las generaciones “millenials” y “centennials”.

Así, las cosas, el corolario de la argumentación diverge de la idea de que cuando se fortalece a los partidos, poniendo trabas a la participación de otros grupos de interés, movimientos o individuos independientes, se quiere conseguir un sistema político más estable, destinado a participar de una estructura de poderes adecuada a los enormes desafíos de una nación en las puertas del desarrollo y que, merced a la mayor gobernabilidad, asegura estabilidad y progreso; y más bien, apunta a responder la pregunta, aún más pertinente, de cómo las determinaciones que se adopten en esa arquitectura político social colaboran o no a una estrategia de largo plazo que permita el surgimiento y crecimiento de un tipo de ciudadano más capaz, participativo y estimulado que, no obstante el gobierno circunstancial por el que el país pase, pueda encarar los desafíos con las competencias y habilidades que le otorguen la mayor seguridad para enfrentarlos exitosamente, gracias al mayor empoderamiento de una ciudadanía más consciente, participativa y libre.

Por cierto, un ciudadano más libre y consciente de sus libertades y derechos conforma un tipo de gobernabilidad más difícil, ruda y compleja, como, por lo demás, ya debiera estar comenzando a percibirlo el actual Gobierno, luego que varios de sus propios integrantes, haciendo uso de similares derechos y libertades -e incluso libertinaje- posibilitadas por una democracia liberal y Estado de Derecho en régimen, alcanzaran el poder político Ejecutivo, la conducción de diversos territorios locales y curules parlamentarios y convencionales desde los cuales tienen hoy la responsabilidad de dibujar y conducir los destinos de Chile hacia mejores destinos, gracias a su trabajo político en las bases.

Penoso sería, pues, que desde el actual rol gobernante de esos nuevos partidos y movimientos, que se supone representan valores y principios democráticos compatibles con una sociedad más libre y justa, sitos de cara al amanecer de un nueva era de desarrollo científico y tecnológico sin parangón en la historia humana y ya no en la cómoda oposición desde la que, por cierto, se puede exigir lo imposible, emerjan tentaciones iliberales de aglutinar, en vez de distribuir poder político y social; de concentrar poder económico en el Estado, en vez de diseminarlo en la ciudadanía; de poner bridas al caballo bravío de ciudadanos que valoran una libertad duramente conseguida para construir sus propios sueños y surjan así, en sus prácticas legislativas, convencional o ejecutiva, nacional o local, normas y leyes tendientes a la concentración de poder político en nuevas o antiguas elites estatales; o económico, a través de la exacción fiscal tributaria o francamente expropiatoria del esfuerzo de millones de chilenos cuyo trabajo y ahorro, por lo demás, es el que ha hecho posible el surgimiento de las demandas que hoy se pueden plantear. Las señales dadas hasta ahora, infausta y tempranamente, empero, parecen apuntar en la mala dirección. (NP)

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