Editorial NP: Pandemia, demagogia y responsabilidad política

Editorial NP: Pandemia, demagogia y responsabilidad política

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Parecería innecesario, pero no lo es, recordar que los recursos con que cuenta el Estado provienen en alrededor del 80% de impuestos directos (a la renta de empresas y personas) e indirectos (IVA, impuestos específicos y otros) que paga la ciudadanía que produce, sea mediante la realización de un trabajo, o a través del ahorro, inversiones y emprendimientos que generan mayor valor en bienes y servicios.

Una cantidad menor procede de utilidades que forman algunas empresas estatales, varias de las cuales, empero, son deficitarias y, al revés, requieren de recursos fiscales para seguir funcionando. Otro tanto proviene del endeudamiento, el que, sin embargo, debe pagarse en algún momento para mantener el crédito internacional de quienes han ahorrado y los prestan a quienes lo requieren, a una tasa de interés que será mayor o menor, según sea el riesgo país de que se trate.

A mayor abundamiento, del total de ingresos tributarios que tiene el Estado, casi el 50% procede del Impuesto al Valor Agregado (IVA), un tributo que corresponde al 19% de lo que pagan todos los chilenos cuando realizan alguna compra, imponiendo una igualdad forzada que solo diferencia al contribuyente por el monto de lo que consume. De allí que, técnicamente, se le considere regresivo, en la medida que no distingue la capacidad de ingresos de quien lo paga.

Es decir, cuando se habla de redistribuir, lo que se está diciendo, en realidad, es que el Estado cobre coercitivamente impuestos a personas y empresas, obligándolos legalmente, y luego de recaudados los reparta entre los ciudadanos beneficiarios de dicha redistribución y en el funcionamiento del propio Estado.

De allí que, por lo general, la actividad redistributiva en democracia se efectúa con cierta ética política que apunta a subsidiar prioritariamente los ingresos de quienes no alcanzan a solventar sus necesidades básicas, solidarizando así con el sufrimiento de aquellos que, por diversas razones, no generan los recursos suficientes para tales efectos, en el entendido que el resto consigue autofinanciarse, con la sola condición de que el propio Estado no estrangule sus potencialidades e iniciativas mediante un exceso de normas burocráticas o tributos expropiatorios.

Luego, quienes generan los recursos para el Estado -y que los gobiernos de turno administran- son los trabajadores y empresas que producen los bienes y servicios que probarán suerte en aceptación y consumo en los mercados y serán premiados o no con su demanda, pagando por el bien o servicio prestado, más impuestos.

Quienes tienen la peligrosa facultad democrático-imperativa de realizar esa redistribución es la clase política instalada en el Ejecutivo y el Congreso, estamento cuyo “capital” para sostener su poder social es la adhesión que logran generar en la ciudadanía que los elige, votando por ellos. De allí que en política democrática siempre haya interés en tener acceso a recursos que les permitan liderar algún tipo de redistribución que mejore sus posibilidades de alcanzar más simpatía ciudadana y, por consiguiente, sufragios. En Chile, por mandato constitucional, el Congreso no tiene acceso a realizar, por sí y ante si, gasto fiscal, facultad que está radicada en el Ejecutivo.

Como hemos visto, los recursos a redistribuir no son, pues, dineros propios o generados por la clase política, sino recursos que el Estado ha recogido desde los ciudadanos y cuyos múltiples usos van desde obras públicas hasta la mantención de la seguridad nacional e interna del país, es decir, que viabilizan la estabilidad y funcionamiento de la república y la democracia.

Los trabajadores y empresas que conviven en sociedades libres deben, por consiguiente, realizar ingentes esfuerzos para, junto con pagar sus impuestos–que significan alrededor de tres meses de trabajo al año- generar recursos para su propia supervivencia, pago de deudas y ahorro para contingencias o la vejez, aun en circunstancias en las que, dada la productividad nacional y la apertura al comercio mundial, consigue sueldos promedio comparativamente bajos e insuficientes, situación que hace estimar que alrededor del 80% de las familias viven en condición de vulnerabilidad ante cualquier problema. De allí, probablemente, que la evasión tributaria se eleve a alrededor de un 20% y el trabajo informal supere el 30%. También se explica un reciente informe del Consejo para la Transparencia según el cual el 88% de las personas estima que su relación con el aparato estatal es distante, 82% de mal trato y 82% de discriminación.

La pandemia, cuyos efectos sociales, económicos y en salud ya se extienden por más de un año, ha sido uno de esas contingencias que ha hecho retroceder la capacidad productiva de bienes y servicios de los chilenos en varios miles de millones de dólares, empobreciendo a centenares de miles de familias que no pueden seguir produciendo sus propios recursos, formal o informalmente, debido a las cuarentenas obligatorias dispuestas por el propio Estado.

El Gobierno de turno, por su parte, ha intentado enfrentar el impacto productivo de la inactividad forzada mediante planes de apoyo subsidiario a los sectores más vulnerables, cuyo total de ayudas suma alrededor de US$ 18 mil millones, pero que su oposición considera -como es obvio- insuficientes para resolver la debacle, y es probable que así sea. Aunque, si se considera que el Presupuesto Nacional anual que permite el funcionamiento de la república y que alcanza a los US$72 mil millones, la cifra sea nada despreciable, en el entendido que ha sido recogida de ahorros y reasignaciones internas de otros gastos estatales, así como mediante aumento en la deuda fiscal.

Por lo demás, estudios realizados por centros de investigación privados y universitarios muestran que, en la actualidad, el Estado realiza gastos en 687 programas sociales y no sociales, de los cuales más de 43% no cumple con una correcta focalización y tienen inadecuado impacto real en la situación de vida de los supuestos beneficiarios de aquellos. Si la clase política se abocara a su revisión y reasignara esos recursos, los análisis estiman que se podría hacer un uso más eficiente por una suma superior a los US$ 5 mil millones anuales. Pero sobre el tema no hay discusión parlamentaria.

Por su parte, un par de precandidatas presidenciales de oposición han propuesto que el Estado fije una Renta Mensual Universal de $600 mil por familia hasta diciembre de 2021. Un académico de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez estimó dicho gasto entre US$ 35 mil millones y US$ 40 mil millones, es decir, alrededor del 50% del Presupuesto Nacional o el doble de la fortuna del Grupo Luksic. O mejor, equivalente a todos los recursos que los afiliados a las AFP han retirado de sus fondos previsionales hasta ahora y que amenaza con elevarse a los US$ 55 mil millones con el tercer retiro.

Como es lógico, la clase política, casi horizontalmente -aunque con algunas excepciones- ha salido a promover y exigir la validación legal de esos retiros con ímpetu propio de mejor causa, en la medida que ha detectado que una gran mayoría de los cotizantes quiere esos dineros ahorrados forzadamente, más cerca suyo, ante el evento que la pandemia le siga impidiendo producir nuevos recursos por más tiempo o, eventualmente, utilizarlos para realizar sus propios proyectos, aun corriendo el riesgo de tener que recurrir en el futuro a una jubilación social provista por el Estado.

Como se sabe, de los 10,5 millones de cotizantes, ya están en esa situación más de 3 millones y con el tercer retiro aumentarían a más de 5 millones. Matemáticamente, si 5 millones de chilenos sin ahorros previsionales quedaran adscritos al Pilar Solidario y a cada uno de ellos la clase política asignara legalmente una pensión básica mínima de 300 mil pesos -similar al pobre promedio actual de las AFP- el Estado quedará comprometido a una recaudación obligada de unos US$ 25 mil millones anuales para cumplir con la promesa. Y, por cierto, aquello implicará subir los impuestos a personas y empresas, es decir, colocar un mayor peso tributario sobre los contribuyentes; y a las empresas, mayores costos frente a sus competidores externos.

La pandemia ha cambiado el escenario de poder en el mundo y ha trasladado el peso de la prueba hacia la clase política y los Estados. Dichas instituciones y estamentos son quienes deberán, racionalmente y cuidando la democracia y sus libertades, dar soluciones inteligentes a la debacle que ha suscitado en el orbe el Covid 19, porque para enfrentar su impacto global, las soluciones privadas han sido insuficientes.

Las fórmulas no son simples. Implican ingeniería de costos y gastos muy delicados e inestables en la estructura estatal y fiscal, así como en la gestión de una economía en la que el 80% del PIB lo generan hoy compañías privadas. Implica repensar la estructura tributaria y establecer una reforma viable que allegue más recursos al Estado, pero que no desestimule la creatividad y acción de los ciudadanos que emprenden.

De allí que desgastarse en una brava lucha por facilitar el uso legal de recursos de pensiones de los trabajadores sea un pobre juego con dado cargado, no obstante que la ciudadanía tenga muy claro que en ese “épico” proceso solo le está permitiendo acceder a su propio esfuerzo de ahorro: no hay en ello solidaridad alguna de la clase política, al tiempo que oficialismo y oposición resultan opacados cuando el Estado -que ellos mismos operan- aporta menos a la superación de la crisis que la propia ciudadanía autosuficiente y autónoma.

La infausta polémica sobre el tercer retiro de ahorros previsionales es, pues, indiciaria de la profunda crisis de los liderazgos políticos actuales y de su poca densidad de análisis y profundidad de campo. Lo que la pandemia exige es realismo, grandeza, conocimiento y unidad en la lucha contra el enemigo común, así como seriedad, solidaridad y compromiso, tanto de la clase política como del Estado y los productores privados de mayor peso, de manera de ir buscando leal y conjuntamente las vías para retornar al trabajo y a la producción de mayor valor y recursos para encarar los duros años que vienen, recuperar lo perdido y avanzar hacia un mejor país y superior democracia.

Una sociedad civil adulta esperaría de sus liderazgos políticos una actitud consistente con la amenaza sanitaria y económica que se cierne y extiende, confiando en que estén a la altura de esos desafíos, disponiéndose a los acuerdos, despreciando demagogias y denunciando promesas incumplibles, más propias de ignorancias juveniles y narcisismos que desvaloran a los ciudadanos, que de dirigentes políticos democráticos maduros. (NP)

 

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