Editorial NP: Pacto social para el nuevo Chile

Editorial NP: Pacto social para el nuevo Chile

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La práctica de la política u “orden de la ciudad” sin sustento ontológico no es más que un negocio -negación del ocio- o entretenimiento que pueden llevar a cabo quienes cuentan con el tiempo y/o los recursos requeridos al efecto. Como es ostensible, la mayor parte de las personas en una sociedad democrática liberal y de mercado solo cuenta con el tiempo y recursos suficientes para la práctica de la economía u “orden de la casa”, que es la que se lleva casi el total de sus energías y, a través de la cual, espera que, en su representación, las dirigencias políticas electas respondan adecuadamente a los compromisos adquiridos en época de comicios.

Para mayor pesar de esa ciudadanía sufragante, las consecuencias de un quehacer político sin claro sustento ético son siempre imprevisibles, en la medida que el propósito último de ese tipo de gestión nunca es realmente explícito (no puede serlo, pues la transparencia es enemiga de la amoralidad) y su punto de llegada es ignorado, tanto por el propio político que navega sin rumbo fijo, como por sus representados, por lo general muchos de ellos también de tan corta vista ética como sus liderazgos.

Es decir, la política, en tanto método para el orden de un conjunto humano más amplio que la familia -cuyo guion de comportamiento se funda en el afecto y reduce su normativa a una conducta regida por el amor filial- importa un relato que obliga a organizar valores y conductas asociados a un determinado objetivo que, por lo general, es la mantención del propio orden entre los grupos de poder que cohabitan la ciudad y la minimización de la violencia como forma de resolución de conflictos, sosteniendo, para esos efectos, un conjunto de costumbres o “mores” que definen históricamente los niveles de equidad y grados de libertad mínimos adecuados y aceptables por los ciudadanos, sin los cuales la armonía de esos vínculos de poder se rompe, dando paso a la guerra.

Desde esa perspectiva, la política es casi una forma de religión (re-ligare) o asociación laica, cuyos mandamientos morales, contrario sensu a los de las religiones propiamente tal, que son dictados por Dios, se adoptan y organizan con arreglo a humanos acuerdos concebidos por el sentido común y las tradiciones culturales de los concurrentes a dicha colectividad, cuyo interés declarado es el comando del conjunto social, con miras a conseguir objetivos morales, materiales y sociales expresados en la carta de principios y propuestas de organización política que le han dado existencia.

Una actividad política sin esta sustancia ética que trascienda y vincule lo estratégico con los quehaceres tácticos de lo cotidiano, no satisface el alma de quienes, de buena fe, se integran a su quehacer por razones de servicio o sincero deseo de aportar soluciones a los miles de problemas de toda naturaleza que aquejan a los países. “Estamos acarreando piedras” o “estamos construyendo una catedral” hacen la diferencia en la descripción de una misma acción que se entiende en el largo plazo merced a una política de densidad ontológica y con relato de destino expreso.

Así y todo, la política leve resultará siempre adecuada para astutos mesócratas o plutócratas aburridos que buscan en ella fama, fortuna, prestigio y poder, sin otro propósito que el que responde a las propias falencias, necesidades o intereses, un proceso que, empero, ha ido corroyendo y deteriorando paulatina, aunque sistemáticamente, la acción política democrático liberal y que, en la actualidad, amenaza con la irrelevancia a amplios sectores partidistas parlamentarios tradicionales en todo el mundo, al tiempo que abre las puertas a nuevos experimentos de representación político social que amenazan las bases de la democracia liberal.

Valores humanos sustantivos como libertad, igualdad, fraternidad se apuntan en buena parte de las declaraciones de principios de las colectividades políticas surgidas a contar de fines del siglo XVIII y hasta el XX, así como en las subsiguientes orgánicas socialistas que emergen como reacción a la ruptura de los mínimos aceptables en materia de equidad y grados de libertad en los siglo XIX y XX y que, reinterpretando los principios señalados, Marx y otros socialistas reescribieron un guion que prioriza la igualdad quebrantada por la hasta ese entonces priorizada libertad individual y a la que acusada de egoísmo se culpa de la ruptura de una más perfecta fraternidad entre los seres humanos, restaurando así el carácter cuasi devocional social de la política.

Puesta así en jaque la legitimidad original de la libertad como motor del desarrollo durante el siglo XIX y XX, la implicación moral de la igualdad y fraternidad en materia de conductas permisibles socialmente tendió a la conformación de sociedades verticales y jerárquicas, con orgánicas institucionales protectoras de dichos valores que terminaron por restringir fuertemente las libertades individuales, validando, en muchos casos, la poco virtuosa violencia y el crimen del Estado que buscaba eliminar hasta los últimos vestigios de los pecados sociales que siguieron valorando la libertad personal por sobre el ethos de la conducta oficial. La tozudez de la libertad para salir del escenario de los principios que definen a la humanidad ha sido, pues, tan emblemática como la propia lucha por la igualdad que la libertad pareciera deteriorar cuando la perspectiva política ubica al enemigo al interior de la sociedad.

Asumiendo que, por lo general, los partidos de izquierda se caracterizan por su énfasis en el igualitarismo y los de derecha, en su acento en la libertad ¿Cuál es la proporción correcta entre igualdad y libertad para una sociedad cualquiera, considerando el fracaso de las sociedades igualitarias, aunque sin olvidar lo inevitable de la equidad como factor de armonía y paz social? Probablemente será distinto, según su grado de desarrollo. Los padres fundadores de las naciones de América latina tuvieron sus diferencias entre quienes impulsaron la democracia apoyados por sectores republicanos de EE.UU. y quienes estimaban que la inmadurez de pueblos avasallados por siglos de dominio colonial impedía una muy temprana aventura democrático-liberal, siendo más seguro transitar por una monarquía constitucional de estilo inglés antes de una democracia.

Como se sabe, el haber seguido el camino intermedio en la forma de un cierto extendido autoritarismo republicano parece haber marcado el ethos político de una región cuya estela inercial se puede observar en la accidentada vida democrática de los países de América latina -cada cual con su especial historia de caudillismos civiles y militares- así como de sus continuos cambios en las reglas del juego constitucionales, una conducta tan distinta a las de las sociedades anglosajonas, con cartas más que centenarias -o sin ellas- y con un énfasis en la libertad que, en situaciones de normalidad, otorga gran flexibilidad y potencia de avance, pero que en períodos de crisis revela los problemas de un Estado diseñado para la libertad y no para la igualdad, no obstante su velocidad de despegue,  versus Estados de corte más social que, ni otorgan todas las libertades necesarias para un progreso fluido, ni son la expresión tributaria fuerte de naciones productivas y pujantes que por su riqueza sortean con éxito las crisis o los desequilibrios internos propios de la libertad.

Los acontecimientos político-sociales y económicos de los últimos 30 años han incidido en la forma de asignarse y asignar posiciones en el espectro que va desde la extrema derecha a la extrema izquierda, afectando su eficacia descriptiva y generando dicotomías entre el punto de ubicación autoreferido y el que el resto le asigna a la colectividad de que se trate. Por de pronto, es el problema de partidos que en su moderación oscilan entre la centro izquierda y la centro derecha de acuerdo a los tiempos, políticas, vocerías o percepciones, según provengan éstas desde su propia izquierda o derecha, y cuyas perspectivas siguen limitadas a su adscripción a concepciones políticas propia del siglo XIX o XX, sin integrar el nuevo poder social que se caracteriza por valores como la transparencia, participación, colaboración, gobernanza en red y apertura a formas de hacer más cooperativas y autoimpulsadas y que, agrupadas en racimos de opiniones y acciones no planificadas, materializan nuevas actitudes y conductas sociales que encaran a los poderes tradicionales. La revuelta de octubre de 2019 tuvo mucho de esas características.

Pero ese nuevo poder, si es eficazmente político, se expresa también en la necesidad de una cierta racionalidad más afinada, basada en la mayor información con la que en la actualidad los poderes, en general, y los gobiernos, en particular, pueden tomar mejores decisiones y respecto de la cual, esconderla, no otorga mayores ventajas políticas, sino solo efectos administrativos. Un cambio que la oposición en Chile pareciera no aquilatar y que el Gobierno traduce como transparencia en los datos, pero opacidad en la comunicación estratégica, tal como se ha podido constatar en las inútiles polémicas por “falta de información” durante la actual lucha contra la pandemia, sin distinguir estrategias subsumidas en cada una de las decisiones tácticas; o en la crítica opositora basada en la permanente “insuficiencia de recursos” destinados a tal o cual política social, sin ofrecer alternativas ni considerar razones valóricas y estratégicas detrás de las decisiones de la autoridad trabajando con datos conocidos por todos, tal como se ha instalado en el caso del Ingreso Familiar de Emergencia.

Similares problemas derivados de la decadencia del ethos tradicional y sus principios históricos, así como de la no integración a los valores de ese nuevo poder social conectado se observan en las recientes renuncias de dirigentes de partidos históricos como la DC (Pablo Lorenzini) y el Humanista (Tomás Hirsch) por cuestiones derivadas de la competencia y gobernanza interna, así como por la creciente tendencia a la individuación de liderazgos que buscan generar acciones para ampliar la propia influencia y dar curso a posturas personales en temas de interés colectivo.

Dicho proceso ha llevado a la oposición a un cuadro de paralizante desunión de sus cinco grandes tendencias, cuyas diferencias orgánicas en principios y valores se suman a la falta de transparencia, coordinación y colaboración que les hizo perder recientemente la mesa de la Cámara de Diputados y ha hecho reflexionar a distinguidos militantes de la DC sobre los reales efectos estratégicos de la unidad electoral de oposición, la cual, conformada por partidos socialdemócratas, socialistas, comunistas y humanistas y un frente juvenil de pequeñas colectividades de izquierda marxista, verde y autonomista, deja al socialcristianismo representado por la DC aislado, amenazando con transformar esa unidad amplia convocada por el PS y el PPD como una fórmula de “izquierdización opositora”, como lúcidamente señalaran Jorge Burgos e Ignacio Walker en una carta al diario El Mercurio.

En ese marco, el llamado de Renovación Nacional a los partidos de Chile Vamos y a la oposición democrática para la conformación de un nuevo Pacto Social que aúne fuerzas cívicas en función de encarar exitosamente los problemas derivados de la revuelta de octubre y la actual pandemia, debiera permitir enfrentar los graves dilemas institucionales que emergerán del hecho que si en abril de 2021 se eligen los miembros de la convención de acuerdo a lo establecido en el nuevo articulado constitucional, redactado y aprobado tras el compromiso del 15 de noviembre pasado, y en noviembre de 2021 se elige a los senadores y diputados que corresponde también con arreglo a las normas constitucionales vigentes, en un plazo de siete meses, en la práctica, se habrán elegido dos parlamentos, según ha advertido el cientista político Sergio Muñoz Riveros. Ante tal excepcionalidad, pregunta Muñoz, ¿Ningún senador o diputado está preocupado por las implicancias de eso? Riveros recuerda que todos los cargos de representación que deben elegirse el próximo año (alcaldes, concejales, cores, senadores, diputados y Presidente) lo serán según las normas de una Constitución que se acusa mentirosa y espuria. ¿No pone ese origen constitucional viciado una seria limitación a la legitimidad de esas autoridades versus la que devendrá de la convención?

Modernizar nuestra demasiado parchada política nacional importa no solo asumir ligerezas como la señalada, sino adecuar su nuevo ethos y conductas a los valores de ese nuevo poder nacido de la sociedad de la información emergente y la colaboración y participación más amplia que ella estimula, su gobernanza y resolución en red frente a los relevantes desafíos económico, sociales, políticos y hasta sanitarios que Chile deberá enfrentar en los próximos años. Para cultores de la política densa y de valores no debiera ser novedad que, en tal esfuerzo de recuperación nacional. no es relevante que el éxito de la tarea pueda ser adjudicado electoralmente a candidatos del oficialismo o la oposición pero, hasta ahora, pareciera ser el principal factor que explica la mantención del clima de desconfianzas en las posibilidades que abre esa unidad en la diversidad para un más rápido, eficiente y eficaz trabajo político que, una vez superadas las dificultades propias de la pandemia, ponga de nuevo a Chile sobre los rieles de una más potente reconstrucción nacional.

La participación pacífica de la ciudadanía en las masivas reuniones de octubre de 2019 -que no la barbarie de vándalos, anarquistas y delincuentes- dejó como enseñanza evidente que, en materia de resolución de problemas, hoy las banderas partidarias, de división y competencia aleve, son parte de una tradición política añeja, más propia de los siglos siglo XIX y XX. La ciudadanía espera hoy de los partidos una generosidad que ingratamente, buena parte de los actuales representantes populares, aún no muestran, ni parecen entender y que mantienen comportamientos más propios de esos astutos mesócratas o plutócratas aburridos, que solo buscan en ella fama, fortuna, prestigio y poder. (NP)

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