Editorial NP: Mayorías y plebiscito constitucional

Editorial NP: Mayorías y plebiscito constitucional

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Si las condiciones sanitarias no lo impiden, el próximo 25 de octubre, una semana después del primer aniversario de la revuelta del 18-O que desencadenó estos hechos, los chilenos legalmente facultados para hacerlo han sido convocados a marcar una papeleta en la que decidirán por mayoría simple el inicio o no de un proceso de redacción de una nueva Constitución, así como la forma que adoptará el grupo de connacionales que participará directamente en la tarea, sea esta una Convención Mixta, conformada por parlamentarios del actual Congreso y ciudadanos electos especialmente, o una Constituyente, compuesta en su totalidad por personas elegidas al efecto.

Dado que redactar una nueva carta en las actuales condiciones de confrontación ideológica hará muy difícil que la labor se consiga en el año dispuesto en el acuerdo del 15 de noviembre -la propia Junta de Gobierno, con sus coincidencias, demoró seis años en hacerlo-, han surgido otra serie de propuestas para perfeccionar su sentido, entre ellas, asegurar una justa participación de género, la de los pueblos originarios o para cambiar el concepto de “Convención Mixta” -que se elegiría en abril próximo- por el de “Congreso Constituyente” de modo que, en el evento de ganar, fuera el nuevo Congreso -cuya elección corresponde en noviembre de 2021- el que asuma la tarea de redactar la nueva Constitución, evitando así la convivencia de dos cuerpos legislativos paralelos que pudieren colisionar en sus efectos jurídicos, así como ocasionar gastos excesivos a un país cuya situación post pandémica será previsiblemente complicada.

Las inestables condiciones sanitarias, económicas y sociales del país y el mundo parecieran avalar la precaución de ir avanzando más pausadamente en las diversas áreas del quehacer normalizado del país, no obstante iniciarse el proceso constituyente el 25 de octubre próximo, aunque intentando, por todos los medios posibles, conseguir una participación claramente mayoritaria (al menos el 70% del padrón electoral), dada la relevancia de legitimar la decisión social de mantener o cambiar la Carta que nos rige, y como resultado, mejorar nuestra remecida y desconfiada convivencia.

Votar “Apruebo” o “Rechazo” en el próximo plebiscito son opciones que, enmarcadas en un acuerdo al que solo se restaron sectores de izquierda maximalista, pero al que hoy se suman, apoyando la redacción de una nueva carta, son igualmente legítimas, aunque, por cierto, sus consecuencias muy diferentes, en la medida que sus contenidos potenciales instalan o eliminan derechos establecidos en la presente Constitución (Capítulo III arts. 19 a 23) cuyo impacto para la vida diaria de los ciudadanos pudiera no ser irrelevante.

En efecto, la sola posibilidad de que derechos como el de Educación pudieran ser interferidos por un papel normativo superior del Estado frente a la actual preeminencia de los padres para elegir la educación de sus hijos, marca una diferencia mayúscula respecto del régimen de libertades y derechos vigentes, versus el que pudiera comenzar a experimentarse con modificaciones como las que ya han sido propuestas; y si a aquello se sumara que el derecho a una previsión digna fuera intervenido por un sistema que termine expropiando -vía nacionalización- los fondos acumulados por las generaciones que ahorraron mediante capitalización individual, emergen grandes áreas de cambio cuyo impacto en la habitualidad ciudadana es más que evidente.

Por lo demás, si de cuestiones de forma democrática se trata, la redacción de una nueva carta que, en las actuales circunstancias plagadas de incertidumbre no considere la estabilidad institucional como factor clave para progresar, sino que se quisiera priorizar una supuesta “mejor democracia” basada en decisiones avasalladoras de mayorías circunstanciales, estaríamos asistiendo a cambios en los que, de triunfar el “Apruebo” y la elección de una Convención Constituyente con dos tercios de sus integrantes favorables a modificaciones profundas, esos dos tercios terminarían definiendo la visión de mundo del tercio restante, aunque, paradojalmente, radicando el poder de decisión estratégica en los grupos de centro o partidos “bisagras” que darían mayorías, según conveniencias, a su izquierda o derecha, iniciando un período de permanente inestabilidad política.

En la actualidad, en cambio, para reformar la carta (Capítulo XIV) se requiere superar esa mayoría de dos tercios o, lo que es lo mismo, el tercio minoritario del Congreso puede detener cambios radicales que amenacen quebrantar la estabilidad política, social o económica del país, obligando a que sean mayorías extensas, horizontales y, desde luego, no ideológicas, las que negocien los cambios, tal como se pudo constatar en el reciente caso de la reforma constitucional que permitió el retiro del 10% de los fondos de pensiones, demostrando, al mismo tiempo, la falsedad de aquellas calificaciones de la actual carta como “pétrea” “mentirosa” o “inmodificable”.

Por el contrario, dicha arquitectura cumple uno de los preceptos más caros de las democracias liberales cual es evitar lo que Alexis de Tocqueville llamaba la “dictadura de las mayorías” y que se expresa en el respeto irrestricto a los derechos de las minorías, al tiempo que instala la obligación de extender las negociaciones más allá de ciertos límites políticos, otorgando así garantías a todos quienes participan del acuerdo social, al tiempo que entrega fuerte estabilidad a las reglas y normas convenidas por mayorías muy amplias.

En un mundo en el que, por lo demás, las ideologías se disuelven en el caldo nivelador de la nueva sociedad de la información, arrastrando a la política partidista tradicional hacia una brega pragmático/populista por la toma de poder en instituciones democráticas con objetivos diversos y no solo de gobernanza, contar con un acuerdo constitucional que brinde estabilidad normativa al devenir diario de millones de ciudadanos que quieren vivir y producir en paz y armonía, cumple un relevante papel de fuerza disciplinadora avalada socialmente, que cierra el círculo virtuoso de una legislación que limite los desbordes que tiende a estimular la lucha de intereses y voluntades que se gesta en la política democrática en épocas de crisis.

No está en el centro, entonces, que la opción “Apruebo” impulse el surgimiento de una Constitución que favorezca determinadas formas de participación política -que por lo demás importan más a quienes se especializan en esa actividad- o que el “Rechazo” impida reformas que no dejan construir el tipo de sociedad que ciertos sectores de la oposición desean, como ya vimos, sino de cómo una eventual nueva carta ofrece, al menos, un similar marco de estabilidad política, social y económica que la actual, para el mejor desempeño de las vidas de los ciudadanos que confían en el amparo de su normativa protectora de derechos y libertades y promotora de responsabilidades y deberes. Es decir, si de intereses ciudadanos se trata, el foco debería estar en cómo evitar que un cambio constitucional termine por empeorar la situación de derechos y libertades que otorga el actual acuerdo social.

De allí que, con miras a las consecuencias del proceso, la tradición de mayorías y minorías que muestra la historia política del país es, para estos efectos, dolorosamente didáctica. Como se sabe, por decenios, la derecha, el centro y la izquierda dividieron su capital electoral en tres tercios que se confrontaron en un campo electoral sin segunda vuelta y en el que el Congreso determinaba la Presidencia entre las dos primeras mayorías relativas, un modelo democrático que tuvo su explosión en 1973. Tras 17 años de Gobierno militar, la derecha rompió con esos tercios, consiguiendo la migración de un porcentaje relevante del centro y alcanzando en las elecciones posteriores niveles de votación mínimos en torno al 40% y hasta sobre el 54% en su techo, mientras la izquierda y la otra parte del centro buscaron conformar mayorías mediante acuerdos que suman el porcentaje restante y que, en el pasado reciente, les brindó cinco de los siete períodos de Gobierno post administración castrense.

En una democracia liberal en que las fuerzas políticas se reparten entre los poderes electivos del Estado -Ejecutivo y Legislativo- y en la que se acata la neutralidad del Poder Judicial en la aplicación de las leyes, si el foco está puesto en el bienestar de la ciudadanía, no es tan significativo el cómo las mayorías y/o minorías resultantes de votaciones populares negocian la materialización de sus conversaciones, sino cuáles acuerdos son los que se concretan para darle al país estabilidad y proyección de largo plazo.

Se entiende, por lo demás, que la democracia liberal republicana tiene sus momentos electivos y participativos, pero que, en el día a día, el ciudadano normal encuentra su puesto en el trabajo que le posibilita la supervivencia, protección y sueños propios y de su familia. No es casualidad que, hasta antes de la revuelta de octubre, la cuestión constitucional no fuera, en ninguna encuesta, prioridad y que, hasta ahora, aquel largo proceso comunicacional desarrollado por élites que apoyan la idea de una Asamblea Constituyente, no hayan conseguido mayorías siquiera para designar con ese nombre a la Convención respectiva y menos darle carácter de soberana, puesto que, mientras dure el proceso acordado, la Constitución de 2005 seguirá rigiendo hasta que el plebiscito de salida y aprobación de una eventual nueva carta sea formalizada, en varios años más.

No debería, pues, verse este proceso como una regresión hacia un momento binario y polarizado que retrotrae a la sociedad chilena al estado de ánimo del plebiscito de 1989, puesto que permanecemos bajo la tutela ordenadora de la Constitución de 2005. La percepción colaborativa, antes que confrontacional, se expresa, además, en el hecho que en los propios partidos de derecha y centro conviven simpatizantes de ambas opciones, “Apruebo” y “Rechazo”, muchos de los cuales siguen evolucionando en su decisión, según van conociéndose datos y conductas de los actores que hacen más o menos recomendable el cambio o la mantención de la Carta, según corresponda.

Participar activamente en el plebiscito del 25 de octubre, si bien incluye el impacto de una presión sociopolítica que muchos vieron casi como chantaje, es un acto que surge del convencimiento de que un nuevo contrato social que nazca de la aquiescencia de una amplia mayoría ciudadana no solo mejorará el animus societatis del país, sino también su convivencia e impulsará una renovación de confianzas. Sin embargo, para que aquello ocurra, muy al contrario de los propósitos destructivos de las fuerzas que se desataron en octubre de 2019, la coyuntura exige un momento democrático ampliamente participativo, de buena fe, sin ansiedad de poder, tolerante, pacífico y dialogante, de manera de no dejar lugar a dudas sobre la voluntad popular y que, cualquiera sea el resultado, el proceso no culmine afectando la estabilidad institucional, social, política y económica del país en un nuevo 26-O-2020.

Por eso, ya lanzados en este camino, de alguna forma impuesto por la fuerza, de aprobarse el “Acepto”, será indispensable volver a reunir el acervo técnico jurídico nacional que ayude a los distintos actores políticos a superar tentaciones de instalar en la redacción de la carta una nueva e inútil lucha ideológica.

Se trata de evitar que el texto se defina y redacte según estrategias de poder y/o modelos de sociedad que reaviven divisiones y arrastren la discusión convencional al plano de posiciones irreconciliables. Aquello haría interminable su tarea, al tiempo que inviable una aprobación que, por el bien de Chile, se espera, rompa con su tradición política binominal o de tres tercios y converja sinceramente en un acuerdo mayoritariamente aceptado por una robusta participación cívica de entrada y salida.

Iniciar la redacción o aprobar una nueva Constitución avalada por la aprobación de menos de la mitad de los ciudadanos dejaría un marco de convivencia tan feble o más que el que deriva de aquella ilegitimidad de origen de la que se acusa a la presente, para derribarla. (NP)

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