Editorial NP: Libertad vs igualdad

Editorial NP: Libertad vs igualdad

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Aunque es una disputa de muy larga data, su resolución, sin embargo, no ha logrado permear el pensamiento político en períodos de crisis, pues, de su común discusión, pareciera surgir siempre la necesidad de adoptar decisiones éticas más bien vinculadas a pulsos biológicos cuya energía basal está anclada en motivos anteriores a la racionalidad y, por consiguiente, tal como en las explosiones de ira o en la depresión, se resiste a aceptar razones.

En efecto, se trata del antiguo conflicto entre libertad e igualdad, dos conceptos de extendido uso, pero cuya comprensión varía según el emisor y receptor, con arreglo a sus niveles de educación, cultura, experiencias personales, entornos sociales y políticos, y, en fin, a todas esas complejidades que hacen del lenguaje un instrumento de comunicación cuya perfección descriptiva está casi siempre plagada de imprecisiones.

Por de pronto, si por libertad se entiende, en sentido amplio, el poder actuar, sin más, por voluntad propia, se pudiera concluir que se es libre cuando se imponen los propios deseos sobre los de los demás. Una libertad tal implica, empero, tener la capacidad de aplicar la voluntad propia, pues, con cierta certeza, al invadir las libertades del otro, aquel opondrá resistencia. Entonces, se requerirá de algún “poder” para hacerlo, factor que, si bien puede emerger desde variadas fuentes más sutiles como el dinero o la técnica, en estado de naturaleza depende esencialmente de la fuerza o “ultima ratio”, como tan crudamente la definieran los antiguos romanos.

De allí que los cultores liberales de los siglos XIX y XX -amantes de la paz y el “dulce comercio”- hayan afinado el término como aquella capacidad del ser humano para actuar según su voluntad, sin más limitaciones que el respeto a la libertad de los demás, añadiendo valores, principios, criterios y razón, siguiendo así la “ley de oro” de no hacer a otros lo que no quisiéramos que le hicieran a uno.

La modernidad y la convivencia democrática entiende, entonces, que una persona es libre cuando puede obrar sin coacción ni avasallamiento, aceptando voluntariamente, no obstante, las responsabilidades individuales y sociales que, bajo el amparo de la ley y el Estado, sustentan los derechos de que goza y que han sido acordados mayoritariamente en el contrato republicano; unas limitaciones que implican necesariamente no dejarse arrastrar por impulsos propios, sino actuar conscientes de que nuestras acciones afectan a otros con quienes buscamos convivir pacífica y armoniosamente, tanto por el propio bien, como por el bien común, un modo de asumirla consagrado en la Declaración Universal de los DD.HH., así como en todas las constituciones que fundan las relaciones ciudadanas en las democracias liberales del mundo.

Pero la libertad así entendida despeja caminos, abre puertas, ventanas y oxigena la iniciativa, creatividad y sueños de cada quien, los que, en una sociedad plural y abierta, son muy diversos, con distintas cualidades y talentos y diferentes capacidades y tenacidad. Así, cuando cada uno puede actuar bajo esa lógica de que el acuerdo social permite hacer todo aquello que no esté prohibido, la vida termina por generar desigualdades económicas, sociales, culturales y políticas que, a su turno, originan las asociaciones correspondientes, con jerarquías y poderes que viabilizan la estructura de convivencia de que se trate por un tiempo determinado.

Son, por lo demás, los propios concurrentes al intercambio múltiple e infinito de bienes e ideas que posibilitan las sociedades libres -neoliberales dirán algunos-, quienes favorecerán a determinados talentos, productos o servicios, haciendo más exitoso a sus tenedores y/o productores y menos a otros cuyos bienes de intercambio no lograrán -o lo harán a medias- la valoración de sus congéneres. La libertad -y, desde luego, el azar- premia y desiguala así a quienes tienen ciertas habilidades demandadas y desfavorece a aquellos que no las poseen o cuyas capacidades, talentos, servicios o productos, desde su belleza física, hasta la inteligencia, resultan menos apetecidos coyunturalmente.

El impacto de perder en la competencia, a pesar de los ingentes esfuerzos realizados para ofrecer un talento, bien o servicio desvalorado por razones ajenas al mérito, suscita una natural sensación de inequidad que hace emerger la idea de justicia, máxime cuando se constata que no ha sido la libertad ni la noble competencia, sino el juego sucio o contubernio, el que ha dado ventajas a algunos exitosos. Entonces, el sentimiento de los desplazados va desde la inicial inconformidad a la ira y luego, a las consiguientes exigencias de redistribución del valor acumulado que la sociedad creó, pero que se ha asignado de modo desigual.

Los bienes generados por la libertad son, pues, reclamados para ser gozados por todos, de modo “no excluyente”, más “justo” e “igualitario”, mientras otros, en medio del escándalo por la develada mala practica de las elites, simplemente rompen toda convivencia recurriendo al robo, asalto, destrucción o saqueo que, a mayor abundamiento, algunos indignados legitiman y exculpan como «justa» violencia reivindicativa.

Como el poder social, político y económico logrado -de buena o mala manera- se acumula en proporción directa al éxito, mientras mayor sea aquel, bajo el principio de acción y reacción, más potente es la demanda. Entonces, si los administradores políticos circunstanciales del Estado -que en democracia se entiende como el árbitro de las desavenencias ciudadanas- responden inadecuadamente al emergente pulso de justicia, serán acusados de estar al servicio de los exitosos y poderosos; y las instituciones del Estado, de armas de la elite en contra del pueblo, las que hay que desmantelar para instalar al mando en un sistema renovado a los “buenos” e “iguales”. Se exige, pues, un nuevo contrato social.

Por igualdad se entiende, en términos generales, la equivalencia en calidad, cantidad o forma de dos o más elementos. También indica cierto tratamiento similar de las personas. Aunque en las sociedades, por lo general, ha habido y hay escasa igualdad, debido, entre otros, a los citados factores económicos, de género, raciales, políticos o religiosos, entre los seres humanos la paridad es apreciada como derecho en muchas culturas y, en especial, en las democracias liberales. De hecho, como impulso, el igualitarismo parece formar parte del kit de instrumentos biológicos ligados a la supervivencia, algo que se puede observar experimentalmente en la conducta de ciertos primates, parientes lejanos del homo sapiens.

De allí que la igualdad como concepto, esté asociada a otros términos como la “justicia” o “solidaridad” y que su historia como estimuladora de conflictos tenga siglos de documentación. Los demandantes de igualdad más agresivos exigirán “justicia”, mientras los más transaccionales pedirán “solidaridad”, pero, en ambos casos, la demanda de igualdad, justicia y solidaridad tiene efectos en la reconfiguración del marco de convivencia social.

La mayor igualdad exigida históricamente por razones de “justicia” o “solidaridad”, implica, pues, el intento de ir asemejando en calidad, cantidad o forma a las personas según el estado de desarrollo y bienestar alcanzado, razón por la que, paulatinamente, con el desenvolvimiento y progreso de la democracia y sus libertades, también se le han añadido, como a la libertad, precisiones como la igualdad ante la ley, igualdad religiosa, racial o de género. Todos y cada uno de esos cambios han significado poner límites y restricciones a la “libertad” de quienes, merced al poder detentado, gozaban de una mayor capacidad para actuar según su voluntad.

Es decir, la demanda de igualdad surge siempre desde quienes, en algún momento, entienden su propia libertad sojuzgada por aquellos que han conseguido éxito y acumulado poder, aparentemente restándoles espacios a la voluntad del ofendido. Conscientes de esto, exigen al Estado -único capaz de competir con el poder acumulado por las elites desafiadas, cuando no son aquellas las que lo administran- restringir ciertos grados de libertad a quienes provocan las diferencias que los agreden. Demás parece aclarar que cuando el Estado es cooptado por representantes de un sector social excluyente, líderes mesiánicos o partidos autoritarios, este pierde la calidad de árbitro que la democracia liberal le asigna poniendo su actuación bajo la tuición de la ley y se transforma, efectivamente, en arma de dominación.

Así, cuando las demandas de igualdad surgen, por ejemplo, por razones económicas, sus cultores pedirán al Estado que imponga mayores cargas tributarias a los exitosos y “bajar de los patines” a sus descendientes, de manera de “emparejar la cancha” de hoy y mañana, restringiendo libertades que les permitieron el éxito a unos, pero que ofenden a otros. La libertad de los primeros se estrella contra el rechazo a la desigualdad de los segundos, un ideal nacido de un estado de conciencia que les permite a los justicieros cualificar esa desigualdad, pero que, finalmente, ha sido resultado de su propio ejercicio de libertad y crecimiento personal, sin el cual la inequidad reclamada les sería imperceptible, un hecho de la causa. La luz de la libertad es, por consiguiente, la que ha permitido a los partidarios circunstanciales de la igualdad superar su enajenación respecto de los espacios que aquella ilumina y que pueden ahora ser reclamados.

De allí que no resulte extraño que una joven diputada comunista, consultada por su entrevistador respecto de su preferencia en esta añosa contradicción entre libertad e igualdad, aquella respondiera con incauta ingenuidad y creyendo ser fiel a sus principios: “igualdad”, sin percatarse que ha sido la libertad de la que gozó durante las últimas décadas la que hizo posible marcar su preferencia por ese neo-igualitarismo, el que, no obstante su ceguera emotiva y erróneo uso de las herramientas necesarias para conseguir sus propósitos, en realidad no es, sino, otro paso más en la expansión de las libertades por la que, con justa razón, puja hoy el nuevo tipo de ciudadano consciente de sus derechos a una vida más plena, próspera y compartida que ha emergido en los más de 30 años de democracia liberal en Chile.  (NP)

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