Editorial NP: “L’État c’est nous”

Editorial NP: “L’État c’est nous”

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El polémico segundo retiro de ahorros obligatorios en el sistema de AFP’s para -según sus promotores- enfrentar “el hambre” provocado por la crisis pandémica y socio-política que afecta a Chile desde el 18 de octubre de 2019, se ha inundado de relatos que terminan escondiendo su real entidad, la cual se puede comprender en su extensión si, para efectos del análisis, se mira desde la dimensión económica sistémica.

Desde luego, sus promotores originales -críticos ideológicos del diseño previsional chileno de capitalización individual- habían estado en la búsqueda de una validación política para iniciar el desguace del modelo de AFP’s, tras 40 años de funcionamiento y el inicio masivo de pagos de jubilaciones, la mayoría de las cuales resultó ampliamente insatisfactoria. Más que condenar el modelo, el fiasco fue resultado tanto de la ceguera de sus administradores, como de la propia clase política, quienes no previeron la necesidad de aumentar el 10% inicial de cotización paulatinamente hasta el 20% que obligaban las antigua cajas y/o de un aumento gradual de años de cotización.

La insatisfacción se extendió tan rápido como crecía el número de jubilados con pensiones bajas, lo que impactó en centenares de miles de hogares, alterando el ánimo y provocando protestas que se unieron a otra decenas de demandas que, por esos días del 2019, se expresaban desordenadamente en variados ámbitos de un descontento manifestado libremente de una democracia activa y participativa, pero enervada por el develamiento de corrupción y delitos de elites empresariales, religiosas, militares, políticas y tecnocráticas que no practicaban lo que predicaban.

La fusión entre una ciudadanía descontenta y grupos de audaces compuestos por el anarquismo, maximalistas de izquierda y delincuencia, hicieron estallar esa rabia el 18 el octubre con una secuela de costos en vidas, heridos graves y daños a la propiedad pública y privada que ha significado al país la pérdida de un capital físico que supera los US$ 3.500 millones, es decir, un año de financiamiento de educación terciaria gratuita.

Una clase política desprestigiada y sin liderazgo, enfrentada a fuertes presiones sociales sostenidas por constantes asaltos y quema de comercio, comisarías, iglesias, movilización colectiva y otros bienes públicos y privados; y un Gobierno atrapado entre su mandato de restaurar el orden y un control opositor e institucional que, no obstante el estado de emergencia, circunscribía el actuar de policías y FF.AA., dificultó una pronta pacificación, extendiendo la anarquía a casi todo el país.  Solo semanas después, el 15 de noviembre, se logró un acuerdo en el que, indiciariamente, el tema de una nueva constitución se puso en el corazón de la apuesta. Sobre las medidas económicas y sociales pertinentes a las demandas mismas que llevaron a la calle a millones, quedaron para resolverse más adelante o bajo el imperio de la nueva carta.

Pero, como era de prever, los desórdenes continuaron, pues eran protagonizados por grupos y movimientos que no responden a las directivas de los partidos políticos, y solo amainaron con el arribo de una crisis aún mayor, la pandemia, que ha agravado aún más la mala posición socioeconómica que Chile ya mostraba en marzo de 2020.

Limitado por un Congreso que se ha negado a legislar según las prioridades del Ejecutivo, imponiendo su propia agenda, apoyada su mayoría opositora en un “parlamentarismo de facto”, el Gobierno ha tenido reacciones tardías, hecho que aprovechó la oposición para reponer su estrategia anti AFP y mediante un resquicio jurídico que les permitió sobrepasar las facultades presidenciales, promovió el retiro de 10% de los ahorros previsionales. Un acto que, reconociéndose mayoritariamente lesivo para las pensiones de quienes se jubilarán en los próximos años, se aprobó casi horizontalmente, aunque bajo el compromiso de que sería uno solo y para enfrentar la crisis de salud que ha paralizado la economía de Chile y el mundo.

Sin embargo, como se sabe, rápidamente un sector de los legisladores -buscando ese esquivo y perdido aprecio ciudadano que es su capital- cayeron en la tentación del segundo y ya se ha insinuado un tercero.

Resulta curioso que, en ese marco, los promotores del retiro del 10% y defensores del proceso de desarme de las AFP estén ya advirtiendo que los ciudadanos que se quedaron sin ahorros para la vejez deberán ser protegidos por el Estado, pues, para eso se pagan impuestos. El Estado, es pues, la esperanza del mañana.

Sin embargo, la clase política sabe muy bien que el Presupuesto Nacional anual opera con una cifra de unos US$ 70 mil millones, correspondiente a alrededor del 25% del PIB, y cuyo origen fundamental son los impuestos, de los cuales más de 40% es recaudado a través del consumo (IVA). El 75% restante de la economía la administran y definen, por sí y ante sí, como corresponde a una sociedad libre, empresas y hogares, es decir, la ciudadanía propietaria de sus bienes y recursos.

Es cierto que hay un monto significativo de evasión y elusión grande y pequeña y que, si cada ciudadano contribuyente pagara su correspondiente cuota de tributos según sus ingresos, muchos problemas de financiamiento social podrían ser solventados.

Entonces, el dilema es determinar políticamente cuánto capital del conjunto de riqueza creado por el país debe ser administrado por el Estado y cuánto debe serlo por la ciudadanía emprendedora, trabajadora y empresaria, de manera de asegurar un crecimiento mayor y más rápido del Producto Nacional, aún en el marco de las ingratas diferencias de riqueza que resultan aún más complejas de abordar, pero que inciden en el ánimo social de manera muy marcada.

En efecto, el particular asigna sus recursos a proyectos cuyo objetivo es la ganancia. Si aquellos no rentan una cantidad anual superior a lo que le pagaría un fondo o banco por sus ahorros, preferirá no hacerlo y buscar otros que si la produzcan. El Estado, en cambio, tiene una función político social y su objetivo es el orden estructural. Y si para mantener la armonía social requiere recursos para asegurarle a sus ciudadanos respuestas a sus necesidades, utilizará su fuerza jurídica, autoridad y potestad emanada del pueblo, obligando al pago de tributos que le permitan satisfacer esas demandas, aun cuando aquellas no produzcan una utilidad económica inmediata similar a la de los privados. Ese traslado de recursos ralentiza el crecimiento económico general, tal como, por lo demás, se ha podido observar durante gobiernos en los que el Estado ha gastado y se ha endeudado más con dichos propósitos.

Más recursos en manos de la ciudadanía para el consumo de los hogares y más inversión en las empresas aseguran mayor crecimiento y más rápido, así como capacidad autónoma de generar valor, evitando subsidios estatales que las mantengan artificialmente en los mercados, como ocurrió con los socialismos reales y que concluyeron en el más estrepitoso fracaso.

Un Estado dedicado a pagar pensiones utilizará recursos provenientes de cotizaciones de los propios trabajadores, además de los impuestos, acumulándolos en pozos innominados con los que redistribuirá según una regla distinta a la que hoy corresponde al ahorro previsional nominativo de cada cual. Por razones político-sociales, en algún momento el Estado usará esos fondos innominados con propósitos distintos a las pensiones -excusándose en que se requieren para 40 años – haciendo de nuevo menos eficiente la economía general, al asignar recursos a objetivos de baja rentabilidad económica (o alta social); por la pérdida o desvío de recursos en el proceso administrativo o compitiendo con sus ciudadanos emprendedores en diversas áreas de la economía.

No es, pues, ni el Estado, ni los gobiernos los que crean riqueza, crecimiento y más recursos de valor, sino las personas, empresas y emprendedores, profesionales y técnicos, trabajadores y campesinos. El Estado no es quien pagará las pensiones de quienes se han quedado sin fondos previsionales. Serán ellos mismos y sus pares los que se deberán esforzar más aún para generar los ahorros que le permitan vivir una mejor vejez.

Y si para mejores pensiones hay que subir los sueldos, las empresas pagan mayores remuneraciones cuando necesitan un trabajador que es escaso y las bajan cuando la mano de obra es abundante. Un más rápido crecimiento de empresas, consumo y competencia aumenta la demanda por trabajadores e impulsa sus sueldos, fenómeno que no sucede si el Estado reemplaza y agobia a la empresa privada con impuestos y más normativas. El Estado moderno, por el contrario, debe alivianar la carga de sus compañías nacionales para que compitan con más ventajas con sus pares de todo el mundo.

Terminar por liquidar los ahorros previsionales que han permitido parte relevante del crecimiento de Chile en los últimos 40 años encarecerá el costo del capital para seguir invirtiendo y creando empresas y empleos, desestimulando la inversión. Asimismo, los creadores e innovadores quedarán más sujetos a la voluntad del Estado y sus dirigentes políticos para acceder a esos capitales-ahorro ahora en la caja fiscal. Se le otorga así al Estado y el poder político una ventaja que hará reír a las nuevas generaciones de parlamentarios que, ahora sí, podrán actuar sobre las voluntades ciudadanas asignando los “favores” que les permite ese fondo de ahorro ajeno para mantener su capital votante.

Tal vez por eso la clase política prefiere hablar del Estado benefactor y no de ciudadanía, es decir, esos 14 millones que trabajan y estudian cada día y que sólo con su consumo diario le entregan al Estado “benefactor” el 19% de sus recursos, más los impuestos al trabajo y la renta, una carga que hace laborar al menos tres meses del año para el socio Fisco. Porque si se hablara derechamente de la ciudadanía contribuyente como la base real de la riqueza de los países, seguramente no habría tantos dispuestos a pedir alzas de tributos o a aumentar el tamaño del Estado, de sus funcionarios o sus remuneraciones, como lo están muchos que ignoran que, parafraseando a Luis XIV, en realidad “L’État c’est nous”. (NP)

 

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