Editorial NP: La responsabilidad del voto

Editorial NP: La responsabilidad del voto

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A solo seis días de la más completa, clara y definitiva muestra de opinión política -las elecciones presidenciales y parlamentarias 2021- las conversaciones ciudadanas han ido confluyendo paulatinamente desde esa exaltación propia de un período demasiado extenso de anormalidades y explosiones de expectativas, hacia aquel otro más recomendable estado de ánimo reflexivo y circunspecto que se debiera adoptar con ocasión de una toma de decisiones que, aunque no lo parezca, tiene demasiados efectos en la vida habitual de cada uno.

En efecto, baste para sustentar lo afirmado, lo ocurrido hacia fines de la semana recién pasada a raíz de la polémica originada en la iniciativa parlamentaria para un cuarto retiro de ahorros previsionales el que, tras ser mayoritariamente aprobado por una Cámara demasiado ansiosa por congeniar con el soberano (época de elecciones, al fin y al cabo), pasó al Senado en donde ni siquiera se aprobó la “idea de legislar”, gracias al voto de la senadora DC, Carolina Goic, cuya decisión posibilitó, empero, la recuperación del valor de los fondos de pensiones C,D y E en más de US$ 5.600 millones, mejorando así, repentinamente y tal como había caído, la posición de retiro de miles de cotizantes de AFP’s próximos a jubilar.

Parece innecesario señalar que las decisiones de los Gobiernos y parlamentarios pueden tener efectos muy perceptibles en la vida cotidiana de la gente, aunque sus acciones -poco difundidas y entendidas, y más aún, de bajo interés ciudadano- parecieran no tener vinculación alguna con cuestiones tan ajenas como ir de compras a un supermercado o planificar la adquisición de una vivienda. Pero la tienen, y mucha, como se ha podido experimentar -no especular- en las últimas semanas.

Desde luego, junto con los efectos de una inflación mundial al alza, producto de los prolongados  programas de facilitación monetaria de los bancos centrales de todo el mundo como medio de emergencia para enfrentar casi año y medio de actividad económica constreñida por la pandemia, Chile ha aportado a su propio proceso inflacionario con tres retiros de fondos previsionales que suman casi US$ 50 mil millones, además de ayudas en ingresos familiares de emergencia por otros US$ 20 mil millones, montos que conforman una cifra equivalente al Presupuesto Nacional de un año allegado a los bolsillos de las personas, es decir, tal como agregar de sopetón al consumo personal los sueldos de un año de trabajo.

Y si en paralelo la producción -así como su distribución nacional y mundial- ha decaído a raíz de los confinamientos sanitarios en todo el orbe; y las importaciones de bienes se encarecen tanto por escasez, como por un dólar que sube por la incertidumbre política y económica, la correlación entre un poder de demanda incrementando y una producción cuya oferta disminuye ha producido un sacudón histórico, razón por la que creer que el poder de compra del peso se iba a mantener en tales condiciones, constituye una ingenuidad propia solo de sectores que creen que es el dinero el que resuelve las necesidades y no los bienes y servicios que representa y por los que aquel se puede intercambiar.

Aunque por distintas razones, Chile ya vivió este fenómeno en los 70’ -período tal vez muy lejano para la corta vida de millenials y centennials- cuando la inflación se elevó a niveles de 700% anual. Fue, por lo demás, esa dura experiencia la que hizo posible el acuerdo casi transversal de dar autonomía al Banco Central, con la única misión de proteger el valor de la moneda y evitar así que una dislocada impresión de dinero fiat -que de fiat tenía poco- realizada por Gobiernos y parlamentos populistas para conseguir “estabilidad social”, estimulara a seguir el camino fácil de “hacer llover dinero impreso”, para luego enfrentar el racionamiento y largas colas para conseguir los productos. Si bien del papel moneda se puede disponer casi infinitamente gracias a la impresora del Banco Central, los bienes y productos reales que sustentan el bienestar y la vida de las personas aun no se pueden crear mediante impresoras 3D.

Es decir, cualquier persona que haya tenido la obligación de administrar un presupuesto sabe que aquel permitirá acceder a bienes y servicios equivalentes a la cantidad de recursos de que dispone y que, si quiere consumir más, deberá generar más ingresos a través de mayor esfuerzo laboral o emprendedor, o endeudarse. También sabe que ese dinero permitirá acceder a más o menos bienes y servicios, dependiendo de sus precios, y que esos valores responderán a la mayor o menor abundancia de aquellos, es decir, de su producción efectiva. Y si hay mayor capacidad de consumo, pero la producción de bienes y servicios es baja, lo obvio es que, la competencia por acceder a ellos hará que los precios de esos productos suban. Por eso, la buena dueña de casa reemplaza los tomates caros por otras verduras abundantes y más baratas. Nada misterioso ni diabólico.

De allí que la intervención político-social de las economías, si bien es deseable ante abusos, monopolios, colusiones de productores o asimetrías de información, no lo es durante periodos de normalidad competitiva en el funcionamiento de la producción de bienes, tanto en su oferta, como en su demanda. Más bien se esperaría que los Gobiernos dediquen sus esfuerzos a administrar correctamente los impuestos recaudados de los ciudadanos, proteger su seguridad, legislar las deficiencias de funcionamiento social, político y cultural y suplir aquellas brechas que las libertades ocasionan, dejando operar a productores y consumidores con la mayor libertad posible, para que, entre ellos, hombres y mujeres libres e iguales, busquen el natural equilibrio entre demanda, oferta productiva y precios. Para cada uno, su auto en reventa vale más de lo que el comprador parece dispuesto a pagar. Pero, por lo general, el valor a que el primero lo venderá será aquel que el comprador pueda efectivamente pagar. Es decir, entre ambos buscarán un equilibrio entre las expectativas de la oferta y la demanda, ni más ni menos “inflado” por la escasez, los aumentos de costos o el estancamiento productivo.

La inflación -si se quiere defender la confianza en el papel moneda- encarece el dinero, haciendo subir las tasas de interés que los ahorrantes piden por postergar su consumo presente. Es decir, las personas solo ahorrarán si el sacrificio de no consumir ahora tiene la recompensa de que dicho ahorro tendrá mayor poder adquisitivo de bienes y servicios en el futuro. Como la inflación reduce el poder de compra del dinero al subir los precios de los bienes, el ahorrante exigirá por su ahorro mayor retribución, obligando a la banca que lo recibe a cobrar más intereses para poder pagar al ahorrante su premio. Así, ante mayor inflación, los créditos de consumo, hipotecarios o de inversión, se encarecen, un fenómeno al que, por lo demás, ya estamos asistiendo y que aleja a millones de personas de capas media del sueño de adquirir una vivienda propia.

Pero no solo eso. También retrasa inversiones, en especial, en sectores de largo aliento como la construcción, con alta incidencia en la actividad del resto de la economía, afectando, a la vez, el empleo en un área que ocupa a más de 700 mil personas.

Alza del costo de la vida, menos empleo e inversión inician así el circulo vicioso que lleva a las sociedades que mal administran la delicada correlación entre dinero circulante y producción de bienes y servicios, hacia una cada vez menor actividad, lo que, a su turno, hace subir aún más los precios de bienes y servicios, dada su escasez. Entonces, desde la política, algunos lo atribuirán a un “perverso plan burgués”, razón por la que los bienintencionados parlamentarios y gobierno, buscado proteger al consumidor y morigerar los efectos de las alzas, pasan a la fase del control de precios, con lo que el estímulo para producir más termina por desaparecer, profundizando la crisis. Nadie trabaja para no tener retribución alguna.

Sin embargo, los países se pueden endeudar. Entonces, desde la política algunos afirmarán que se puede recurrir a la banca u organismos internacionales para conseguir ahorro externo que suplirá la falta de recursos para mantener la estabilidad social, porque el interno ya se ha dilapidado. Así, desde el inicio de la pandemia, Chile ha aumentado su endeudamiento fiscal hasta cerca del 33% del PIB, es decir, tiene ya comprometido un tercio de su producto anual. Pero algunos políticos estiman que siendo Chile un país reconocido por su responsabilidad fiscal, le es posible endeudarse más y proponen elevar tales obligaciones hasta el 70%. Si EE.UU., dicen, está endeudado en 110% de su PIB y/o Japón en el 250%, ¿porque Chile no puede hacerlo en 70%?

Desde luego, habría que preguntarse el costo de esas nuevas obligaciones, las que, solo con el actual nivel de deuda fiscal importan un pago de intereses que alcanza a los US$ 5.100 millones anuales, equivalentes a la condonación del CAE. Por cierto, recordar también que el mercado mundial siempre estará listo a prestar ahorros a países ricos como EE.UU., con buenos plazos y tasas, pero muestra menos disposición con países pobres y más riesgosos, a los que acorta términos y eleva los intereses.

A mayor abundamiento, señalar que más del 80% de la deuda japonesa es con sus propios ciudadanos, es decir, el Fisco trabaja con ahorro propio. Y si de presión de deuda se trata, debiera resultar indiciario que – solo a modo de ejemplo-, a septiembre de 2019, un mes antes del “estallido social”, la cifra de endeudamiento promedio de los hogares en el país era del 70% de los ingresos mensuales. Inquietante, por decir lo menos.

Así las cosas, las elecciones del próximo fin de semana no son, pues, como se suele creer, solo atingentes al grupo de candidatos a Presidente de la República, diputados o senadores y sus ad lateres, sino un momento ciudadano para seleccionar representantes a los que se autoriza para decidir por cada uno de nosotros en cuestiones muy incidentes; es una oportunidad de elegir a personas que tomarán determinaciones que impactarán en la vida diaria de todos los habitantes del país y sus familias, razón por la que el error o la abstención tendrá costos pertinentes.

Adicionalmente, tal impacto -que se produce primero y rápidamente en lo económico- termina por arrastrar la vigencia de otras libertades que, como hemos visto, irrumpen sobre el papel de los padres en la educación de sus hijos; en el tipo de salud a la que se tiene derecho a optar; en la previsión que cada quien está dispuesto a construir y/o en el derecho de propiedad sobre bienes duramente adquiridos. Y es que, infaustamente, las “buenas intenciones” igualitaristas en política siempre hacen “justicia” tomando y usando el poder del Estado, para desde aquel, imponer, legal o coercitivamente, su visión de equidad por sobre la voluntad individual de miles de personas que valoran su particular modo de vida.

Porque, si en política se atribuye a “mala intención”, la “conspiración imperialista”, la “perversidad burguesa” o el “egoísmo fascista” los malos resultados de un país en la producción de bienes y servicios y no a los equilibrios y desequilibrios coyunturales propios de la inestable homeostasis del dinámico libre mercado, cuando aquellos son intervenidos por decisiones voluntaristas de quienes ocupan cargos de poder en el Estado, lo que la historia muestra hasta el hartazgo es que la tentación de controlarlo todo emerge inevitable y con toda su fuerza, desatando aún mayores infortunios.

Como en el caso del “aprendiz de brujo”, el proceso culmina en un masivo deterioro económico, social y político, llamando, más temprano que tarde y como casi un eterno retorno, a reconstruir las piezas del sistema de libertades y de sentido común destruido por el tan majaderamente recorrido camino empedrado de buenas intenciones que hace hoy recomendable retornar a la circunspección y prudencia cuando cada quien se halle en el secreto de la urna el próximo domingo. (NP)

 

 

 

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