Editorial NP: La política como el arte de conciliar o imponer

Editorial NP: La política como el arte de conciliar o imponer

Compartir

Las revoluciones inglesa, francesa y norteamericana de los siglos XVII y XVIII elevaron a categoría de nociones políticas la libertad y la igualdad, añadiendo la fraternidad, hermandad o cooperación, como bisagras de conciliación entre dos significantes que aparentemente colisionan en su expresión manifiesta, pues la libertad genera cierta desigualdad, mientras la igualdad tiende a limitar la libertad.

La elección de tales conceptos como banderas de movilización por parte de aquellos revolucionarios no es trivial en la medida que la moderna neurociencia ha develado que se trata de pulsos somáticamente instalados en la especie y que, tanto la libertad como la igualdad, son aspiraciones humanas vinculadas, a nivel biológico, con los más profundos instintos de supervivencia y procreación.

Demás parece señalar que, a lo largo de la historia humana, ambas banderas han sido alzadas por diversos movimientos y, por cierto, aunque muchas veces se han propuesto de consuno, la práctica se ha encargado de discernir si aquellas pretensiones de un orden social que de mayor felicidad a sus componentes, terminan por privilegiar a la una por sobre la otra. Así, la libertad descarnada para algunos ha posibilitado la esclavitud, servidumbre o vasallaje de otros, mientras que la justiciera igualdad anhelada por tantos ha inducido a totalitarismos diversos, desde tiranías absolutistas -que igualan a todos bajo el monarca- hasta dictaduras clasistas, racistas o religiosas, con similares detrimentos para la libertad.

Solo la persistente y luctuosa lucha política de los últimos dos siglos ha hecho posible alcanzar paulatinamente un estado de cosas en que libertad e igualdad se consideran derechos de todos, impulsando una convergencia hacia estructuras sociales republicanas, con división de poderes, gobiernos democráticos y Estado de derecho. Tales convenios de organización humana han permitido alcanzar un nivel de desarrollo que crecientemente posibilita a millones gozar de libertades de expresión, opinión, información, reunión, credo y otras, así como de una persistente ampliación de espacios de igualdad de oportunidades para progresar.

Así, si algo caracteriza a las modernas y globalizadas sociedades democrático liberales es la cohabitación en un mismo espacio nacional, territorial y jurídico-normativo, de personas y grupos de diferentes procedencias y cualidades culturales, políticas, sociales y económicas, todas con iguales derechos, para las cuales los conceptos de libertad e igualdad oscilan de modo distinto en sus particulares predilecciones, razón por la que, en tal interacción, no solo sea previsible, sino inevitable, el cruce y eventual colisión de ideas, voluntades e intereses, y que, por tanto se requiera conciliar, mediante el diálogo y el raciocinio, las recurrentes diferencias; o dirimir, acudiendo a una justicia emanada de leyes democráticamente tramitadas, validadas y respetadas por todos, así como a su correcta aplicación por terceros independientes, cuya equidad y juicio deben dar confianza a los comparecientes. Dudar del justo funcionamiento de tales instituciones pone en peligro el corazón mismo de la democracia como modo de gobierno.

De allí, también, que en las repúblicas democrático liberales -así llamadas por su mayor énfasis en la protección de las libertades y derechos- sea atendible la natural emergencia de múltiples corrientes que representan intereses, ideas o proyectos diversos y que, en el ejercicio de sus libertades, aquellas luchen -a veces ardua y belicosamente- por conseguir la aquiescencia popular en torno a sus propuestas -muchas enfatizando en la igualdad, otras en la libertad- para así lograr mayorías electorales que les permitan acceder al poder Ejecutivo o Legislativo, desde los cuales propondrán, modificarán o eliminarán, aspectos normativos que consideran lesivos para sus representados o para el conjunto del país.

Si bien existen, además, las así llamadas “democracias populares” y según sus propagandistas, en aquellas la natural diversidad cultural y de intereses se expresaría a través de los canales del partido único de los trabajadores -lo que unido a la propiedad estatal de las principales riquezas nacionales aseguraría el ejercicio de la igualdad desde el propio Estado- la libertad de disentir estaría protegida por su institucionalidad central-democrática, la que posibilitaría efectivos momentos de expresión del desacuerdo, aunque acotados a las asambleas de discusión y decisión. De ese modo, una vez que las propuestas son votadas y consagradas por los respectivos órganos, el centralismo vuelve a reunir la voluntad soberana manifestada y obliga a todos a actuar dentro de los márgenes de lo aprobado. Quienes discrepen fuera de tal protocolo se exponen a ser castigados por una justicia popular que aplica las leyes así dictadas, para proteger la estabilidad del Estado.

Las democracias liberales, en cambio, regidas por el criterio según el cual se puede hacer todo aquello que no esté expresamente prohibido por la ley, no solo permiten la existencia de oposiciones republicanas a los gobiernos de turno que periódicamente se da la ciudadanía y que operan sin límites de tiempo, ni espacio, sino que, además, posibilitan la creación, crecimiento y desarrollo de orgánicas políticas que desafían la propia estructura del orden establecido, bajo la sola condición de que, en tal proceso, se respete la legislación vigente. Estas oposiciones actúan con sus libertades de expresión, información, opinión y reunión constitucionalmente protegidas y dependiendo de sus intenciones-objetivos de largo plazo, su aporte al desarrollo democrático y el Estado de derecho, puede ser extraordinariamente virtuoso o peligrosamente vicioso.

En efecto, se entiende que, en una democracia liberal y abierta, las leyes y normas que regulan las relaciones entre los ciudadanos y sus pares y entre estos y el poder político se van conformando en un proceso de sucesivos acuerdos, desacuerdos y ajustes que van poniendo paulatinamente al día reglas que para unos no habrían requerido cambios y que para otros no pueden sino ser derogadas. Habitualmente, en el proceso de negociación parlamentario, dichas posturas van convergiendo hacia puntos intermedios en los que, en lo sustancial, los principios de libertad e igualdad se privilegian en diversos niveles, pero, una vez establecidos, permiten, según su graduación, que el proceso social continúe sin mayores alteraciones por un tiempo. Así y todo, en el intertanto, la lucha permanece -pues ningún bando queda perfectamente conforme con lo conseguido- generando cierto enervamiento social derivado de la percepción de que la gestión política constituye un constante y agresivo desacuerdo, y que, además, resulta ineficiente en lo que a la ciudadanía de a pie importa: la solución de los problemas del diario vivir.

A dicho discernimiento ciudadano, consolidado por los medios de comunicación, forzados éstos, a su turno, a competir por una mayor lectura o audición que determina sus ingresos, y arrastrados, por tanto, a publicar y relevar noticias-espectáculo que atraen más público, se suma al papel de agitador de las redes sociales, cuyas características tecnológicas inducen, para ser escuchado, “retuitiado”, o tener mayor cantidad de “likes”, a un tipo de comunicación célere e impactante, emocional y sin mucho raciocinio, ni juicio fundado. Tal conjunto de factores empuja a estas democracias a un estado de incertidumbre y confusión que termina por incitar a un cada vez mayor llamado de salvadores autoritarios que ordenen la casa. Se prefiere entregar un poco de libertad, en función de un mayor orden e igualdad. Entonces, relaciones gobierno-oposición, cruzadas por intereses estratégicos muy distintos, sin acuerdos en lo fundamental para un cierto período de historia nacional, estimulan una creciente fuga de adhesiones a la democracia liberal y alimentan las simpatías hacia propuestas que, instrumentalizando las desigualdades propias de las libertades, apuntan a estrategias que rebasan la noble y justa diferencia propia del cuadro democrático republicano y preparan escenarios para cambios sustantivos de la forma de vida de esas sociedades.

Así las cosas, la democracia chilena, que hasta ahora ha sido ejemplar en la región, enfrenta un momento de inflexión que, dadas las actuales circunstancias, debería ser debidamente aquilatado por quienes tienen la responsabilidad de conducirla.

En efecto, con una economía que, si bien crece al doble del ritmo de hace un par de años, muestra aún insuficiente dinamismo dado el alto endeudamiento familiar, sueldos estancados, la guerra comercial entre potencias que reduce los precios de nuestras principales exportaciones, un tipo de cambio que encarece los bienes importados, reduciendo aún más el poder de compra interno; empresas endeudadas que no invierten mientras las normas tributarias, laborales o previsionales siguen a la espera y una ciudadanía estresada por la inseguridad laboral a raíz de reingeniería o cierres de empresas por razones económicas o legales, una clase política que, en tal escenario, sigue poniendo en primer lugar su propia lucha por la supervivencia y/o devanea con propuestas inconstitucionales, demagogia, populismo o públicas riñas de poder, no solo pone en mayor peligro su propio capital electoral, sino que sigue dañando gravemente las preferencias ciudadanas por la democracia liberal e incita a la llegada de iluminados que, desde luego, tampoco materializarán sus promesas, desilusionando nuevamente a los votantes, pero también dilapidando esfuerzos de generaciones para alcanzar el desarrollo. Tal vez no sea este sino el proceso necesario para la maduración de una ciudadanía históricamente habituada a esperar soluciones estatales a problemas privados.

De allí que, compatibilizar libertad e igualdad en un entorno de cooperación y solidaridad que atenúe las diferencias generadas por la primera, sea una muy compleja y difícil tarea propia de una clase política ética, madura y responsable, que atiende su labor de representación no solo en función de los intereses de quienes han sido sus electores, sino del conjunto de la ciudadanía actual y futura que conforma el estado-nación cuyo desarrollo y progreso les ha sido encomendado, sea aquella la que tiene coyunturalmente la función ejecutiva y el Gobierno, o la que responde a la tarea legislativa, sea tanto en apoyo a las políticas del oficialismo, como a aquellas de oposición.

La política, en tal sentido, es la expresión última de la voluntad civilizatoria y el papel de los políticos, conducir inteligente, moral y eficazmente las energías de los “espíritus animales” que conviven en las democracias liberales y repúblicas unitarias, sin perder el rumbo y capacidad de materializar promesas programáticas por las que fueron mandatados y aprovechando tales fuerzas sin ser avasallado por ellas, aunque también sin sojuzgar, con excesivas normas y pesadas cargas, la creatividad y voluntad de quienes trabajan, producen y emprenden diariamente en función de sus propios y personales proyectos de vida más plena y libre que las verdaderas democracias y demócratas convencidos promueven y protegen.  (NP)

 

 

Dejar una respuesta