Editorial NP: La “malaise” de un cambio de época

Editorial NP: La “malaise” de un cambio de época

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A estas alturas de los acontecimientos que han remecido a Chile desde hace ya 46 días pareciera estar claro que el país ha enfrentado una crisis estructural cuya prolongación en el ámbito del orden público amenaza con alcanzar condición crónica de desorden, pillaje y vandalismo, augurándonos un futuro que, más temprano que tarde, puede derivar en un nuevo momento de “desarrollo frustrado”, tal como cuando, en 1959, Aníbal Pinto, en su clásico libro de historia económica “Chile: un caso de desarrollo frustrado” intentaba responder “¿Cómo podría explicarse la generalizada ‘malaise’ predominante; la sensación colectiva de frustración y de crisis…?”.

Menos de 60 años antes, en 1900, el senador Enrique McIver se formulaba similar pregunta en su conocido discurso sobre la “Crisis moral de la República” cuando, aún en tiempos de la bonanza del salitre, el Estado construía escuelas, hospitales y vías férreas, no obstante lo cual Mac Iver percibía: “Me parece que no somos felices. Se nota un malestar que no es de cierta clase de personas, ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua -añadía- se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad”.

Y mientras el primero buscaba explicarse el malestar en “un sistema de producción (que) no está en situación de avalar o de cumplir las expectativas que va creando el régimen político”, el segundo ponía su énfasis en “nuestra falta de moralidad pública” que no era siquiera aquella que se realiza “con apropiarse indebidamente los dineros nacionales, con robar al Fisco, con cometer raterías”, sino “la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados(…) la moralidad que da eficacia y vigor a la función del Estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional”.

Por cierto, a nuestra actual crisis han concurrido, tanto ese desajuste entre el aumento de expectativas que naturalmente se expanden en las democracias liberales versus la real capacidad del Estado para responder a ellas que declaraba Pinto, así como esa inmoralidad señalada por McIver que consiste en el incumplimiento del deber y sus obligaciones por parte de los poderes públicos, así como aquella que fuera develada en parte de nuestras élites, todo lo cual ha generado esa ‘malaise’ que “no nos hace felices”.

Ha habido también, sin embargo, factores propiamente político-partidistas que, directamente o de modo vicario, han ayudado a incrementar y extender los trastornos, sin que las autoridades e instituciones del Estado hayan podido ponerle freno, dentro de los límites del derecho que la democracia nos impone.

Parece demás señalar que un Estado -poseedor del monopolio de la fuerza en virtud del acuerdo constitucional- que se muestra incapaz de otorgar a buena parte de sus ciudadanos la protección y seguridad que se busca como mínima retribución al pago de sus impuestos, se pone a sí mismo al límite de esa legitimidad que, decía McIver, “da eficacia y vigor a la función del Estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía”.

Y si bien es cierto que en el actual proceso se observan anomalías que no son propias del estallido social en sí mismo, porque su espontaneidad ya no es plausible desde la segunda semana de incidentes, saqueos, incendios y ataques a personal y cuarteles de carabineros, la evidente falta de control del territorio por parte de las policías y los efectos del vandalismo sobre la tranquilidad y patrimonio de más de 10 mil comercios y empresas dañadas y los millones de ciudadanos interrumpidos en su trabajo por asaltos al transporte o las tomas de caminos, no ven compensación en los 20 mil sujetos detenidos y puestos a manos de la justicia o en los más de 7 mil millones de pesos en mercaderías recuperadas y ni siquiera en los miles de policías heridos en estos días. “La moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos” exige al Estado y al Gobierno un rápido y efectivo retorno al control de las ciudades so pena de comenzar a practicarse una auto tutela que terminaría por rebasar todo convenio social del mismo modo como lo hace el pillaje y que amenaza ser el prolegómeno una verdadera guerra civil, si es que a la presente no se le pudiera ya calificar como una “guerra civil de baja intensidad”.

De allí que, considerando la magnitud de la crisis, resulte insólito que sectores políticos que se autodefinen demócratas hayan vacilado y/o demorado tanto en acceder a facilitar al Gobierno las herramientas jurídicas que le permitan utilizar de mejor manera los instrumentos de control de seguridad ciudadana y nacional, así como en condenar, sin matices, los hechos de violencia y destrucción de los que estamos siendo testigos. Más bien, dicho tipo de conducta debiera esperarse de movimientos y grupos anti sistémicos cuyo propósito es la destrucción de la democracia.

Es cierto que las colectividades de izquierda dura que, participando en el juego democrático, han supeditado su convergencia a un acuerdo de paz a una cuasi rendición del Gobierno, no tienen mayor control sobre los grupos anárquicos y narco delictuales que lideran las operaciones vandálicas. Pero es indudable que una pública y clara condena de éstos a los desmanes, así como su disposición a detener la realización de las persistentes movilizaciones y paros a través de organizaciones sindicales en las que sí tienen influencia y que terminan sirviendo de cerco protector a los saqueos, disminuiría la extensión del territorio a controlar y haría posible una mejor gestión de seguridad con los recursos actuales.

Parece, empero, ingenuo esperar tal actitud de partidos y movimientos que, desde las primeras horas del estallido social llamaban a la renuncia del Presidente y que, para su concepción política, la democracia liberal no es sino una forma de dominación de la clase “burguesa” sobre el “proletariado”, sector que, por lo demás, estaría destinado a instaurar una dictadura encabezada por su vanguardia, es decir, el partido.

Es innegable que hay una ‘malaise’ extendida que posibilitó en los primeros días tras el 18 de octubre la reunión de millones de chilenos que pacíficamente interpelaron al Gobierno y al Estado ante su ineficacia en el otorgamiento de derechos que los partidos han competido por décadas en ofrecer en busca de votos que los lleven a puestos de poder en el Parlamento o el Ejecutivo. Pero también es cierto que hay una incapacidad económica estructural del Estado chileno para responder al conjunto de derechos potencialmente exigibles, sea cual fuere el modelo y tipo de Gobierno que asuma la responsabilidad de conducir el Estado, tal como, por lo demás, hemos podido confirmar en la actual crisis, en la que penan, para mejorar las pensiones, esos US$5 mil millones en mayor gasto que el Estado destinó a la educación universitaria “gratuita”, pero que tras apenas un año, tiene ya en problemas financieros a diversas casas de estudios superiores.

Pero de eso ha tratado la equivocada competitividad democrática de los últimos decenios: ofrecer como derechos la satisfacción de las crecientes necesidades que el progreso de las sociedades libres y abiertas genera, pero que, más allá de su “gratuidad” como tales-la salud, pensiones o la educación no son bienes de mercado, según tal mirada- la dura realidad indica que igualmente deben financiarse. Y para ese propósito no hay nada mejor que el crecimiento económico, la innovación, el trabajo, estudio y esfuerzo constante que agregue valor y creatividad a bienes y servicios de calidad destinados al mundo y así recoger los recursos que posibiliten transitar desde derechos prometidos, a derechos efectivos.

Así y todo, solo ponerse como metas inmediatas que los derechos a la salud, educación completa y previsión digna serán legal y constitucionalmente exigibles, ya le hemos cargado a las actuales y futuras generaciones una mochila de un muy  buen peso. Sin embargo, que los jóvenes de hoy y adultos de mañana ayuden a los adultos mayores que ayer hicieron posible con su trabajo el mejor estándar de vida al que hoy ellos acceden parece un justo intercambio intergeneracional que debiera ser bienvenido por ellos.

La crisis social que estamos viviendo quizá sirva, también, para que una nueva generación de dirigentes políticos y servidores públicos, con vocación y deseos de colaborar en el desarrollo de un Chile más grande y justo, traspase las puertas del Estado apoyados en una conformación moral y política ajustada a las nuevas exigencias de una sociedad más abierta y transparente, así como más plana y horizontal, en la que los privilegios sean resultado del servicio honesto y eficiente a los ciudadanos y que se expresan en honores y reconocimientos de las personas a la capacidad y esfuerzo en la búsqueda de soluciones posibles, sin demagogia y que cargan a otros el peso de promesas irrealizables formuladas por intereses subalternos.

El Chile trabajador, emprendedor, esforzado y luchador ya está de vuelta en las calles. Busca reanudar su labor diaria en función del progreso y desarrollo de sus proyectos, los de sus familias y del país. El Estado y el Gobierno realizan un esfuerzo descomunal con un presupuesto nacional de US$ 75 mil millones al año, la mayor parte de los cuales son aportados por todos los chilenos. Tal vez ahorros y redistribución en la gestión interna del propio Estado pudieran mejorar la oferta de recursos para nuevas prioridades. Ya parece claro que ni el Gobierno ni el Estado tienen más posibilidades que el endeudamiento para avanzar en la solución de las múltiples demandas presentadas y cargar a las siguientes generaciones.

Pero una crisis como la presente pareciera recomendar hacerlo. Chile tiene aún una economía sana y, por tanto, con acceso a diversas fórmulas para obtener los recursos necesarios para abordar las demandas. Los países difícilmente se destruyen por “desequilibrios fiscales” temporales, pero pueden ser devastados por un quiebre social como el que hoy Chile está viviendo. La llave la tiene el Gobierno.

Como para Pinto y McIver, no debiera resultar difícil coincidir en que el malestar social mayoritario apunta a cuestiones de carácter económico social y moral que con justa razón han indignado a quienes han sufrido los abusos e inequidades provenientes de parte de una élite cuya conducta no solo la ha invalidado como patrón de comportamiento, sino que ha validado la transgresión popular a las reglas de convivencia. A tal anomia contribuyen parlamentarios que, aún estando conscientes de realizar una acción inconstitucional, concurren a ella avalando una ilegalidad que suma al resquebrajamiento institucional que ha culminado en un acuerdo para redactar una nueva carta.

En ese escenario impuesto no queda más que cuidar que el nuevo pacto sea un contrato social al que mayoritaria y voluntariamente concurran los chilenos si es que se quiere de este real legitimidad y no un cepo que, al no representar a un porcentaje relevante de la ciudadanía, amenace con estimular nuevas olas de protestas como las que hoy se viven. (NP)

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