Editorial NP: La aporía del coronavirus

Editorial NP: La aporía del coronavirus

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En la década de los 60, el físico e historiador estadounidense Thomas Samuel Kuhn, exponía en su clásica obra “La estructura de las revoluciones científicas” que la evolución de las ciencias no sigue un proceso uniforme basado en una leal discusión y aplicación racional de un método basado en la observación sistemática, medición, experimentación, ensayo y error, formulación, distinción analítica y modificación de la hipótesis inicial, sino uno más parecido a la gruesa polémica inmediata y concreta que podemos ver en el ámbito de la política, tan determinada por voluntades, emociones, intereses e ideas preconcebidas de sus protagonistas.

Kuhn sostenía que, al iniciar su investigación, había supuesto que el mundo de las ciencias sería un espacio de discusión reposada, recta, honrada e interesada solo en la probabilidad y verificabilidad de un fenómeno, lo que unido a la acumulación y organización consensuada de tales hechos, constituían un paradigma, discurso conceptual o corpus de ciencia formal, que conjugaría los compromisos compartidos por una comunidad científica en materia teórica, ontológica y epistemológica, así como en lo que hace referencia a la aplicación de la teoría y los modelos de solución de problemas, proveyendo así a la humanidad de una herramienta que reduciría los ámbitos de colisión aumentando las certezas sobre el mundo exterior y una mejor toma de decisiones.

En tal marco, la adopción de un lenguaje común comprensivo y cada vez más especializado mediante el cual la disciplina científica va acotando y definiendo los márgenes de su objeto de estudio, parece inevitable, pues se busca con él más exactitud, tanto en las propias percepciones como en las intercomunicaciones, aunque contrario sensu, suscite un consecuente alejamiento de los horizontes de otras especialidades, generando un tipo de “holismo” restringido que dificulta la conversación con otras ciencias, haciendo emerger un nuevo escenario polémico que, dada cierta incapacidad para comparar conocimientos ante la ausencia de áreas comunes de experiencia, termina distinguiéndose poco de la lucha brutal y aguerrida por el poder que se practica en la política.

Por estos días, Chile parece estar viviendo esta experiencia transitiva, una en la que conocidos profesionales, científicos y académicos han trabado una discusión pública respecto de cuestiones de investigación científica que nada tendrían que envidiar al lenguaje plagado de voliciones, intereses, imprecisiones y prejuicios de quien, en política, quiere imponer su voluntad y someter al otro, quien sabe con qué ulteriores propósitos, aunque todos siempre ajenos, en rigor, a la aplicación de la buena ciencia, la que, en su esencia, debería hacer a sus practicantes humildes buscadores de probabilidades y nunca vociferantes profetas de verdades reveladas como los que hemos visto emerger en algunos, en esta curiosa batalla teórica desatada por la pandemia.

Curiosa, porque resulta evidente para el sentido común -aunque al parecer no para ciertos críticos- que ningún país tiene aún la receta para enfrentar una calamidad como la que afecta al mundo desde hace seis meses, razón que, por lo demás, se expresa en el hecho indesmentible que no ha habido una sola respuesta curativa de las más relevantes potencias mundiales que apunte a la pronta disposición de medicamentos o vacunas que permitan hacer frente a la enfermedad.

De otro lado, en materia preventiva, la pandemia solo ha dejado espacio para la más antigua receta de encaramiento de estos males: el confinamiento, el distanciamiento físico y la higiene que impidan la transmisión entre seres humanos que presten sus células para la reproducción del letal virus.

Este aislamiento se adoptó aleatoria y experimentalmente en el mundo en todas sus formas y tiempos: algunos países instalaron sus resguardos desde los inicios, mostrando una consciente y disciplinada respuesta ciudadana a las medidas dispuestas por sus gobiernos -Nueva Zelanda y Australia-; otros apostaron por la llamada “inmunidad de rebaño”, aunque rápidamente retrocedieron a sistemas de cuarentenas flexibles y locales (Reino Unido y Suecia), mientras algunos, a pesar de haber instalado las más duras medidas de confinamiento, sus precariedades sociales y/o políticas llevaron las decisiones de la autoridad a escasos resultados, con alto número de fallecidos.

Recientemente, en tanto, un grupo de países que mantuvieron un largo período de aislamiento social y consecuente paralización de sus economías han iniciado un proceso de desconfinamiento gradual -España, Italia y Francia- aunque con precaución y prudencia, habida cuenta de señales de rebrotes como los que ya han vivido países del Asia que lo hicieron antes -como China y Japón-, pero que también mostraron preocupantes alzas de infecciones que amenazaron con transformarse en la llamada segunda ola del virus. En América, en tanto, un importante número de naciones vive hoy un salto en la curva de contagios y de fallecidos, como Estados Unidos, Brasil y Chile, no obstante las diversas aplicaciones nacionales de la única profilaxis posible hasta ahora.

Nuestro país ya superó los 4 mil muertos comprobados por y con el virus, más unos 3 mil sin comprobar que se añaden por razones de rigor epidemiológico, mientras que los contagios suman sobre 231 mil, más del doble de la más pesimista previsión del Gobierno a inicios de la pandemia y para la cual se preparó e invirtió en una infraestructura de salud nacional que, desde luego, tras meses de operación ya comienza a dar señales de colapso, tras enfrentar últimamente la llegada a sus puertas de urgencia de más de seis mil personas diarias, con una enfermedad que, al menos, demora dos semanas en liberar al paciente que presenta sus síntomas respiratorios más críticos.

Así, Chile figura hoy en el noveno lugar del mundo en casos de contagios totales -cifra que se atribuye o a la exhaustiva contabilidad realizada por el Gobierno o a la mala gestión de la autoridad sanitaria en la prevención, según convenga-, al tiempo que quienes han muerto de o con Covid 19 llegan a 214 por millón de habitantes, valor levemente por debajo de los récords de la región, Brasil, con 228, y Perú, con 226.

Son cifras cuyos volúmenes tienen tantas explicaciones como analistas, especialistas, expertos, profesionales, académicos, periodistas y científicos opinen sobre el tema, pero que, en los hechos, si hemos de mirarlas bajo el prisma de la buena ciencia, provienen de mantener o no un rígido confinamiento que millones de chilenos han obviado acatar -muchas veces por razones sociales, aunque no en todos-, manteniendo el ritmo de transmisión en niveles altos y, por tanto, enfermando, según se estima, a alrededor de un 20% de la población, algunos con síntomas, los más visibles; otros sin aquellos, los menos observables, y por consiguiente, más peligrosos, si son parte del grupo activo.

No obstante aquello, en este marco de tragedia pandémica, no solo hemos seguido polemizando sobre los temas que detonaron el 18-O, sino que hemos añadido nuevas diferencias, entre las cuales, ni siquiera hemos conseguido consensuar un lenguaje que abra espacios de comprensión entre áreas específicas de las ciencias pertinentes a la pandemia o en definiciones tan primordiales, trágicas y centrales, como la de quién debe ser calificado como real víctima mortal de la pandemia y no de otra enfermedad de base que debilitó las defensas de quienes finalmente murieron con y no de Covid 19.

Tampoco el periodismo ha ayudado mucho a superar la confusión pues, buscando claridad y transparencia, suscita más dudas que no termina de dilucidar, no obstante reiteradas explicaciones de las autoridades de salud, mientras diversos sectores políticos, interna y externamente, no solo utilizan el barullo, sino que parecen afanados en promover modelos de contabilidad de contagios y fallecidos que aumentan comparativamente el número de casos, como si aquello tuviera algún efecto en la morigeración curativa de la enfermedad o que las diferencias de apreciación no fueran parte de esa inconmensurabilidad teórica señalada por Kuhn que parece impedir entender las diferencias de propósitos entre el estadístico pandémico, de los criterios del biólogo, el virólogo o del médico para certificar qué tipo de fallecido es el que se está registrando.

Sería, empero, ingenuo, no detectar que, en este esfuerzo “científico-estadístico” también parece estar el muy torcido propósito de dañar la imagen de la gestión del Gobierno y las autoridades sanitarias, con motivos subsumidos que apuntan hacia la política y que, considerando el tono de la declaración de partidos opositores y gremios laborales de izquierda de este fin de semana, de alguna forma, están interfiriendo la conversación científica honesta, moviendo el eje de la polémica hacia la subterránea batalla que ya se inicia, preparando las campañas del próximo año y respecto de las cuales ya se comienzan a presentar rostros e ideas candidateables para el conjunto de cargos que se elegirán en 2021, y que, como se sabe, van desde concejales municipales hasta el o la propia Presidente de la República. Nuevos desafíos, nuevos médicos.

Pero la OMS ha dicho que en el mundo hay al menos 1.700 millones de personas que muestran vulnerabilidades por las cuales el Covid 19 podría llegar a dañar seriamente su salud y, de superar la enfermedad, quedar con secuelas graves, y de ellos, unos 350 millones cuya fragilidad puede transformar al virus en su virtual asesino. Como aún no hay vacuna ni remedio, estas cruentas potencialidades estadísticas siguen vigentes en el ámbito de lo probable, en momentos en que los contagios en el orbe alcanzan a solo 8,5 millones y las muertes no superan las 500 mil. Y si se considera que, como muestra evidencia reciente, la inmunidad tras la infección dura un máximo de tres meses, en materia de pandemia, cada día puede ser peor.

A mayor abundamiento, las expectativas para la generación de un remedio que morigere o alivie la enfermedad o una vacuna que la aleje, son de entre seis meses -las más optimistas- hasta dos años o más, las más realistas o pesimistas. Es decir, pareciera claro que, más allá de cualquier polémica con subsumidos o expresos intereses políticos, deberemos convivir con el virus, sin más defensas que el distanciamiento, por un buen tiempo más. Su desarrollo, probablemente, alcanzará en sus efectos a las nuevas autoridades que asuman en 2022. Y en tales circunstancias, de haber conseguido que la actual crítica malintencionada a la gestión de la pandemia haya tenido éxito como herramienta política, los llamados a la unidad nacional de esa nueva administración para seguir enfrentándola podrían recibir como respuesta el mismo rechazo que aquella mostró en su momento de oposición.

Cohabitar con el Covid 19 aplicando distanciamiento físico permanente y confinamiento sistemático, mediante cuarentenas locales, regionales o nacionales, flexibles o totales, según evolucione el virus, implicará necesariamente un retroceso económico cuyas consecuencias serán cada vez más dolorosas, según más demoremos, como especie, en salir de la aporía en la que el virus ha puesto a la humanidad.

Es decir, o seguimos trabajando con las prevenciones, dificultades y distancias que el Covid 19 nos impone, con la mayor velocidad y productividad que podamos, aceptando que, en tal caso, seguirán muriendo en nuestros alrededores otros miles de personas que amamos, respetamos o conocemos; o paralizamos, nos encerramos y distanciamos y esperamos morir de hambre y/o producto de un estallido político-social que podría echar por el alcantarillado de la historia las bases mismas del actual orden civilizatorio, iniciando una nueva edad obscura en la que ya no habrá gobiernos que criticar. (NP)

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