Tanto por los dramáticos sucesos que vive Nicaragua, donde recientes protestas han dejado más de 400 muertos por parte de agentes del Estado; o en Venezuela, donde una crisis económica, social, de seguridad y humanitaria ha impulsado la emigración de más de 2 millones de habitantes, o similares críticas vigentes respecto de Cuba, China, Turquía o Filipinas, así como por la llegada de septiembre, mes en que Chile recuerda el golpe militar y sus secuelas en materias de derechos humanos, pareciera estar surgiendo -si damos crédito a dichos de representantes de diversos sectores- una mayoritaria convergencia en torno a los beneficios sociales del respeto incondicional a los derechos humanos contenidos en la respectiva Declaración Universal suscrita el 10 de diciembre de 1948 en París y aprobada por los entonces 58 Estados miembros de la Asamblea General de ONU, entre ellos Chile, con 48 votos a favor y 8 abstenciones de la ex URSS, los países de Europa del Este, Arabia Saudita y Sudáfrica.
En efecto, mientras la derecha, a propósito de recuerdos, memorias y museos relativos a los sucesos del «11», se ha allanado a aceptar el argumento según el cual la violación de estos derechos no es relativizable, cualquiera sea el contexto (en la medida que se castigan delitos), en la izquierda han emergido voces y partidos jóvenes que, a su turno, han asumido con coherencia y firmeza la condena a estas transgresiones, sea donde quiera que ellas se produzcan, sin importar si los gobiernos que violan tales derechos estén más lejanos o más cercanos a las ideas de las que participan, no sin generar, empero, un fuerte disenso con otros partidos de reciente o larga tradición leninista.
Si bien los derechos humanos se han asumido como pilares que sostienen libertades personales frente al poder del Estado, pues ponen límites en cuanto que ninguna persona -sin importar raza, color, sexo, idioma, religión, opinión, origen nacional o social, posición económica o cualquier otra condición- sea sometido a esclavitud ni a servidumbre, ni a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, presumiéndose, además, su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, la Declaración, en sus treinta artículos, recoge muchos otros de carácter civil, político, social, económico y cultural, al tiempo que pone en su centro la necesaria correspondencia entre la vigencia de estas libertades con la existencia de un Estado de Derecho como condición esencial para la protección de las personas, en el entendido que, gracias a él, resulta innecesario “recurrir al supremo recurso de la rebelión si hay una situación extrema de tiranía u opresión que exige esta respuesta por parte de los ciudadanos”, lo que la propia carta y el derecho universal validan y que, en su oportunidad, ha sido impetrado tanto por izquierdas como por derechas.
Por de pronto, la Declaración asegura a toda persona la libertad de pensamiento, de conciencia y religión; el derecho a cambiar de religión o creencia, a manifestarlas individual y colectivamente, tanto en público como en privado, vía la enseñanza, práctica, culto y observancia; el derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar al mismo y el derecho a la propiedad, individual y colectiva. Afirma, además, la libertad de opinión y de expresión; a no ser molestado a causa de opiniones, a investigar y recibir informaciones y opiniones y a difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
En lo social, este acuerdo mínimo de las naciones nos recuerda que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, salud, bienestar, y en especial alimentación, vestido, vivienda y asistencia médica”, derechos en los que obviamente seguimos al debe; así como el derecho a la educación gratuita, al menos en la instrucción elemental y fundamental, que debe ser obligatoria, en lo que hemos avanzado significativamente; al tiempo que insta por el derecho a un orden social e internacional en el que estos derechos y libertades proclamados en la declaración se hagan plenamente efectivos, condiciones a las que aún, millones de personas en el mundo, solo pueden aspirar en un futuro más bien lejano.
Como se puede ver, surge de la propia Declaración un tipo de sociedad liberal y abierta, democrática, plural y de Derecho, muy similar a la que Chile ha venido construyendo por décadas, y que explica por qué, en su origen, no fue suscrita por Gobiernos como los de la ex URSS o países del Este europeo y hasta Sudáfrica, nación que, a esa fecha, practicaba el apartheid racial.
Si bien la Declaración Universal de los DD.HH. no es un documento obligatorio, ha servido de base, entre otros, para el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptados por la Asamblea General en diciembre de 1966, así como para la más reciente Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, resultado de un proceso de diálogo entre componentes de la sociedad civil, que importa una nueva concepción de la participación y que otorga opinión a organizaciones y agrupaciones nacionales e internacionales frente a la rápida emergencia de los procesos sociales, políticos y tecnológicos derivados de la globalización y una sociedad cada vez más mundializada y abierta.
Es decir, la defensa de los derechos humanos es y ha sido, un estandarte de larga tradición liberal y democrática, a contar de sus propios documentos fundantes, que van desde la Carta Magna inglesa, hasta las declaraciones de derechos del naciente EE.UU. y la Francia revolucionaria, todos conceptos que conforman los sólidos muros culturales que constituyen la defensa del modo de vivir de las democracias occidentales de las que Chile es otro ejemplo.
Así, unas izquierdas y derechas convergiendo paulatinamente en la conveniencia social, cultural, económica y política de un respeto inequívoco a estos derechos mínimos, conforman un seguro social y político que pone claros límites a tentaciones totalitarias de transformación sistémica radical que -como en el pasado; en algunos casos, aún en el presente y, en otros, como peligroso futuro- pudieran invitar a transgredirlos en función de ciertos derechos, arrasando con muchos otros, no solo en materia de abusos del Estado en contra de la persona y su dignidad, sino, también, avasallando la libertad de conciencia, de emprendimiento, derecho de propiedad, de expresión y opinión que son los que aseguran el tipo de vida más plena y pacífica que Chile y los chilenos han podido ir construyendo libremente, individual y familiarmente, en estas últimas décadas, de acuerdo con los propios proyectos personales.
El 10 de diciembre próximo, la Declaración Universal de Derechos Humanos cumplirá 80 años desde su aprobación. Es de esperar que, para esa fecha, hayamos convenido unánimemente en los beneficios de la defensa de estos derechos y libertades fundamentales, dentro de los marcos de un Estado respetuoso de la separación de poderes, bajo el mandato de estructuras políticas democráticamente legitimadas que administren y legislen en coherencia con aquellas y en un entorno de consistencia y transparencia jurídico-judicial cada vez mayor.
Como hemos visto someramente, las tareas para hacer efectivos los múltiples derechos señalados en la Declaración que aún el Estado chileno no puede asegurar, son un desafío suficientemente grande -que incluye el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación- como para copar las actuales prioridades legislativas de todos quienes quieren un Chile mejor, pero que tantas veces se rebalsa con pequeñas reyertas y diferendos menores que solo crispan aún más un entorno internacional de incertidumbre, derivado, entre otros, precisamente, de la falta de respeto a tales derechos y libertades. (NP)