Editorial NP: Hacia un nuevo trato

Editorial NP: Hacia un nuevo trato

Compartir

Diversos autores han analizado las razones profundas de la declinación de la confianza ciudadana en los partidos políticos tradicionales de las democracias occidentales. En su mayoría, apuntan a la pérdida de poder real que esas organizaciones han observado a contar de la década de los 90, tanto por el limitado acceso a recursos de Estados cada vez más pequeños y endeudados, como por el posterior masivo develamiento de promiscuos lazos entre aquellos y el poder económico.

Estos infaustos procesos parecen originarse con el derrumbe de los socialismos reales del Este europeo a inicios de los 90 y la consecuente instalación, casi sin contrapeso, de un capitalismo victorioso que, intentando una democracia representativa al menor costo posible, tendió a achicar los Estados e impuestos, a disminuir su presencia en la economía y a evitar el lastre que, para el crecimiento, implica el desvío político de recursos hacia gastos e inversiones poco rentables económicamente, al tiempo que buscó que la mayor cantidad de capital fuera asignado libremente por empresas y personas, en el entendido que aquellos invertirán sus ahorros de manera eficiente, liderados por un sector financiero-comercial globalizado que, con escasas limitaciones normativas y apoyado en las nuevas tecnologías de las comunicaciones, extralimitó sus potencialidades, provocando así, en el 2008-2009, la mayor recesión mundial de la historia.

Estados más pequeños y políticos con menos recursos, presionados por exigencias sociales de sus electores y demandas de apoyo a la competitividad de megaempresas nacionales e internacionales vía menos tributos, hicieron perder relevancia a los líderes políticos sin dinero, conformándose el caldo de cultivo para la descomposición, Tras develarse la extensa corrupción de la política por el poder del dinero, frente a la nueva orfandad representativa, la ciudadanía fue creando orgánicas espontáneas para expresar sus intereses, dando lugar a centenares de movimientos “single issues”, al tiempo que abrió puertas a líderes “salvadores” y colectividades que, dada la reactividad de su origen, inexperiencia política y económica, derivaron hacia “populismos” y “nacionalismos”, inspirados en antiguas izquierdas o derechas social-fascistas, que, desde cierta virginidad, idealismo y moralidad, presionan por mayor control y fiscalización social-estatal de la economía, en contra de la globalización y a favor de proteger políticamente lo local.

Si bien, el poder de esos nuevos grupos no alcanza aún a constituirse en rival serio frente el enorme peso institucional de los poderes económicos instalados, su mera presencia y acción crítica ha conseguido enervar las relaciones políticas en diversos países, al tiempo que, en algunos casos, sus representantes han llegado ya al poder del Estado -o tomado parcelas relevantes de aquel- sembrando incertidumbre sobre el destino del actual sistema, al reavivar discursos antiglobalizadores, de proteccionismo, intolerancia política y cierre de fronteras ante un entorno económico mundial cada vez más amenazante respecto del presente y futuro.

La indesmentible concentración de la riqueza en pocas manos y la irrelevancia de la política para enfrentar a ese poder, reconduciendo la vida diaria de las personas, ha reimpulsado la polémica sobre si los excedentes, ahorros e inversión social deben seguir siendo administrados y colocados para reproducir capital, bienes y servicios según decisiones adoptadas en los directorios de las grandes compañías; o bien en las oficinas de encargados políticos del Estado según las propuestas de los dirigentes de los partidos en el poder. En ambos casos, sin embargo, los decisores enfrentan el dilema real de cuánto de aquellos recursos deben ser redistribuido para evitar las crisis por mayores demandas sociales, cuánto para administrar eficientemente el propio Estado y cuánto, y desde quienes recaudar el capital para financiar las demandas contrapuestas de ciudadanos que piden más derechos sociales y empresas que quieren menos impuestos y cargas anticompetitivas.

El sentido común indicaría que, dadas dichas condiciones, no se trata de construir sociedades en las que el poder económico, usando su enorme fuerza de recompensa, avasalle y distorsione valores y principios que conforman las bases éticas mismas de las democracias abiertas y libres y que, a mayor abundamiento, son los que otorgan la estabilidad y proyección que permite al propio poder económico perseverar, y a sus pueblos, consolidar identidades, libertades, diversidad y convivencia pacífica. Pero tampoco una en la que el poder político, usufructuando de la potestad que le otorga al Estado el monopolio del uso de la fuerza, decida qué, cómo, cuánto y para quién producir bienes y servicios, y definir, así, los modos de vivir, qué comer, vestir o hasta creer.

Conciliar libertad con igualdad de oportunidades exige, pues, de la existencia de una clase política consciente de que la libertad creativa humana de emprender, aunque inevitablemente desiguala, tiene enormes ventajas para desatar el ingenio humano y generar riqueza y bienestar, y que, incluso la mega empresa, no obstante su obvia necesidad de bridas, es indispensable para avanzar en competitividad nacional frente a los rivales mundiales que amenazan producciones y empleos locales. Al mismo tiempo, requiere que esa clase política se conduzca nítida y firmemente en el marco de la obligación moral de ubicarse por sobre sus propias pulsiones así como de los intereses específicos de los grupos de poder que coexisten en las sociedades libres, arbitrando según la ley y apoyados en sus mayorías ciudadanas como único mandante a cuyo servicio deben someterse, aunque, sin dejarse arrastrar ni por demandas irracionales de su capital político, educándolo; ni por cantos de sirena de malos empresarios que busquen ventajas en la coopción de voluntades políticas y/o normativas ad hoc y no en los mercados.

Pero también, conciliar libertad con igualdad de oportunidades requiere de un gran empresariado ético, visionario y dispuesto a aceptar que su enorme poder de inversión incide hoy en el “orden de la polis” y, por consiguiente, su nuevo papel no se limita a conseguir la legítima ganancia para sus propietarios y accionistas, sino que los llama a colaborar e innovar en proyectos sociales de amplio interés ciudadano local y nacional, incluyendo redes de apoyo y acuerdos con las poblaciones locales, la mediana y pequeña industria, el comercio, la academia, científicos, técnicos, innovadores y dirigencias políticas representativas de esa ciudadanía, tanto a nivel local, como regional y nacional.

En ese marco de libertades y democracia, la natural desigualdad que suscita el mercado no es, pues, por sí misma, lo que definirá el mayor o menor grado de bienestar social, sino quién y cómo decidirá invertir los excedentes económico-sociales y qué bienes y servicios deberán priorizarse colectiva y democráticamente, frente a recursos siempre escasos.

Se subsidia así, políticamente, desde lo colectivo a lo particular, la asignación de mercado, la que por sí sola parece incapaz de destinarlos con miras a un más estable orden social, de modo que las diferencias socioeconómicas no terminen por amenazar la propiedad del capital y la mayor libertad de inversión que caracteriza a las sociedades democráticas y de mercados abiertos. Este complejo entorno decisional requiere, pues, de instrumentos y consensos mínimos sobre las metas que como sociedad queremos lograr, propósito que persistió por un par de décadas en Chile, pero que en los últimos años se ha difuminado en medio de severas críticas al resultado del experimento consensual de los 90-2000.

Impuestos y planificación indicativa son herramientas básicas para estos propósitos: la primera, como respuesta y obligación solidaria de quienes tienen más para emparejar la cancha de oportunidades; y la segunda para avanzar consensuadamente “con” y no “contra” la libertad, propiedad, ahorro y “bien común”, generando políticamente incentivos económicos para inversiones socialmente valorables o inhibiéndolos en aquellas que conspiran contra el bienestar colectivo, incidiendo así en la dirección coyuntural y/o estratégica que las mayorías ciudadanas se han puesto como sueño colectivo al elegir a tal o cual representante de sus intereses..

Se trata, en fin, de la construcción instrumentalmente consistente, consensuada y conjunta de una sociedad libre y justa, que posibilita tanto el progreso individual como el colectivo, premiando el mérito de quienes atienden con oportunidad y calidad las demandas materiales y de servicios de los consumidores en los infinitos mercados que la creatividad humana es capaz de imaginar, pero en la que también los más afortunados solidarizan con su honesto aporte tributario a un Estado que, moralmente encaminado hacia metas comunes y debidamente financiadas, apoya al que cae para que se levante y siga luchando por sus propósitos individuales, conformando así una épica y un poder nacional política y económicamente legitimado por sus ciudadanos. (NP)

Dejar una respuesta