Editorial NP: Fe, esperanza y expectativas de “tiempos mejores”

Editorial NP: Fe, esperanza y expectativas de “tiempos mejores”

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Aunque describir estados de ánimo es difícil, porque las palabras que usamos para nominarlos -bien lo saben los poetas- son de amplia polisemia, para efectos políticos conviene intentarlo, porque si bien la primavera suele traer esperanzas y ánimos renovados, también es, paradojalmente, la estación en la que aumentan las depresiones y el pesimismo, estados que parecieran responder a un acendrado pulso humano y que emergen de la comparación: mientras vemos un entorno que explota en vida y colores y gente con rediviva alegría, nuestras propias vidas son percibidas como grises y aun en invierno, razón de más para tener siempre presente en política la igualdad de oportunidades y los equilibrios redistributivos.

Fe y esperanzas son, pues, estados de ánimo claves, cuyo grado de presencia o ausencia pueden explicar el aleatorio comportamiento de las personas respecto de sus circunstancias y estructuras de relaciones sociales, es decir, tanto en la mirada que tenemos de nosotros mismos, como de nuestro entorno así como las diferentes interpretaciones a las que tales sentimientos nos arrastran.

Fe, entonces, definida como la seguridad o confianza en una persona, cosa, opinión o enseñanzas de una religión, creencia no necesariamente sustentada en pruebas, o seguridad, en algún grado, sobre el cumplimiento de una promesa. Esperanza, asimismo, como ese estado en el que se cree que lo que se desea es posible (Yes, we can), sea con sustento lógico o en base a mera fe. Es decir, estados del alma que se complementan para, desde determinado presente, construir internamente expectativas, otra variable de naturaleza cognitivo-emocional que implica la idea de previsión y que puede explicar y/o predecir conductas y/o razones de nuestros estados de ánimos.

Las encuestas de las últimas semanas no han sido favorables para el Gobierno, un lapso que, por lo demás, estuvo determinado por la revitalización de memorias, imputaciones y  diatribas sobre las razones y consecuencias del 11 de septiembre; el tema de los DD.HH. y sus contextos; la división externas e internas de los partidos políticos en esta y otras materias derivadas; el develamiento de nuevos fraudes, abusos e irregularidades en instituciones de poder, como el Ejército y/o la Iglesia Católica; los conflictos con las Iglesias y la politización de sus respectivos Te Deum; la fracasada acusación constitucional contra tres jueces de la Corte Suprema que nuevamente dividió a la oposición y el oficialismo; la aprobación de una polémica ley de identidad de género que, a su turno, fragmentó a la derecha, todos sucesos que no contribuyen ni a la fe en las instituciones democráticas, ni menos a las esperanzas o expectativas sobre el futuro inmediato.

Si a tales hechos se añaden las incertidumbres que aún persisten en materia económica, con un entorno internacional que no termina de acallar los clarines de guerra comercial entre las potencias mundiales, con pronósticos de J.P. Morgan sobre una nueva recesión; un dólar interno al alza, que encarece los precios de importaciones al consumidor; un valor del cobre a la baja que disminuye presupuestos sociales; países vecinos en crisis políticas (Brasil) y económico-social (Argentina); el inicio de la nueva discusión parlamentaria sobre la modernización tributaria y varios otros, resulta comprensible la caída de las expectativas de ciudadanos y consumidores, aunque alienta a redoblar esfuerzos para recuperar la iniciativa y asegurar a las personas el cumplimiento de las promesas electorales que le otorgaron al Gobierno una sólida mayoría en la urnas.

Desde luego, un cambio de ánimo social no solo exige reforzar la fe y esperanza que convocó a esa mayoría de fines de 2017 a sufragar por la actual administración. Se trata de una mutación que se consigue materializando, aunque sea en parte, los aspectos relevantes del programa y que, como es sabido, responden prioritariamente -aunque no exclusivamente- a expectativas de mejor situación económica para las personas y sus familias. En tal caso, “la pega” del Gobierno es mas bien de carácter normativo y administrativo, pues la capacidad de crear empleo y más inversión (dos objetivos claves de la reforma tributaria) corresponde al sector privado, el que, en Chile, representa más del 80% del Producto Interno Bruto (PIB). Y si bien el gasto social es la parte de la responsabilidad que asume el Ejecutivo, no hay que olvidar que un compromiso adicional es reducir la deuda y el déficit fiscal, tareas que implica ajustar y perfeccionar el uso de los recursos administrados por el Estado, mejorando o eliminando programas ineficientes, donde un 46% de los evaluados por Dipres obtuvo recientemente baja o mala evaluación.

Si bien Hacienda y Economía han avanzado en tareas administrativas y normativas que ayudan a agilizar y movilizar una mayor inversión, la que, por lo demás, ha ido en aumento, pareciera que los ritmos de concreción de las acciones de desburocratización que no requieren del Congreso para operar, no han sido suficientemente ágiles como para que la ciudadanía comience a sentir, en carne propia, dichos progresos, mientras que los ajustes en el aparato del Estado han tenido efectos en el desempleo, aun cuando su estructura anterior -dominada por el trabajo por cuenta propia- ha ido cambiando favorablemente hacia empleos a contrata y de mayor calidad.

En materia política, en tanto, las salidas de libreto de ciertos ministros parecieron recomendar un papel más notorio del Presidente en la conducción de los diversos ejes de la administración. Pero su renovada alta exposición pareciera no estar dando los frutos esperados respecto de su aprobación, no obstante que su decisión de actuar directamente en el caso de contaminación de Quintero y Puchuncaví fuera mayoritariamente bien evaluada. De allí que, pareciera recomendable por una parte, volver a la estrategia de menor exposición diaria del mandatario y, por otra, decidir cuidadosamente y caso a caso, los momentos en los aquel tenga que jugar su capital político, sin deteriorarlo anticipadamente.

Así, con el impulso de la primavera, su optimismo, que no con su carga depresiva, conseguir éxito en ambas líneas de acción, exige, sin embargo, de una coalición oficialista, militante y activa en las bases, defendiendo en cada lugar de Chile los progresos del Gobierno; crítica y opinión propia al interior de los círculos de decisión, pero siempre unitaria y disciplinada en la comunicación pública, de modo de ir ayudando a renovar las seguridades y certidumbres de los ciudadanos que pusieron su fe en él, así como mejorar las alicaídas expectativas de que, antes que termine el actual período presidencial, las condiciones económico sociales, personales y familiares, serán coherentes con las que, hace solo siete meses, los llevó, en el secreto de la urna, a decidir por Piñera, reactivando así las esperanzas en que vienen “tiempos mejores”. (NP)

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