¿Cuál es la novedad del “experimento” al que se refiere la economista Mariana Mazzucato respecto de Chile? ¿Hay en su propuesta del “Estado emprendedor para la innovación” algún aporte teórico diferente a las ideas estatistas del siglo XX en América latina?
En términos generales, la tesis de la especialista italo-norteamericana es que el llamado “neoliberalismo” tiende a reducir la innovación en las naciones de menor desarrollo en la medida que el sector privado, que es el que en naciones libres y abiertas determina la asignación de recursos mediante señales del mercado, rehúsa tomar los altos riesgos que la innovación implica, para evitar eventuales pérdidas asociadas a éstas. Así, la académica estima que, en ese plano, el Estado puede tener una relevante función en la medida que -en asociación con privados- puede definir una línea estratégica de desarrollo a la manera de una “misión” y empujar dicho proceso invirtiendo y usando sus propias capacidades, cuidando, eso sí, de que los costos de la innovación no superen el valor de la inversión realizada en ella y así generar valor positivo para la sociedad.
Como se sabe, Mazzucato pone como ejemplo de este tipo de acciones estratégicas estatales la decisión del Gobierno de John F. Kennedy en los años 60, cuando Estados Unidos se encontraba en plena competencia internacional de sistemas político-económicos con la Unión Soviética y ésta le había sacado ventaja en el desarrollo de la industria espacial. En ese marco, el presidente norteamericano lanzó el enorme desafío de enviar un hombre a la Luna antes de que terminara la década, una hazaña público-privada que significó miles de millones de dólares, pero que culminó con éxito, cuando el 16 de julio 1969, Neil Armstrong, tripulando la Apolo 11, pisó suelo lunar. Por cierto, Mazzucato releva en su trabajo no solo el proceso tecnológico y de innovaciones que implicó la “misión” misma, sino las derivadas en aplicaciones de uso civil que aquella significó en productos que van desde la propia cohetería -cuyos usos militares son bien conocidos- hasta la miniaturización, nuevos materiales y uso de satélites de comunicación, observación, posicionamiento global o vigilancia civil, aunque, también, militar.
En el lapso 1973-1989, tras el fallido experimento socioeconómico de industrialización socialista, Chile también decidió desde el Estado avanzar en su desarrollo a través de ciertas áreas productivas prioritarias, basados en la idea de las “ventajas naturales comparativas” (minería, forestación, pesca y fruticultura). Pero la apuesta de las autoridades del momento fue traspasar al sector privado el total de la responsabilidad de su explotación y crecimiento, mientras el Estado ejercía su poder político a través de la facilitación jurídico legal de esas actividades, incluidos generosos subsidios a la forestación y bajas barreras de entrada a la inversión minera, pesca y agroindustria fruticultora, sin necesidad de asociarse necesariamente a esos proyectos, ni “emprender” accionaria ni administrativamente en aquellos.
De esa forma, el riesgo de la eventual falencia económica de esos emprendimientos privados -y la consecuente pérdida de capital- resultaba una carga principalmente para el inversionista particular, mientras el Fisco se nutría de recursos de los proyectos exitosos a través de los impuestos a la renta que esas empresas generaban y que, atraídas por buenas condiciones contractuales, se instalaban por cientos a través del territorio nacional. Así, dada las facilidades, certezas jurídicas y protección del derecho de propiedad, desde mediados de los 70-80 se inició un proceso más o menos exitoso de privatización de empresas que habían sido creadas o estatizadas entre 1945-1973 y a contar de 1990 continuó su expansión, consolidando el modelo con el perfeccionamiento de la venta de paquetes accionarios de ENDESA, ENTEL, CTC y Pehuenche; ESVAL, LAN Chile, Radio Nacional, FERRONOR, EDELAYSÉN S.A., EMPREMAR S.A. y MINSAL, Colbún-Machicura (Tractebel-Bélgica), EDELNOR, Empresa de Ferrocarriles del Estado (EFE), parte de Tocopilla S.A. (generadora de electricidad para CODELCO), puerto de Lota, y los servicios sanitarios de Valdivia por parte de ESSAL.
Las empresas sanitarias, por su parte, cuya privatización estaba ya considerada en 1989, se habían constituido en 11 sociedades anónimas regionales (EMOS y ESVAL en 1988) y se había aprobado el marco regulador (DFL 382 y DFL 70, promulgados en mayo de 1990). Sin embargo, su traspaso al sector privado fue suspendido por el gobierno de Aylwin, que propuso una nueva regulación y modificaciones a la legislación pertinente, cambios que, empero, debieron esperar hasta 1997.
El resultado de la aplicación de esas políticas económicas “neoliberales”, con el añadido de la mayor presión fiscalizadora del Estado en los 90 bajo los gobiernos de la exConcertación, posibilitó que Chile creciera en esa década a un promedio anual de 7,1%, un ritmo de expansión que casi duplicó el producto per cápita de los chilenos.
Entre los años 1950 y 1973 del siglo pasado, la presencia del Estado en la economía era sustantiva. Los sucesivos gobiernos habían acumulado activos productivos que en 1973 producían el 39% del PIB y estaban repartidos en 596 empresas, cifras que, en todo caso, no incluyen la infraestructura, servicios como educación, salud y vivienda, ni las propiedades agrícolas. Dicha estructuración económica, impulsada por la idea de un Estado líder en la “misión” desarrollista a través de la sustitución de importaciones, la industrialización y reforma agraria, produjo un crecimiento promedio de 3,8%, pero instaló una inflación de 36% promedio en las décadas 1950-1970, con dos peak: el de 1955, de 84% bajo el gobierno populista de Carlos Ibáñez; y el de 1973, de casi 700% en el gobierno socialista de Salvador Allende.
Y si bien la propuesta de Mazzucato no se aparta demasiado de otras miradas reformistas del capitalismo liberal, como las que caracterizan el modelo de desarrollo capitalista asiático (Corea del Sur, Singapur, Japón) o socialdemócratas (como en países de Europa Occidental), aquella perspectiva política “misional” de Estado “emprendedor” y guía procurador del desarrollo, también se observa en la aplicación de las nuevas corrientes capitalistas de Estado de corte autoritario o iliberal (Rusia, Bielorrusia, Hungría) o socialista popular (China, Viet Nam).
Es decir, dado que el modelo socialista centralista y estatal de desarrollo económico sucumbió a la competencia con el Occidente liberal, encarnado por EE.UU. y Europa Occidental, sus derivadas hacia modelos económicos más eficientes, productivos y competitivos estimularon nuevas propuestas estatistas que, para conseguir el propósito económico misional autoasignado por sus elites, han obligado a reformar sus democracias con fórmulas de gestión política autoritarias, iliberales y/o populares. Y es que una conducción económica forzada por el aparato estatal implica necesariamente, de una parte, un liderazgo interno fuerte que imponga la estrategia; y, por otra, inevitables colisiones de intereses con particulares cuyos planes de inversión o emprendimientos son afectados por las determinaciones político-estratégicas del Estado, tal como en el pasado socialista real lo hicieron las expropiaciones, fijaciones de precio o distribución mayorista de productos masivos, todas operaciones con pocas expectativas de defensa justa de derechos ante poderes judiciales cooptados y que, finalmente, dada una administración de bajo riesgo para los gestores de turno, terminaron siendo ineficaces y quebrando, como se vio en el pasado y se ha visto en bullados casos recientes en China y Rusia.
No es que el capitalismo liberal no tenga igual tipo de experiencias. La velocidad de cambio de los mercados libres dificulta la planificación de “negocios seguros”. Pero la diferencia sustantiva es que cuando quiebra una empresa en una democracia liberal, el fallido es el inversionista y sus coligados; en el caso del capitalismo estatal, en cambio, es el conjunto de la sociedad la que paga el error, pues la inversión la ha realizado el Fisco, usando impuestos o endeudamiento nacional.
Así las cosas, Mazzucato ve con interés el experimento hacia un “Estado emprendedor” que pareciera querer impulsar el actual Gobierno del Frente Amplio y el PC, aunque, por cierto, su propuesta no sea sino una derivada de aquella añosa idea socialista “utópica” o “científica” del siglo XIX que buscaba instalar mayor justicia e igualdad en la distribución de los bienes y servicios producidos por aquella “burguesía” industrial ascendente que había logrado zafar del poder arbitrario estatal de las monarquías absolutas. Es decir, un modelo mediante el cual, la fuerza política y “legítima” del Estado democrático burgués -tomado a la fuerza o electoralmente por una nueva clase que asume todo el poder- redistribuye los resultados del proceso de creación de riqueza, quitando, vía impuestos o expropiaciones, el excedente a los “ricos” y destinando parte de esa enajenación a los más pobres, aunque, por cierto, buena porción del botín quede en intersticios del Estado y sus administradores.
De allí que, como muestra la historia reciente, el modelo centralista estatal fracasara estruendosamente y la URSS terminara desapareciendo, generando sendas democracias iliberales en varios de sus estados componentes; o se mantuviera, aunque con transformaciones económicas sustantivas, al traspasar, desde la administración estatal a los privados, la gestión de miles de empresas que compiten hoy con sus iguales de todo el mundo con reglas del mercado, como el caso de China, nación que, empero, también mantiene un férreo control político de las libertades cívicas, a través de una democracia popular conducida con mano de hierro por un partido único.
Chile puede, pues, volver a experimentar con una mayor presencia del Estado en la economía para “matar el neoliberalismo” o como señalara el presidente “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba». Pero no se debiera olvidar los resultados que esas propuestas han significado para los pueblos de una diversidad de países del área y de otros continentes en materia de libertades. Porque, si bien en el país, hoy solo el 20% del PIB es producido por fuerzas productivas ligadas al Estado, el 80% restante está en manos ciudadanas nacionales y/o extranjeras, una proporción que, en todo caso, muestra la enorme fortaleza de las ideas de libertad, ligada a la producción de bienes y servicios según las propias fuerzas creativas e innovadoras de las personas siguiendo las señales de un mercado libre que cuenta con una infinita cuadrícula de nichos de desarrollo e innovación permanente, de necesidades y satisfactores que surgen, crecen y desaparecen al ritmo de la capacidad de sus impulsores.
Es decir, es cierto que los chilenos han llamado la atención a sus autoridades sobre las desigualdades e injusticias que las libertades de los “espíritus animales” tienden a generar, cuando operan sin la morigeración propia de una moral política y social con real liderazgo cultural; pero también, según muestran los resultados del plebiscito del 4 de septiembre, no quieren que aquella intervención equilibradora del Estado termine afectando sus actuales libertades. Se trata de diseñar un Estado democrático que vele efectivamente por la justicia e igualdad, consagrando derechos sociales para sus ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, proteja las libertades tan duramente alcanzadas, tal como por lo demás lo reconoció el propio presidente en su discurso post plebiscito.
Un experimento económico “misional” que emerja desde la ingeniería de las elites del Estado acorde con la actual coyuntura mundial más bien parecería recomendar que el país facilite normativamente a los emprendedores y empresarios nacionales y extranjeros crear valor e innovación en energías limpias basados en las riquezas naturales del país, como el litio y el cobre; así como desde los avances tecnológicos a los que Chile ha tenido acceso gracias a inversionistas foráneos y connacionales que posibilitan que hoy casi el 30% de la generación de energía eléctrica del país provenga de fuentes de energía no convencionales.
Sin embargo, un cultivo mal entendido de ideas producto de una mirada medioambiental maximalista e ideológica, ponen en veremos esas posibilidades, tal como ya ha ocurrido con un par de proyectos eólicos en regiones. Al mismo tiempo, es curioso que siendo Chile uno de los principales productores de litio del mundo y, por tanto, teniendo claridad meridiana respecto de dicha vocación productiva, un gobierno autodeclarado ambientalista aún delibere sobre la forma de abordar su explotación sin lograr acuerdos con empresas privadas de alta experiencia y tecnologías ligadas a la electromovilidad, producto de exigencias contractuales que desincentivan las inversiones necesarias; o también porque, creyendo que en país podría lograr mayor tajada en la eventual renta de dicho patrimonio si es el Estado es quien emprende, arriesga amplios espacios de intercambio comercial al intentar la conformación de una suerte de Opep del litio convocando a Bolivia y Argentina -que ya tomaron la delantera en la explotación- a realizar esfuerzos conjuntos en tal sentido.
Cuando a fines de los ‘50 e inicios de los ‘60 China intentó su política del “Gran Salto Adelante”, queriendo romper su dependencia industrial con la URSS -que por aquellos años buscó aplicar una división internacional del trabajo dando a la nación asiática el papel de granero del campo socialista- Beijing, molesto por el efecto en el deterioro en los términos de intercambio agro-industria, intentó producir aceros propios de alta resistencia, partiendo desde la experiencia centenaria de su siderurgia. Sin embargo, esa industria se encontraba muy atrasada para conseguir los niveles de calidad requeridos para la producción de aceros para maquinaria pesada o armamentos modernos. Entonces experimentó alcanzar con sus hornos tradicionales las mayores temperaturas necesarias para conseguir fusiones que permitieran mejores productos. Tras la explosión de varias de aquellas instalaciones, China comprendió la necesidad de superar la brecha tecnológica mediante la asociación, compra o especialización de científicos en el exterior, para conocer aquellos secretos técnicos que países como Suecia o EE.UU., habían ya conseguido.
Chile también, en la década de los ‘60, entusiasmado con las políticas de desarrollo hacia adentro, intentó su industrialización y la fabricación de sus propios automóviles en asociación con capitales franceses; o televisores, sin éxito. La competencia internacional y productividad de otras naciones que habían iniciado estas producciones 20 años antes, eran inalcanzables y, a mayor abundamiento, obligaban a la mayoría de los chilenos a ver el automóvil o la TV como bienes de lujo. La autorización de importación de autos de otros países desarrollados en los ‘80 hizo posible que hoy más del 70% de los hogares tenga uno en la puerta de su casa.
Dar el salto hacia una segunda fase exportadora que supere en ingresos y rentas a la lista de más de 3.600 bienes y servicios que hoy colocan unas 7.300 empresas en más de 180 países del mundo por un valor de US$95 mil millones al año, es un logro que diversos lideres políticos y especialistas han relativizado ante la necesidad de encarar el virtual estancamiento de la productividad e innovación que vive la economía, criticando el actual esquema como “extractivista”, sin considerar la enorme integración de nuevas tecnologías que exige el mantener liderazgo en minería, fruticultura, industria forestal y acuicultura, así como la fuerte corriente de innovación que se ha producido a partir de dichos sectores, como las investigaciones en nanotecnología y nuevos materiales a partir de la celulosa o procesos farmacológicos antibacterianos derivados del cobre.
Novedades técnicas en nuevos productos a contar de esas áreas pueden significar un real salto adelante, a condición que se cuente con la capacidad intelectual y creadora necesaria al efecto -lo que depende de un salto en la calidad de nuestra educación-, así como ingresos adicionales para un país cuya matriz energética, no obstante sus declaraciones, es aún mayoritariamente dependiente de productos fósiles importados que, a mayor abundamiento, ponen en riesgo su más profunda integración económica mundial debido a la persistencia de una producción “sucia”.
Entonces, una política económica “misional” coherente con un Gobierno Turquesa, como se define el actual, indica con claridad que una tarea nacional que templaría voluntades y congregaría la fuerza de las nuevas generaciones sería poner como meta lograr antes de 2040 “transformar a Chile en el primer país en generar el 100% de su energía sobre la base de fuentes no convencionales limpias”, así como “ser exportador de aquellas, tanto vía interconexiones internacionales, como por la venta de Hidrogeno Verde”, aprovechando sus ventajas comparativas naturales, así como su estructura económica y la suscripción de decenas de tratados comerciales que la mantienen abierta al mundo.
Pero para aquello, la autoridad y el oficialismo político requiere terminar de una vez por todas con su desconfianza hacia el sector privado y la empresa, así como asumir pragmáticamente que los Estados modernos, (que no están compuesto por ángeles ni santos) para no corromperse y mantener una democracia liberal y abierta, requieren estar lejos de la tentación de ser gestores o administradores de empresas que dediquen sus esfuerzos a materializar esos objetivos, y fungir eficientemente como “planificadores indicativos”, es decir, marcar caminos, facilitarlos legalmente y proteger su desarrollo por parte de la sociedad civil con más certezas, estabilidad jurídica y respeto a la propiedad de los bienes de producción y sus resultados.
Por cierto, actuar también como dinámicos, eficientes y éticos fiscalizadores del pago de impuestos que cada quien debe tributar para financiar derechos sociales, cada vez más amplios y costosos, pero que dan a los países la armonía y tranquilidad de espíritu que exige el asumir los riesgos de la innovación, pasando así a la ansiada segunda fase exportadora que genere los ingresos necesarios para cumplir con las promesas político-programáticas de campañas e impulsar realmente el desarrollo gracias a los mayores excedentes, más ahorro y, por tanto, acceso a capital con menos costo que facilite nuevos emprendimientos e innovación. (NP)