Editorial NP: ¿Es capaz nuestra política de lograr bien común?

Editorial NP: ¿Es capaz nuestra política de lograr bien común?

Compartir

Empresarios y expertos reunidos en el foro Icare “¿Cómo viene el 2019? han coincidido en la necesidad de conseguir acuerdos políticos en torno a las reformas económico-sociales pendientes en el Congreso, como un factor relevante para disminuir la actual incertidumbre que campea en amplios sectores de nuestro país, lo que se añade a las externas derivadas de la guerra comercial entre China y EE.UU.; la ralentización europea -con problemas en Italia, Francia, Alemania-; y Latinoamérica, con sus respectivos problemas en Argentina, México, más la crisis venezolana.

Así y todo, en los hechos, a pesar de las amenazas exteriores, la actividad en Chile ha mostrado un renovado impulso en los últimos meses y se espera que el país crezca casi al doble de lo que lo hacía en años anteriores. Sin embargo, se observa aún cierta lentitud en la inversión, empleo y consumo, hechos que se explican por, y que han impactado en las expectativas de los agentes, transformándose, a su turno, en reprobación en las encuestas sobre adhesión política, haciendo caer la anterior aprobación del Presidente y su Gobierno.

Este nuevo cuadro -como no- ha estimulado polémicas públicas al interior del oficialismo en las que se apunta a eventuales errores de comunicación o estrategia de la actual administración al poner en juego su propio legado y trascendencia en la aprobación o rechazo de las reformas en un Congreso en el que, por lo demás, no cuenta con las mayorías para aprobarlas según su leal saber y entender, lo que hace prever la posibilidad de una cierta licuefacción de las modernizaciones que originalmente se propuso el Gobierno en su programa..

Al mismo tiempo, en la oposición se traba una litis que -por cuestiones de influencia partidista- se pone sobre la mesa de negociaciones la eventual comparecencia de una colectividad en la aprobación o rechazo de aquellas, como condición de un acuerdo administrativo para conducir la Cámara, y que incluyó hasta una deleznable operación política que, vía anónima, hizo caer un trabajoso acuerdo previamente alcanzado en dicha institución.

En este escenario ¿es verdaderamente posible conseguir que la política y sus protagonistas puedan efectivamente lograr convergencias en un punto medio de coincidencia en función de un supuesto “bien común”, el que -según lo observado- tiene poco de común, dada la enorme brecha de divergencias que se divisan entre los diversos grupos y tipos de poder cuyos intereses colisionan?

La política del siglo XX, con sus profundas y devastadoras divisiones del tipo “suma cero” (si tu ganas, yo pierdo; si yo gano, tu pierdes) se caracterizó por una acerada articulación de discursos ideológicos en los que las naturales contradicciones de intereses que emergen en sociedades diversas y plurales se asumían como supuestamente insalvables.

Aquellas diferencias nos llevaron a una de las centurias más luctuosas de la historia humana, con millones de muertos en dos grandes guerras mundiales y otros tantos en la brutal lucha entre dos sistemas políticos de producción que se enfrentaban ofreciendo cada uno fórmulas mágicas y modos de vida que -paradojalmente- transfigurarían al planeta en un abundante y mejor lugar para vivir. La política fue incapaz de conseguir un punto intermedio de negociación en el que “el bien común” se expresara de manera aceptable para los bandos. Y los resultados están a la vista.

En efecto, la historia del siglo XX será vista en el futuro como -tal vez- la última fase de la pre-historia de una especie atolondrada y ramplona, con escasa capacidad creativa y pulsos animales de supervivencia a flor de piel, incapaz de observar y aprovechar con inteligencia su entorno, utilizando las enormes ventajas y avances de una pequeña elite de investigadores, científicos, profesionales, artistas y hombre de bien que, apartada de la bullangera parvada al borde de la crisis agresiva y eterno pavor, siguió creando para solucionar el único y central problema del que derivan todos esos miedos: los desequilibrios entre necesidades y escasez y el dolor que aquella suscita.

Demás parece recordar que las naciones que durante ese período fueron capaces de converger en acuerdo nacionales, de unidad para el progreso y la paz, que construyeron tales acuerdos sobre la base de una estructura jurídico-legal que, apoyada en la sensatez de grandes mayorías, se hizo estable y segura en el tiempo y cuyos más sabios liderazgos impulsaron la libertad y democracia para sus pueblos, son las que, en la actualidad, lideran los ranking de mejor calidad de vida, aún cuando sus productos internos brutos no sean necesariamente los más altos, mientras que los que lideran en riqueza no sean probablemente los más felices, pues, su abundancia dispar, les impone tareas en las que sus habitantes son expuestos -en nombre del poder nacional- a nuevas y permanente bregas internas y externas para sostenerlo, en un mundo en el que la escasez continua ahogando a miles de millones, producto de los citados miedos que aun los recorren y, por cierto, de esa incapacidad política de sostener la paz y la producción abundante de bienes en los Estados en que aquellos habitan.

Es cierto que el sistema que hemos ido edificando en Chile -buscando siempre generar las condiciones que nos permitan vivir realmente en fraternidad, libertad y equidad- tiene aún fallas y falencias que hicieron decir a W.S. Churchill que era “el peor de todos, a excepción de todos los demás” y que las nuevas generaciones tienen como tarea ir resolviendo. Pero, desde luego, sin obligarse a “pasar la retroexcavadora” para iniciar “todo de nuevo”, tanto porque es un método cuyas nefastas consecuencias ya hemos visto en otros lugares del orbe, como porque su materialización es tan ineficiente e ineficaz como las guerras: una destrucción generalizada que no solo acaba con lo “malo”, sino también con los aciertos de las generaciones anteriores, teniendo al final, como única “satisfacción” de la imposición lograda, una supuesta “victoria” o “gloria”, mientras el deshonrado “perdedor” espera calladamente por una nueva confrontación futura.

Chile tuvo, hacia fines del siglo pasado y los primeros del presente, uno de sus período más notables de avance económico social gracias a una clase política que, más allá de sus legítimas convicciones ideológicas -sean ellas entendidas como falsas doctrinas, ilusiones, o como cuerpo de ideas articuladas en torno a una determinada jerarquía de valores- pudieron modular un conjunto de prioridades objetivas y de “bien común” que nos permiten hoy mostrar una sociedad con una extrema pobreza en retirada y una clase media en expansión que, en democracia y libertad, puede soñar con la construcción personal y familiar de una vida, según sus propios objetivos y propósitos, sin la permanente tuición de salvadores oficiales de cualquier índole.

¿Será, pues, capaz, nuestra política y sus actuales protagonistas de conseguir las convergencias que logren ese aparentemente esquivo punto de coincidencia entre las partes, en función de un pueblo que ya los mira con desdén y desconfianza y que siendo mayoritariamente moderado, solo quiere -sin incertidumbres normativas, sin vanas peleas públicas de poder y con certezas de que sus derechos serán respetados y profundizados- continuar en libertad su esfuerzo diario para, con equidad, hacer realidad sus propios sueños, al margen de los “buenos propósitos” por los que nuestros dirigentes político-democráticos siguen en su ya centenaria discordia? ¿Tendremos finalmente una clase política con el peso y autoridad -que emana del soberano-, que se respete y haga respetar normas y leyes dictadas para una mejor y más armónica convivencia entre los tipos y grupos de poder que inevitablemente coexisten en las sociedades libres y que la política tiene el deber de coordinar?

Es cierto, se puede gobernar para el bienestar ciudadano, en buena parte, vía administrativa, sin necesidad de complejos acuerdos con el amplio conjunto de voluntades ciudadanas representadas en el Congreso, en el que, por lo demás, también se pueden expresar innobles pasiones como las de oponerse a todo, simplemente para evitar el éxito del gobierno de turno, lo que hace aún más difícil coordinar y administrar “bien común”.

Asimismo, es evidente que mantener normativamente pendiente ad aeternum modernizaciones tan necesarias como la tributaria -que permite financiar programas sociales de enorme relevancia para la equidad-; la laboral -que posibilita más competitividad y productividad a las empresas nacionales frente a sus pares del mundo y pone al día añejas normas provenientes de la sociedad industrial para adecuarnos a la emergente revolución digital- o la previsional -que permite hacer justicia con quienes contribuyeron con toda una vida de trabajo para las nuevas generaciones- no solo afecta a las actuales autoridades, sino también a las siguientes y, en consecuencia, al país en su conjunto.

La inflexibilidad negociadora, conductas partisanamente obstinadas, la incapacidad de empatizar con los requerimientos más urgentes de la ciudadanía, como la seguridad ciudadana, la mayor eficiencia productiva, capacitación permanente, promoción de inversiones y empleo, fortalecimiento de nuestras industrias, inciden, más temprano que tarde, en un mejor comportamiento de la economía, haciendo crecer aún más la raíz de todos los males que nos separan e imposibilitan los acuerdos para el esquivo “bien común”: los desequilibrios entre nuestras necesidades y la escasez de los bienes demandados, que son los que, en definitiva, conforman la base material del bienestar que todos perseguimos. (NP)

Dejar una respuesta