Editorial NP: Educación democrática y libertades

Editorial NP: Educación democrática y libertades

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Hay al menos dos grandes formas de abordar la educación de las personas para traspasarles la información y experiencias que las ajusten al grupo y les eviten la reiteración de errores de diagnóstico que los lleven a caminos sin salida. La primera, de tipo imperioso, que impone normas y comportamientos mediante la amenaza del poder de coacción física y/o sicológica, la vieja potestas romana; la segunda, del tipo didáctico, en la que guía y discípulo buscan vencer en conjunto -con-vencer- la tensión que la realidad impone, aún a costa, a veces, de que el aprendiz deba sufrir las consecuencias de su decisión por un tiempo; la respetada autoritas latina.

En la muy extensa recopilación mundial de investigación educativa, tanto de niños como de adolescentes y mayores, el misionero y filólogo norteamericano, Daniel Everett, hace un interesante aporte en su libro “No duermas, hay serpientes; Vida y Lenguaje en el Amazonia”, en el que relata su experiencia con una antigua y casi virgen tribu amazónica -los pirahaos-. En uno de sus relatos, Everett recuerda que, conversando con el jefe tribal, observa que uno de los más pequeños hijos del líder ha subido a un árbol de gran altura y teme por su seguridad. El investigador lo alerta, ante lo cual el cacique responde: “¿Y cómo quieres que aprenda?”

En el pasado reciente, la propia cultura cristiano occidental, por su parte, promovía que “la letra con sangre entra”, otra forma de manifestar tanto la estricta disciplina necesaria para el aprendizaje, como el esfuerzo que se debe realizar para incorporarle al educando la información y formación adecuada para su buen funcionamiento en el sistema y su relación con los demás.

La palabra educación proviene del latín educere que significa conducir, guiar, orientar, una definición muy apropiada a esa concepción de educación basada en la potestas en la medida que conducir o guiar importa un grado de poder del conductor o guía sobre el conducido, en el sentido de ser obedecido por éste. Y cuando aquello no ocurre, operar con la fuerza de la coacción que obligue al guiado a la conducta deseada, buscando así integrarlo mejor al grupo de pertenencia.

También, empero, es posible vincular su definición con exducere que significa “sacar hacia afuera”, es decir, descubrir en el educando aquello que, estando a priori dentro de sí, en su propia naturaleza, emerge en el proceso educativo como aporte propio e individual a su crecimiento y, en consecuencia, como eventual nueva contribución a la sociedad.

No obstante, bajo ambas definiciones, educar consiste en tratar de incorporar o desarrollar en la persona las normas de comportamiento y el conocimiento pertinente para su mejor desempeño en el grupo social, evitándole caminos recorridos y probadamente erróneos, generando así un sentido común que ahorra energías, tanto al aprendiz mismo, como al conjunto al que pertenece, mediante su mejor ajuste de comportamiento con los otros, evitando así que su eventual in-moralidad sea dañina para el mismo y los demás.

Dado que los seres humanos somos un “embutido de ángel y demonio”, como bien nos recuerda Parra, para el caso de la educación ciudadana, potestas y autoritas conforman la díada de oro para la generación de una real capacidad educadora y/o de legitimidad del poder político, pues solo una correcta combinación entre ambas posibilita la transmisión efectiva de costumbres, conductas y moral que aseguran la armonía del conjunto social.

Una sociedad armónica depende, pues, de esa infaustamente escasa habilidad de sus dirigencias de conjugar tales cualidades en su justa medida, de manera que sus liderazgos sean eficientes y eficaces en la conducción del conjunto de personas libres que libremente han decidido reunirse para conseguir objetivos compartidos, pero que, en su actividad diaria, siempre oscilarán entre sus propios ángeles y demonios en el cuidado de sus intereses. Así, el buen educador, conductor, maestro o guía debe saber cuándo hará pedagogía (no demagogia) mediante su autoritas y cuando lo hará a través de su potestas, cualidades que, en democracia, son, por lo demás, transferidas voluntariamente por los propios gobernados, siguiendo el contrato social constituyente que dicta cómo relacionarse y comportarse.

Y si bien en la democracia liberal la educación ciudadana o cívica -con sus aciertos y errores de decisión- se va gestando paso a paso mediante un aprendizaje social que es generalmente asistemático, espontáneo y, a veces, hasta caótico, las personas que en ella conviven, siendo de muy diversas extracciones, culturas y convicciones, van integrando paulatinamente modos de conducirse conscientemente que posibilitan mayor armonía en la cohabitación. Así, éstos aprenden a respetar consignas y señales que protegen una más conveniente avenencia con el otro y, en paralelo, rechazan aquellas que enervan el entorno, imponiendo costos sociales efectivos al bienestar de los trasgresores. Es decir, la sociedad aprende e incorpora en la práctica, lo que le conviene, premiando a quienes acatando el acuerdo desean ser parte de lo que la mayoría valora y transforma en sentido común; y castigando lo que no le es funcional, sancionando a rebeldes e infractores con el dolor del ostracismo y/o el rechazo.

En sociedades iliberales el proceso es más estructurado. La educación ciudadana es planificada y conducida por la razón de Estado e ideología de sus autoridades; y su gestión, impuesta mediante currículos y normas de conducta uniformes, decididas por la elite gobernante, que son aplicadas de modo obligatorio al conjunto social, buscando igualar y armonizar conductas, al tiempo que penando la rebeldía ante el poder y las infracciones a la regla con ejemplar rudeza. De ese modo, una gran mayoría obedece, tanto por necesidad de ajuste al sentido común impuesto, como por temor al castigo u ostracismo. El poder del soberano queda limitado a la selección de quienes la fuerza del Estado atribuye capacidad para aportar “verdad” y “armonía”, exiliando al rebelde y encarcelando al trasgresor. De ese modo, la crítica se reduce a la autocrítica en los entornos de la elite, y la sociedad, en su conjunto, cae en un bucle de reiteración de errores, estancando el progreso.

Pero como se ve, en ambos casos se trata irremediablemente de poder, normas y obediencia, con el propósito de una convivencia que posibilite la colaboración armónica y pacífica entre quienes cohabitan en ellas. En las democracias iliberales, autoritarias o populares, el poder del Estado y su estructura de elite asegura coercitivamente la norma y armonía mediante la uniformación, predigerida y autoritaria de las conductas. En las democracias liberales, un pueblo participativo e innovador, creativo y contestario lleva a cabo un proceso aparentemente caótico de desarrollo que va “sacando hacia afuera”, mediante acierto y error, lo mejor (o lo peor) de sí mismo, coparticipando en un progreso permanente, aunque, para ser exitoso en el sentido de no violento, bajo la condición de que en el proceso se respeten las normas consensuadas y aceptadas por la mayoría y se examinen con generosidad las criticadas y revisadas por las minorías, encontrando así soluciones que hagan crecer al conjunto.

De allí que para las democracias liberales sea relevante la sentencia según la cual los electos deberían legislar siempre previendo que dichas normas seguirán rigiendo cuando sus autores ya no tengan poder directo para cambiarlas. Se trata de una alerta que actúa como muro moderador de las pasiones e instintos de dominación surgidos del poder concedido coyuntural, aunque, por cierto, no pareciera convocar a quienes estiman su potestad de hoy como omnímoda y permanente, ajenos al hecho de que bien podrían tener que sufrir las consecuencias de las decisiones de aquellas mayorías circunstanciales, cuando mañana sean de muy distinto signo.

Un sector de la Convención Constituyente ha asumido su papel con este último criterio, depreciando no solo el valor de las normas que le dieron origen, sino que operando mayorías coyunturales cuyo objetivo expreso es la “refundación” de Chile, sin que aquel propósito haya sido demandado ni por el soberano efectivo, ni por quienes lo representaron el 15 de noviembre de 2019. Esta curiosa disposición parece surgir de una inmadura apreciación respecto de su real poder de conducción sobre la educación cívica de los ciudadanos que concurrieron a su elección y que desvalora aquel sentido común mayoritario que, si bien ha exigido reformar aspectos atrasados del proceso paulatino y permanente de construcción de un país con más de 200 años de independencia, están orgulloso de lo conseguido hasta ahora.

Pero la democracia liberal consiste en eso. En avanzar con arreglo a los deseos, impulsos y voluntad de mayorías circunstanciales, aun cuando el paso a dar pudiera ser un error y quienes lo impulsan -aunque también los que se oponen- deban pagar las consecuencias de aquellas decisiones. Tal es el tracto del proceso educativo democrático. Ya vendrá el momento de las correcciones y de nuevos eventuales aciertos.

Es de esperar, sin embargo, que las actuales y nuevas rectificaciones se sigan produciendo bajo la protección que la norma consensuada otorga a las minorías y a los más débiles y no mediante la imposición autoritaria o dictatorial de la mayoría o los más fuertes. No habría que perder esperanzas, en que, no obstante las apariencias, la ciudadanía en Chile se ha educado desde hace mucho bajo un sentido común ya incorporado que valora sus libertades y progreso alcanzados y que, con seguridad, rechazará “refundaciones” ajenas al alma nacional y que pretendan instalarse sin la debida argumentación racional que las explique y convenzan.

Por lo demás, crecer democráticamente “sacando afuera” lo mejor de los chilenos, sin autoritarismos extemporáneos, es consistente con la nueva sociedad mundial que emerge, más libre, horizontal, abierta, participativa y diversa. Perfeccionar lo logrado hasta ahora es, pues, un ineludible, como seguramente lo será respecto de la nueva carta en desarrollo en un par de décadas más. El avance humano, con sus aciertos y deslices, es inevitable y su búsqueda de la perfección, perpetua. Cada generación, yendo tras esa utopía, debe hacer lo suyo, aun arriesgando caídas, porque si no, “como van a aprender”.

Sin embargo, es bueno recordarles a ellas un viejo chiste que circuló en los 90 en Alemania tras la caída del Muro de Berlín: un nieto consultó a su abuelo sobre qué era el socialismo, a lo que el hombre mayor respondió: “La forma más larga de ir del capitalismo al capitalismo”. (NP)

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