Esta semana se inicia la difusión oficial de la franja de televisión abierta que dispone la ley para que los grupos, movimientos y partidos inscritos en el Servicio Electoral emitan sus mensajes a favor de una de las dos opciones que señala la reforma constitucional para el plebiscito de salida del proceso constituyente iniciado tras el acuerdo político suscrito en 15 de noviembre de 2019.
Demás pareciera señalar que, para una decisión de naturaleza tan densamente racional como lo es discernir sobre un contrato social de la importancia y complejidad de una carta fundamental, las comunicaciones audiovisuales que la televisión, como medio, puede llevar a cabo, no tienen la cualidad descriptivo abstracta suficiente, ni adecuada al efecto, máxime cuando ni siquiera la propia lectura del texto asegura una comprensión cierta, profunda e indubitable de sus consecuencias para la vida diaria de quienes optarán por su “Apruebo” o “Rechazo” el próximo 4 de septiembre.
En efecto, desde su misma aparición en los mercados mundiales, la televisión ha sido objeto de innumerables investigaciones sociales y neurocientíficas sobre los efectos comunicacionales que aquella produce, la mayoría de las cuales tienden a confirmar que, por sus características como organizador de emisiones lumínicas y radioeléctricas, el medio supera y escapa a la capacidad de raciocinio de la teleaudiencia, al concentrar sustantivamente su atención en las imágenes.
Como se sabe, el medio permite que apenas el 10 a 15 por ciento de los mensajes de audio o escritos que acompañan a la visualización, quede en la memoria de corto y largo plazo de las personas. Esta cualidad expresiva de la televisión es, en este sentido, de tal entidad, que en la propia enseñanza del periodismo especializado en el medio se recomienda que, en la edición de una nota, las primeras imágenes a emitir sean las de mayor impacto, de manera de concentrar la atención de la audiencia. Y luego, en lo que se conoce como el “efecto videoclip”, se promueve un sucesivo cambio de “tiro” de cámara a un ritmo que nuevas imágenes en pantalla surjan al menos cada tres a cuatro segundos (técnica altamente utilizada por la publicidad), de manera de mantener la atención del público. Se trata, como se sabe, de un fenómeno estudiado por las ciencias de la percepción y que demuestra que, dada la condición cazadora de la especie, ésta suele dirigir la atención sobre los objetos en movimiento. Así, al pasar rápidamente de una imagen a otra, el auditor es atrapado por la vorágine, sobre las que, desde luego, tiene escaza capacidad de reflexionar.
Es decir, la franja -el principal instrumento de difusión de las ideas contenidas en el prospecto de Carta Magna- se llevará a cabo sobre un medio de comunicación cuya cualidad de transmitir imágenes, audio y texto a una velocidad de emisión/recepción que supera la capacidad reflexiva de los auditores, finalmente tendrá impactos más emocionales que racionales en los receptores y, por cierto, motivará conductas más parecidas a pulsos, que a actuaciones reflexivas, una cualidad para nada aconsejable cuando se trata de discurrir respecto de la idoneidad de un contrato legal que conducirá el actuar de cada uno durante una buena cantidad de años.
Y si la TV, con sus conductores y periodistas estrellas logró por algún momento hacer converger opiniones diversas reemplazando, en algún grado, los liderazgos naturales e inmediatos de las personas en sus comunidades, su acción social terminó por derivar el instinto gregario de la tribu a la familia nuclear, mientras que las redes sociales lo han llevado ahora hacia el individuo como nodo de una red virtual tan amplia como el “enredado” busque, trasladando nuevamente los liderazgos hacia organizadores de grupos identitarios de diversa naturaleza cuyas interpretaciones y reinterpretaciones generan aún más incertidumbre en individuos concentrados en sí mismos. Tal vez tal esta evolución de las coordinaciones explique parte relevante de la mala salud mental de los ciudadanos del siglo XXI.
Una segunda dificultad respecto del tema de la comprensión de los efectos que la nueva carta tendrá en la habitualidad de los habitantes del país es que, como se indicara, el lenguaje hablado o escrito tiene una oscilación semántica que, como hemos visto en las últimas semanas, permite que, ante una norma cualquiera, surjan interpretaciones disímiles, no solo respecto del texto en sí mismo, sino también de sus complicadas correlaciones jurídicas con otros contenidos de la propuesta. Un aspecto de la discusión constitucional que ni la TV, ni siquiera la radio o prensa escrita, pueden subsidiar respecto de la eficacia del intercambio en pequeños núcleos de discusión presencial.
Desde luego, la polémica vía redes sociales que protagonizara el Presidente con una exconvencional la semana pasada, es indiciaria de esta asimetría hermenéutica pues, de una parte el mandatario aseguró que una correcta interpretación de las normas sobre el derecho a la vivienda “digna” (y no “propia”), no significa que el constituyente haya descartado la propiedad o dominio (uso, goce y disposición) sobre estos bienes, pues el concepto, como tal, está validado en la carta en otro capítulo referido específicamente al derecho de propiedad que señala que “Toda persona, natural o jurídica, tiene derecho de propiedad en todas sus especies y sobre toda clase de bienes, salvo aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todas las personas y los que la Constitución o la ley declaren inapropiables. Corresponderá a la ley determinar el modo de adquirir la propiedad, su contenido, límites y deberes, conforme con su función social y ecológica”.
Pero, la exconvencional puso en duda la densidad de tal derecho, en la medida que, de una parte deja a la ley declarar ciertos bienes inapropiables, así como el modo de “adquirir propiedad, contenido, límites y deberes, conforme su función social o ecológica” y, por otra, durante las discusiones internas de la convención, la frase “derecho a la vivienda propia” fue reiteradamente propuesta por convencionales para ser incorporada al texto, pero esquivada sistemáticamente, por una mayoría que prefirió el adjetivo de “digna”, en lugar de “propia”, o hablar de “derecho de habitabilidad”, cuestión que, legítimamente, pone en tela de juicio la real voluntad jurídica del pasaje respecto del sueño democrático de la vivienda familiar propia y heredable.
Las explicaciones de otros exconvencionales, según las cuales esa redacción respondería a la necesidad de integrar al derecho a la vivienda “digna” alternativas intermedias a la propiedad, tales como el arrendamiento de casas fiscales a “precio justo”, ponen aún más en cuestión la sana hermenéutica presidencial, pues es perfectamente lógico que en los casos de una “vivienda digna en arrendamiento”, las familias solo tendrían acceso a su “uso” y “goce”, aunque no de “disposición” ni herencia -algo similar a lo que ocurría con los ahorros previsionales, antes de los retiros-. Entonces, tal explicación no solo no aclara la verdadera estrategia legal implícita de la mayoría convencional, sino que incrementa las preocupaciones por la interpretación real que, finalmente, harán los jueces enfrentados a conflictos en estas materias.
Sin la existencia de este derecho expreso en la actual Constitución, los gobiernos de los últimos 30 años construyeron 2,5 millones de viviendas que pertenecen a igual número de familias beneficiarias. El propio gobierno ha anunciado ahora que durante su administración, el Estado financiará la construcción de otras 240 mil viviendas, las que, desde luego, en las eventuales nuevas condiciones jurídico constitucionales, no resulta claro que, tal como sucede actualmente, el Fisco hará propietarios de ellas a las familias favorecidas, traspasando su inicial propiedad fiscal a propiedad privada o, simplemente, una emergente estrategia de “vivienda digna” hará traspaso de de “uso” y “goce” de aquellas a través de un arrendamiento a “justo precio”, pero sin la cualidad de disponibilidad para venderla o heredarla, que es lo que transforma el bien en verdaderamente “propio”, tal como, por lo demás, se experimentó con los fondos de pensiones retirados.
Como sea, tenga razón el Presidente en su interpretación o la tenga la exconvencional -ya lo aclarará la ley o los jueces en su aplicación- son estas imprecisiones contenidas en la propuesta de la Convención las que han hecho afirmar a una inmensa mayoría de los chilenos que se trata de una Carta que o se debe aprobar para mejorar, o rechazar para reformar, y menos quienes creen que se debería aprobar para concretar los derechos contenidos en ella a través de leyes que, empero, deben ser acordadas y aprobadas por la mayoría en el Congreso y que, por cierto, tampoco asegurarán que los problemas de interpretación queden resueltos, ni que la legislación que aterrice esos derechos permita un cumplimiento o aplicación que respete el derecho a la vivienda propia en sus tres consideraciones de uso, goce y disposición, menos aún bajo un procedimiento en el que el Estado ayude subsidiariamente a las familias, como lo hace hoy, a acceder a este bien tan preciado.
Así las cosas, es previsible que en la franja de televisión asistamos a descripciones e imágenes de gran hermosura y cuidado trabajo estético, con caras sonrientes de padres satisfechos e hijos juguetones que, felices, acceden al hogar propio gracias al derecho a la vivienda digna consagrado en la propuesta convencional. Y es probable que, como en el caso de la buena publicidad, tales imágenes ingresen directamente en los circuitos de nuestra desprotegida emocionalidad para derrumbar los muros que instintivamente se levantan contra los mensajes de carga política, desilusionada como está la mayoría de los ciudadanos con las promesas que no se cumplen.
Habrá, pues, que estar alerta. Porque, como ya lo sabe una ciudadanía cada vez más empoderada e informada, no basta con el contrato social y el “ofertón” televisivo para dar por concluida la tarea. Los derechos alentados e integrados al proyecto importan recursos y estos, trabajo, inversión y esfuerzo mancomunado para producir más hierro, cemento y ladrillos que hagan posible las viviendas ofrecidas. Otro tema será si cada uno podrá acceder a una vivienda digna -sea propia o arrendada- si es que ni el Estado recoge todos los impuestos necesarios para el efecto, ni el ahorro e inversión privado es suficiente para alcanzar tasas de interés más bajas que hagan posible a otros sin ahorros, acceder a créditos hipotecarios.
Se explica, entonces, la molestia surgida en las últimas semanas con la conducción del Gobierno, cuya popularidad se ha estancado en el 25% de quienes votaron por el actual presidente en primera vuelta; y la negativa reacción que una mayoría tiene respecto de la nueva carta. Porque, de un lado es evidente que el mandatario ha asumido un papel relevante en la campaña para informar sobre el nuevo texto, con actividades casi al borde del intervencionismo, pero cuyas consecuencias inmediatas para el bienestar de la gente, se sabe, son muy escasas, restando así parte de su relevante tiempo a problemas realmente urgentes de la ciudadanía, como la delincuencia desatada en las principales ciudades del país, la violencia terrorista en la macrozona sur y las mafias de traficantes de personas y drogas en el norte, sin considerar aun la cada vez peor situación económica de millones afectados por una inflación que encarece la canasta familiar más básica.
Por otro, porque los sucesivos errores de la administración se extienden ya por demasiado tiempo y en muchas áreas de la gobernanza, sin que aún se adopten medidas que morigeren, al menos, las dificultades diarias de los chilenos y ante las cuales las disculpas ya no suenan con la candidez de los primeros días, sino que añaden incertidumbres sobre la verdadera capacidad de conducir un país que tienen los jóvenes políticos que hoy gobiernan Chile.
Es de esperar que, en pos de una más justa discusión pública respecto de la nueva carta a plebiscitar el 4 de septiembre próximo, el Gobierno -o la Contraloría en su defecto- termine por distribuir a los movimientos y partidos que están por el Rechazo, al menos la mitad de los librillos impresos con el proyecto de Constitución, de manera que este instrumento pueda ser leído y reflexionado, individual y grupalmente, por la mayoría de los ciudadanos que han decidido participar en el plebiscito y que las interpretaciones posibles que emerjan de esa lectura, alerten sobre las consecuencias de firmar un contrato social sin tener la plena certeza de que quienes lo redactaron actuaron de buena fe y sin segundas intenciones que posibiliten mañana que sus trampas semánticas arrastren a la sociedad chilena a un nuevo periodo de disensos y violencia, así como de incertidumbre social, económica y política que haga huir el ahorro, el capital, las inversiones y finalmente a las personas de un territorio atrapado en una red jurídico constitucional que liquide toda libertad. (NP)