Editorial NP: Desafíos del nuevo Gobierno

Editorial NP: Desafíos del nuevo Gobierno

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La democracia chilena ha dado un nuevo paso en su consolidación tras asumir la Presidencia de la República -cumpliendo con casi el conjunto de normas, protocolos y ritos republicanos correspondientes- el exdiputado Gabriel Boris Font, el trigésimo tercer ciudadano en ocupar esa primera magistratura desde que el cargo fuera creado en Chile, en 1826.

Se trata, como se ve, de una larga tradición institucional que, hacia fines de la actual administración, habrá completado dos siglos de vigencia y que solo ha sido alterada en pocas ocasiones, otorgando al desarrollo nacional una combinación de estabilidad y cambio que ha hecho posible transformar al Chile desde aquella lejana y depreciada Capitanía General del Imperio Español, en una próspera y progresista república democrática.

Hablando desde los balcones de la casa presidencial, el nuevo mandatario ha reconocido en el discurso inaugural de su periodo administrativo, el valor de esa historia, recordando que Chile no parte de cero, sino que su identidad se ha ido conformando de una prolongada sucesión de generaciones y liderazgos que han ido construyendo, paso a paso, una nacionalidad. Dicha cualidad, más allá de la diversidad de sus componentes, ha teñido con sus propios colores una conformación multicultural y multinacional nacida a partir de la mezcla de pueblos originarios, colonizadores y múltiples oleadas de inmigración desde todos los continentes, uno de cuyos representantes, por lo demás, es el propio Presidente, descendiente de familias provenientes de Croacia y Cataluña, así como lo fueron al menos una decena de mandatarios del siglo XX con ascendencias europeas distintas a la española.

Tanto el proceso colonizador, que definió fronteras y territorios americanos en los escritorios y salones de las cortes del viejo continente -pero que asignó a la Capitanía territorios mucho más extensos que los que actualmente ocupa-, como en su posterior consolidación republicana -que extendió la presencia chilena hacia el norte y parte de la zona sur no conquistada por la colonización española- no estuvieron exentos de la violencia propia de un lapso histórico caracterizado por el valor de la tierra, el oro y la plata, como fundamentos del progreso. Un fenómeno que, por lo demás, inundó ideológicamente a las elites de aquellos años y que redefinió soberanías y territorios nacionales no solo en América latina, sino en todo el mundo y que, a fuerza de intereses nacionales, infaustamente, sigue manifestándose, incluso, en el siglo XXI.

Los casi dos siglos republicanos, empero, no solo han ido limando las asperezas y dolores propios de las heridas que dejan la violencia y las guerras, sino que han estado integrando, paulatinamente, como un solo pueblo y bajo el amparo de los pináculos civilizatorios del siglo XIX y XX de la “igual dignidad y derechos de todos los hombres (y mujeres)”, tanto representantes de pueblos originarios y colonizadores europeos, como a las diversas olas inmigrantes que hicieron de Chile su nueva patria -y que aún siguen haciéndolo- formalizando vínculos familiares con representantes de pueblos indígenas y de otras nacionalidades cohabitantes, dando lugar a una ciudadanía criolla y/o mestiza que, por lo demás, constituye la amplia mayoría de los actuales ciudadanos de Chile y los demás países de la región.

Pero las ideas y culturas tienen inercias densas y muy profundas que, por lo demás, explican la persistencia de religiones con hasta seis mil años de antigüedad. Un proceso de doscientos años para conformar cultura nacional es, pues, muy leve, y explica en parte el estallido que ha traído a la superficie de la conciencia social retazos cultural-religiosos tradicionales que, por lo demás, nunca desaparecieron totalmente de América latina en general y de Chile en particular.

Sonia Montecinos en su interesante trabajo antropológico-sicológico social «Madres y Huachos, Alegoría del Mestizaje Chileno» muestra la pervivencia de tales cultos aborígenes americanos en los que la diosa madre Tierra o Pacha Mama es reemplazada, formalmente, por la Virgen María, de manera de mantener ritos y creencias antiguamente prohibidas por el conquistador. Otros revelan como pueblos originarios -aunque ya biológicamente mixturados con el gen conquistador hispano o portugués- siguen adorando a antiguas deidades, aunque bajo formas del catolicismo europeo, continente que, a su turno, se nutrió de religiones provenientes de África del Norte o Asia Menor como mucílago ideológico del antiguo imperio romano, el que, por su parte, fusionó ideas del mitraísmo, practicado mayoritariamente por sus soldados, con la nueva adoración al Cristo, del cual América es, a su tiempo, depositario, aunque, aparentemente, en proceso de retirada, si se atiende a las señales de reencanto con tradicionales ritos religiosos aborígenes en nuestra institucionalidad.

La utopía liberal racional-positivista del siglo XIX que creyó posible superar el pensamiento mágico antiguo y medieval a través de la aplicación a la vida cotidiana de los conocimientos de las ciencias y la técnica, trascendiendo necesidades cultural ontológicas que las religiones -preferentemente- alojan, colisiona, además, con pulsos de la especie que no solo son más persistentes, sino, probablemente, indestructibles: v.gr. la supuesta amenaza que ve para su supervivencia quien sufre desigualdades notorias (la furia de pobres contra ricos es milenaria), aun cuando aquellas sean solo relativas y no realmente existenciales. Recientes investigaciones en primates muestran que el enfado por la desigualdad de recompensas ante similares esfuerzos parece corresponder a un pulso biológico, no cultural, razón por la que habría que esperar que las inevitables diferencias entre personas que se originan en ámbitos de libertad, sigan siendo un problema de gobernanza en Chile y el mundo y porque a la “lucha de clases”, en proceso de abandono por las izquierdas regionales, se ha sobrepuesto la “lucha identitaria indigenista”, cuya supuesta invisibilización social sería resultado de resabios coloniales, aumentados por el “neoliberalismo blanco europeo”.

Sin duda, pues, éste será uno de los desafíos para el nuevo mandatario, quien ha repudiado, y no sin cierta razón a estas alturas de la historia, la idea instalada en el concepto de “pacificación” de la Araucanía, calificando el proceso -iniciado con el Parlamento de Tapihue de 1825 que integró al Estado y nacionalidad chilena en formación a toda la etnia mapuche- de “despojo”, aunque abriendo así las puertas a actuales reivindicaciones ilimitadas sobre territorios que, una vez parte de Chile a contar de 1883, ya sin autonomía mapuche y tras la Guerra del Pacífico, se han regido por casi siglo y medio por leyes establecidas por el Estado chileno, que otorgan legítimos derechos a sus actuales propietarios y, por tanto, protegidos por la Declaración Universal de DD.HH., acuerdos internacionales suscritos por el país y la propia legislación chilena, ahora, empero, en proceso de cambio. Es decir, una colisión de intereses jurídicos de compleja resolución y alto costo que el Presidente se ha comprometido a negociar para superar.

La disposición que el mandatario muestra para abordar la más que centenaria cuestión mapuche bajo cierta lógica de discriminación positiva, pero que desde otro punto de vista pudiera abordarse a partir del pináculo civilizatorio de “igual dignidad y derechos de todos los hombres”, sin excepción, solo se entiende desde una mirada en que las injusticias que se observan en parte de los integrantes culturales de la etnia mapuche serían consecuencias de un “despojo”, el que, no obstante, no afecta al conjunto -en su mayoría habitando ya otras regiones-, muchos de los cuales en su mestizaje son exitosos profesionales, empresarios, militares, políticos, deportistas, artistas y sacerdotes chilenos -tal como otros descendientes de alemanes, italianos, franceses, chinos, árabes o judíos llegados al país-, pero que, ante exigencias expresadas con violencia, gobiernos recientes han reanudado un proceso de restitución de territorios que ha significado la compra por parte del Estado de 212.073 hectáreas, con un gasto de $ 491 mil millones (unos US$ 614 millones) y que ha beneficiado al 41% del área que protegen los títulos de merced entregados entre 1884 y 1929, pero que sectores maximalistas consideran insuficientes al retroceder en sus demandas al llamado “Wallmapu”, tierras que, entre los ríos Bio Bio y Toltén, ocupaba dicho pueblo antes de la conquista hispana, sin tampoco haberlas cedido a la expansión del imperio aymara-quechua incásico.

La eventual negociación anunciada por el Gobierno entrante implica, pues, al menos, disponer de recursos para el 59% de los demás terrenos resguardados por esos títulos de merced, aunque, otros, siendo zonas en producción destinadas a la actividad agrícola, pecuaria y forestal, en manos de legítimos propietarios nacionales y extranjeros, importan evaluar indemnizaciones que incluyan las nuevas inversiones, incrementando aún más el eventual costo de las reparaciones. Difícil negociación para un Gobierno en el que las expectativas y nuevas demandas ciudadanas se han disparado en diversos otros frentes que requieren de igual urgencia y que deben ser enfrentados por un país cuya deuda fiscal se ha duplicado, con una inflación desbordada, alto desempleo, caída de inversión y crecimiento y una sequía inmisericorde que obligará a millonarias inversiones en nueva infraestructura para el manejo de aguas, entre otras obligaciones.

Porque, si de justicia redistributiva se trata, el peso específico de las reivindicaciones en materia de deudas estudiantiles (CAE, por unos US$ 10 mil millones) y déficit presupuestario de las Universidades públicas; de los mayores beneficios sociales a migrantes legales prometido, las mejoras a los servicios de salud, la educación pública y un nuevo sistema solidario de pensiones con aporte estatal; las exigencias de recursos para la instalación de una nueva burocracia en las 16 regiones del Estado Regional y Plurinacional que propone la Convención y el gasto social y administrativo ya comprometido que, como se sabe, ocupa un Presupuesto anual de unos US$ 73 mil millones, todo aquello exige de la creación permanente y sostenida de una enorme riqueza que no parece simple de generar si, en paralelo, la Convención Constitucional relativiza el derecho de propiedad, se impiden por desconfianza en inversores proyectos “extractivistas” en supuesta defensa de la madre tierra y/o se propone la “nacionalización” (estatización) de todas las riquezas minerales, forestales y acuíferas del país, amenazando así con “sepultar” esos recursos -como en la parábola de los talentos- o encarar la eventual imposibilidad de colocarlos en países socios cuyos intereses terminen afectados por determinaciones jurídicas maximalistas en Chile. La imposición no es buena amiga del comercio, transaccional por naturaleza. Si no, baste observar el caso ruso.

Es de esperar que la ciudadanía que entregó su confianza al nuevo Gobierno -que, en general, expresa en encuestas muy altas expectativas- tenga la paciencia suficiente para otorgarle una “luna de miel” más larga y aceptar el “ritmo lento, para ir más lejos” de las reformas anunciadas por el mandatario y, que, como señalara él mismo, no espere que todos sus problemas sean resueltos por la autoridad, sino que, en acción colaborativa -como su propuesta para la lucha ciudadana mancomunada en contra del narcotráfico en las principales ciudades del país- las demandas económicas y sociales pendientes se vayan abordando en conjunto y con el trabajo y esfuerzo de los propios beneficiarios.

La dura experiencia mundial enseña que no hay Estado capaz de reemplazar el esfuerzo creativo e innovador de sus ciudadanos abocados, en libertad, a sus propósitos personales o familiares, porque frente a los dilemas que inevitablemente los Gobiernos deben encarar al tener que priorizar el uso de recursos escasos ante demandas infinitas, cuando el desencanto popular llega, es el propio esfuerzo creador el que siempre permite enfrentar las dificultades, tal como quedó demostrado con la relación entre los apoyos estatales realizados y los retiros de ahorros previsionales de 5 millones de trabajadores durante lo más duro de la pandemia, aunque, a su turno, encareciendo el costo de los créditos, elevando la inflación y disminuyendo el ritmo de crecimiento.

La pervivencia de una sociedad democrático liberal, abierta, participativa, inclusiva y plural requiere derribar el ya muy reinstalado mito cultural de que hay “maldad”, o “egoísmo” en la defensa de los intereses propios -todos tienen derecho a aquello y la lucha indigenista hecha posible en la actual democracia, es prueba de ello-, pues, como señalara A. Smith, no es la solidaridad del panadero la que lleva el pan a la mesa del obrero, sino su interés en intercambiar lo que produce, por lo que su demanda le ofrece. La libertad y diversidad exigen para su proyección y protección del justo y permanente intercambio entre las personas en negociaciones libres, una práctica que no sobrevive en el igualitarismo, autoritarismo y dirigismo estatal.

La solidaridad -si es forzada- suele ser un bien exiguo cuando hay que definir al primero en la fila del reparto centralizado estatal, una brega que, además, menoscaba esa igualdad en dignidad y derechos que se busca a través de intervenciones populistas justicieras, las que, en sus afanes de equidad, terminan, como muestra la experiencia, no solo desnaturalizando la propia solidaridad sino también liquidando la igualdad y la libertad y preanunciando la violencia y barbarie. (NP)

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