Si la democracia tiene una característica que la distingue de otras formas posibles de gobierno es su pretensión de distribuir el poder político y ampliar la toma de decisiones a la mayor cantidad de ciudadanos posible, así como de adoptarlas con el asentimiento de una mayoría, en el entendido que aquella inteligencia colectiva convergería en mejores determinaciones para el conjunto y que, por consiguiente, su práctica ofrecería un ambiente de mayor armonía y estabilidad para quienes se agrupan socialmente en torno a tal tipo de administración política.
El sentido común ligado a la idea de que dicho modo de tomar decisiones tiene ventajas sobre otros en los que las determinaciones que interesan a la sociedad son asumidas por grupos menores (aristocracias, plutocracias, tecnocracias, teocracias, consejos de ancianos) o, incluso, por una sola persona (monarquías, dictaduras, señoríos de la gleba, jefes tribales) se manifiesta en el tradicional refrán según el cual “Vox populi, vox Dei”, es decir, que la voz mayoritaria de la gente representaría la voluntad de la divinidad y, por consiguiente, sus decisiones estarían fundadas en verdades irrebatibles, no obstante la evidencia de que la verdad o las mejores decisiones no son necesariamente un asunto de mayorías, sino, buena parte de las veces, de intensos y profundos estudios de las circunstancias que rodean la decisión y sus consecuencias.
Pareciera innecesario recordar que el concepto de democracia tiene una larga tradición y que sus diversas formas a lo largo de la historia hacen dificultosa la definición de su naturaleza sustantiva sobre la base del puro principio rector de mayorías -que, por lo demás, ha ido en persistente decadencia por la fuerte caída en la participación electoral- y, por consiguiente, compleja la calificación de determinadas sociedades como efectivamente democráticas. En efecto, entre sus fundadores, la democracia estimaba el “demos” solo al conjunto de hombres libres de una ciudad Estado en la que convivían otras diversas categorías de individuos que no contaban con el derecho a expresar su opinión sobre asuntos de la polis, entre ellos, mujeres, esclavos, ilotas, prisioneros y extranjeros.
En su moderna concepción, en Chile y otras democracias del mundo, hasta solo hace unas décadas se consideraba “pueblo” a los personas del sexo masculino, inscritos en los registros electorales, mayores de 21 años, si eran casados y 25 si eran solteros, que supieran leer y escribir y poseedores de un cierto patrimonio, una amplitud que, con el correr de los años y la evolución social, política, económica y cultural que ha permitido la propia democracia, se ha extendido, con cédula única (dispuesta recién en 1958), a las mujeres -aunque solo a contar de 1949 y mayores de 21 años e inscritas en los registros electorales-; los no videntes (1969), mayores de 18 años y analfabetos (1970). Recientes presiones expansivas del concepto han apuntado, incluso, a una nueva reducción a los 16 años como edad para alcanzar la ciudadanía.
Este vector de extensión cuantitativa de la cualidad de ciudadano no ha sido cuestionado o solo lo ha sido tímidamente, en la medida que la idea liberal de que “todos los hombres -y mujeres- nacen libres e iguales en dignidad y derechos” fuerza la argumentación en la dirección de igualar ontológicamente la cualidad de personas de una única especie, sin distinción de razas, color, nacionalidad, oficio, profesión, clase, patrimonio y otras características que tienden a crear diferencias formales -o muchas veces sustanciales- en la estructura jerárquica y de poder que sostiene todo tipo de organización humana, incluida la democrática.
De este modo, no obstante los avances en la ampliación teórica del “demos”, el duro entorno de las sociedades que proclaman las ideas de libertad e igualdad en dignidad y derechos para todos, ha seguido haciéndolas tropezar con las interminables inconsistencias que se suscitan entre aspiración y realidad y que van desde la relativización del derecho a la vida en Estados en los que persiste la pena de muerte o el aborto libre, hasta aquellos de más moderna factura como los derechos a la seguridad física, la salud, educación, desplazamiento dentro y fuera del territorio, libre expresión y opinión, libertad de culto, libre iniciativa personal y de asociación, derecho a la propiedad individual y colectiva y, en fin, todas aquellas libertades que posibilitan mejor vida, pero que, en varias democracias, con o sin apellidos, (populares, autoritarias, imperfectas, híbridas o iliberales) o de reciente desarrollo, no se consiguen materializar, a pesar del deseo mayoritario de la “vox Dei”.
Entonces, ¿es la gobernanza basada en la mera característica de la toma de decisiones a través de mayorías condición suficiente para conseguir concretar el sueño ciudadano de una vida más libre, justa y mejor?
En un plano, pareciera que si, en la medida que se supone cierta consistencia entre la voluntad y deseo manifestado por la mayoría en función de determinados objetivos para los cuales se requiere de su acción para conseguirlos. En otro, no, porque la experiencia muestra que los logros civilizatorios no son solo un asunto de deseo o voluntad, ni menos privilegio exclusivo de las democracias y que ciertas libertades y derechos ciudadanos han sido alcanzados bajo gobiernos de distinto carácter, conducidos por grupos o personajes que han acaparado poder político mayoritario mediante fuerza coactiva o demagogia populista para materializar proyectos “en nombre del pueblo”.
En un giro interpretativo ¿podría, entonces, entenderse como democracia cualquier administración que, habiendo sido mayoritariamente elegida o consagrada, es gobernada por un líder carismático o militar en representación de la ciudadanía? En Grecia, por de pronto, una democracia podía traspasar temporalmente el poder a un “dictador” con el objetivo de superar algunas crisis. Y en tiempos modernos, varios experimentos nacionalistas (Hitler, Mussolini), populistas (Perón, Goulart, Chávez) o democrático-populares (Mao, Stalin, Castro) se han instalado y organizado de dicho modo: un liderazgo fuerte accede al gobierno, aupado por un partido único y/o dominante cuya ideología se auto asigna el papel de “representante de los intereses del pueblo”. Una vez en el Ejecutivo, extiende su influencia política a los poderes legislativo y judicial y adquiere, finalmente, la forma de una “dictadura”. Tales desviaciones “democráticas” suelen usar la auto-calificación de “populares” o “nacional” o “socialista” -en oposición al concepto de “democracia burguesa” o liberal- poniendo énfasis en su origen “popular” y de “mayorías”.
De allí que, una segunda condición sustantiva de la democracia sea la indispensable independencia, separación y autonomía efectiva de cada poder del Estado -avance civilizatorio de la “sociedad burguesa”-, así como que la selección y designación de sus representantes corra por carriles legales, predefinidos y transparentes, con contrapesos institucionales y órganos contra-mayoritarios que validen, según la norma acordada, las actuaciones, nominaciones y elecciones libres e informadas efectuadas al efecto, asegurando así que las mayorías resultantes de ellas sean legítimas.
Una tercera condición se refiere al hecho obvio que, como todo poder efectivo, el democrático requiere también del uso de la coacción en sus diferentes formas para imponer el orden emanado de la constitución y leyes aprobadas por su poder legislativo y cuya aplicación sea realizada por un poder judicial autónomo. De allí que, dada la persistente amenaza de que las democracias liberales deriven por eventuales decisiones mayoritarias en tiranías demagógicas, esta deba mantener un poder legislativo y una justicia independientes que aseguren la no discrecionalidad del Ejecutivo y la imparcial aplicación de sanciones y equitativa protección de los derechos ciudadanos por parte del Judicial. Asimismo, debe contar con policías y fuerzas armadas profesionales y partidistamente neutrales, regidas por la constitución, leyes y reglamentos específicos que guían su actuar, bajo el mando de la autoridad ejecutiva que es quien adopta, bajo su responsabilidad, las decisiones políticas pertinentes, aunque junto a un alto mando militar que obedece dichas determinaciones, tomando las decisiones técnicas correspondientes.
Pareciera, pues, que la mera mayoría ciudadana no bastaría para justificar la definición de un modelo de administración política como una “democracia”, y cuando lo mantiene, requiere de apellidos que las ubican en categorías inferiores a las de “plena”. En efecto, para ser consideradas como tales, en paralelo a la cuestión de las mayorías, éstas requieren demostrar, tanto en la definición de los derechos y libertades constitucionales, como en su organización estatal, desde el centro hasta su última división territorial comunal, que respeta la separación, autonomía e independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, al tiempo que certificar que sus fuerzas de coacción actúan con arreglo a la constitución, leyes y reglamentos y que las faltas a esas obligaciones legales son debidamente juzgadas y penadas por otros poderes.
Pero para conseguir esos equilibrios, la democracia ha debido pensarse a sí misma como tal, es decir, el “demos” mediante la racional negociación de los distintos intereses de sus diversos representantes habrá adoptado un conjunto de normas, deberes, derechos y prohibiciones que, conciliando las visiones de largo plazo del más amplio conjunto nacional, procesan sus diferencias y reglan las relaciones entre ciudadanos y el Estado a través en una carta fundamental y sus leyes respectivas, las que no solo protegen valores y principios coherentes con los preceptos civilizatorios contenidos en la carta universal de los Derechos Humanos y sus libertades, sino que, además, presenta un apoyo que supera ampliamente la mera mayoría simple, puesto que, de lo contrario, prácticamente una mitad de dicha ciudadanía no estaría representada por el marco de convivencia aprobado. Como en el matrimonio, el mero consentimiento de una parte, sin el de la otra, no augura buen futuro ni proyección estable a esa familia.
En una reciente investigación, Chile bajó cinco puestos, al 22º, en el Índice de Democracia 2021 que elabora The Economist, quedando fuera del selecto grupo de las “democracias plenas”, las que, a nivel global, lidera Noruega, seguido por Nueva Zelandia y Finlandia. El índice analiza la situación de 167 países, según su proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles, asignándolos en cuatro grandes grupos: democracia plena, imperfecta, híbrida y autoritaria.
La noticia no es alentadora, aunque resulte obvio que nuestra democracia es, efectivamente, “imperfecta” y no obstante el “consuelo de tontos” de que, según el estudio, solo el 6,4% de la población mundial disfruta de “democracia plena” y más del 33% vive bajo regímenes autoritarios. Desalentadora, porque la pérdida de calidad democrática plena no se refiere a nuestra carta constitutiva, la orgánica del Estado, coopción de poderes o autonomización de sus FF.AA., sino a bajos niveles de confianza en el gobierno, escasa participación electoral y una profunda polarización política, todos fenómenos no atribuibles a la estructura constitucional democrática actual del Estado, sino a la conducta observada por los propios ciudadanos y los deslices morales de elites políticas, sociales, económicas, militares y religiosas sorprendidas en prácticas abusivas develadas por la libertad de información que la democracia permite, pero que han desencantado a una amplia mayoría.
Electa en dicho marco de irritación anti-elitaria, ¿podrá la Convención Constituyente -en la que se eligió a un renovado equipo político-popular- arribar a un texto que, respetando los derechos y libertades consagradas por la actual carta en retirada, mantenga y proyecte los principios, valores y derechos ciudadanos que, a pesar de su desprestigio, ella resguarda, promoviendo el equilibrio de poderes políticos de un Estado que encauce una democracia obediente a sus mayorías, pero respetuosa de sus minorías; que proteja realmente a la ciudadanía común del abuso de los distintos poderes sociales, económicos o políticos y le otorgue los espacios de libertad que posibilitan su acción para defender reivindicaciones que la evolución crea, sin el temor a caer en otros tipos de “democracias” autoritarias, iliberales o populares? Y ¿Bastará con validar, mediante mayorías, que una nueva carta rija la conducta de los chilenos en los próximos 40 años si es que ella no resguardara las otras condiciones, derechos y libertades que legitiman su soberanía?
No se debería olvidar que las mayorías circunstanciales que concurrieron a la votación que les entregó la responsabilidad de redactar una nueva carta, han mostrado, en posteriores expresiones de voluntad política al elegir nuevo Congreso, gobernaciones, alcaldías y concejalías, que su mandato tiene límites no solo en los preceptos señalados en la reforma constitucional que los rige, sino también en que las mayorías conocen bien sus intereses y necesidades como ciudadanos y modifican su actuar si aquellas se ven amenazadas por nuevas inequidades.
La señal es, pues, clara: si bien el propio progreso de los últimos 30 años fue exigiendo ajustes a los preceptos de la actual carta de manera de adecuarlos a los múltiples desafíos sociales, culturales, políticos y económicos emergentes y que se manifestaron en sus más de 200 reformas, el nuevo parlamento que tendrá la tarea de transformar en leyes las normas que redacte la Convención, así como de armonizarlas con la legislación que permanezca vigente, muestra un claro cambio de mayorías hacia la moderación y reequilibrio de esos anteriores vectores entre conservación y cambio. Tal conducta revela que -más allá de sus ideologías- el “demos” buscará siempre limitar los poderes de todo tipo como forma de evitar abusos e injusticias, incluso, a veces, recurriendo a pausas democráticas cuando de defender sus libertades se trata.
La modernidad política ha alcanzado un nivel de desarrollo sociocultural cuya cúpula civilizatoria son los valores, principios, libertades y derechos humanos encarnados en la declaración universal de 1948, que no solo dejó atrás modelos de sociedad con fundamento monárquico feudal mágico autoritario y/o jerárquico estamental, sino que definió a los hombres y mujeres como libres e iguales en dignidad y derechos, sin diferencias ni discriminaciones por motivos de raza, género, color, nacionalidad, religión, oficio o patrimonio.
Infortunadamente, tales segregaciones parecieran resucitar con los afanes reivindicativo, en la letra y espíritu, de ciertas normas de las comisiones convencionales. Para proteger sus avances libertarios, las democracias post II Guerra Mundial han desarrollado formas de administración del Estado nación abierto, tolerante y plural, consistentes con los principios y derechos universales citados y en las que se aseguren las libertades a todos, mediante sistemas transparentes de elección de dirigencias que busquen la más justa relación voto-representación posible; una estricta división y autonomía de los poderes políticos que lo conforman, órganos técnicos contra mayoritarios y contrapesos así, como un uso racional, legal y proporcional de la fuerza de coacción monopólica con que el Estado de Derecho hace valer el contrato social.
Tras más de 30 años de libertades y derechos en constante expansión y perfeccionamiento, todas y cada una de esas cualidades de la democracia liberal plena son hoy altamente valoradas por la ciudadanía, pero la actual discusión de normas de la Convención en materia jurídica, sobre derechos y representación preferente de pueblos originarios confusamente determinados, fragmentación de territorios, estatización de riquezas minerales, de derechos de agua, recursos, entorno natural y hasta el moderno concepto de propiedad, parecen retroceder hacia concepciones fundadas en principios que obedecen a cuestiones raciales y/o mágico-religiosas y precientíficas correspondientes a periodos de la historia en los que los derechos consagrados en 1948 eran privilegios de pequeñas dirigencias, grupos, familias o clanes, cuyo poder discrecional sobre la voluntad de los súbditos era la norma.
En aquellas sociedades, sin el otro avance civilizatorio de la democracia burguesa, el Estado de Derecho, las aparentemente naturales ideas de igualdad ante la ley, de una única e igual ciudadanía electoral y política, responsable ante un único sistema legislativo y de justicia, sin excepciones territoriales, de patrimonio, género o raza, de derechos de propiedad protegidos e inexpropiables por el poder político de turno sin la debida y justa indemnización, autoridad no discrecional, respeto por la cosa juzgada y, en fin, de plena dignidad de la persona por su condición de tal y no por sus atributos culturales, económicos, raciales, religiosos, sociales o políticos, eran solo ensueños de un futuro mejor.
Infaustamente, y según lo hasta ahora conocido, estos avances parecen hoy cuestionados y atrapados en una Convención que vive un loop de tiempo-espacio en un revival de formas de vida, conceptos de nación, soberanía y propiedad territorial premodernas, que se proclaman justas o reivindicativas de usurpaciones de un pasado abusivo, pero que se busca compensar a precios de transferencia presentes, valorizados por el trabajo de decenas de años de sus actuales propietarios, amenazando, además, con hacer pagar los costos indemnizatorios a nuevas generaciones que poco o ningún protagonismo tuvieron, ni como ofensores ni como ofendidos.
Si decisiones como éstas se definieran en la Convención por una cuestión de puras y simples mayorías, sin considerar armónicamente el conjunto las demás condiciones que caracterizan a la democracia plena que el país ingratamente, por lo demás, está perdiendo por su polarización, desánimo participativo y desprestigio gubernativo, no se ve por donde puedan entenderse dichas nueva normas como legítimas. (NP)