La democracia como modelo de organización político social exige, entre otras condiciones, de la existencia de “partidos” conformados por ciudadanos que buscan promover o proteger una particular forma de convivir que consideran valiosa y que es resguardada, como visión de mundo, sociedad y/o país, en un conjunto de certezas que le dan sentido, proyección y conducta a esos participantes.
Sin los partidos políticos y sus respectivas ideologías -que además le otorgan relato y propósito al grupo- la democracia tiende a la dispersión y debilitamiento, en la medida que sin esos patrones de ideas y conductas guías en la gestión política habitual, la gobernanza ejecutiva y representativa se torna complicada, tienden a presentar resultados pobres ante la incrementada discordancia y, así, desilusionada por la ineficiencia, la ciudadanía va abandonando las miradas grupales, quedando en aparente libertad de interpretar la realidad y sus contornos según las propias percepciones y fuentes de información que cada cual integra a su visión de las cosas, según confía en ellas o no.
Pero el individuo dejado al imperio de sus propias experiencias, con un intercambio social de información insuficiente, merced a su aislamiento; lenguaje básico y bajo nivel de abstracción, terminará por conformar una mirada de las cosas definida por la hermenéutica que haga de los fenómenos que observa y exiguos datos intermediados con sus pares en red o medios de comunicación masivos, edificando así un mundo interior con todas las desventajas de quien no ha accedido al conocimiento orgánico, formal y comúnmente aceptado que otorgan los avances científicos y tecnológicos y, por consiguiente, percibirá y actuará en el mundo más desde lo adolescente, onírico o la magia.
La socialización es, pues, gracias a las jerarquías familiares y liderazgos vigentes -que van induciendo obligaciones de adaptación social como la educación pública o una religión determinada- la que genera los vínculos y confianzas indispensables para actuar y mejorar la capacidad de nominación de hechos y cosas que tiene el lenguaje a través del cual el grupo describe realidades, costumbres y recuerdos a los que los individuos no pueden acceder directamente (como v.gr. hechos históricos o geográficamente alejados). Las personas consiguen así la capacidad de designar fenómenos de su hábitat y, luego, una visión de entornos culturales e ideológicos abstractos que resultan en una percepción específica de lo que es el funcionamiento de sus entornos social, ético, económico y cultural y, por consiguiente, ajustan la calidad de su relación con los demás y el medioambiente.
De allí la tendencia natural de la especie a reunirse en torno a grupos con los que siente mayor afinidad de ideas, de sangre, estamentos o propósitos. Estos habitualmente cuentan con una jerarquía que norma no solo conductas, sino el uso del lenguaje grupal, alineando sus interpretaciones y a sus integrantes en función de determinados objetivos de corto, mediano y largo plazo con relatos que son afinados sistemática y permanentemente. Primero, en torno a la familia, la tribu o clan; luego, tras el sacerdocio que interpreta lo divino; o el jefe guerrero que protege del enemigo y convoca al combate; o los grupos de tareas y actividades similares, o los bandos vocacionales, de interés económico, los partidos y/o hasta grupos delictuales organizados.
El grupo define la cualidad del individuo del cual se retroalimenta para progresar o desaparecer, según las particularidades personales de sus integrantes.
Así y todo, el partido no es asimilable a una entidad biológica que fuerce la integración de las personas que se identifican con los principios de su proclamación y postura respecto de la vida y la sociedad, como células a un cuerpo, sino una abstracción surgida como tal durante el siglo XIX y que, como toda institución, posee “personalidad jurídica”, pero no un “alma”. Es la voluntad del conjunto de sus integrantes y calidad de sus dirigencias la que le da propósito y vida en cada momento de su desenvolvimiento en el tiempo.
Es decir, los cambios que la evolución del conocimiento, fuerzas de la producción, la ciencia y la tecnología van provocando en las relaciones entre las personas, inciden en la conformación, estabilidad y objetivos de estos grupos y, por consiguiente, en su interior, cada cierto tiempo, se suscitan diferencias, motines, divisiones, renuncias que modifican y ajustan la presencia del colectivo en la sociedad, buscando mejor representar a sus adherentes o “capital político”. La incapacidad de hacer esos ajustes determina la imposibilidad de sobrevivir en ese competitivo nicho ecológico, augurando su desaparición.
Así las cosas, tal como en el siglo XV la invención de la imprenta de tipos de Gutemberg y en el XVI, la rebeldía de Lutero respecto de la jerarquía eclesial católica, originó un profundo cisma en la Iglesia; mientras la traducción de la Biblia desde el latín a los idiomas vernáculos, provocó el surgimiento de cientos de iglesias locales protestantes, apalancadas por las múltiples interpretaciones del libro sagrado, la abrupta integración a fines del siglo XX de las tecnologías de la Comunicaciones e Información y la digitalización de la producción, comercio y finanzas, entre otros, está produciendo un fraccionamiento de los grupos políticos organizados sobre la base de las grandes ideologías de los siglos XIX y XX, suscitando, a su turno, una disgregación partidista que no debería atribuirse solo a la legislación respectiva, sino a un fenómeno propio de la modernidad capitalista liberal.
En efecto, el salto educacional chileno desde proveer educación universitaria a unos 70 mil estudiantes en los años 70, a superar el millón en los 2000, ha suscitado un tipo de ciudadano altamente crítico, que añade a su percepción de realidad una práctica propia de decenios de participación en extensos mercados desregulados, con múltiples opciones de elección, aunque con fuertes diferencias de consumo -fenómeno inevitable en libertad- pero que alimenta la natural reacción de alerta de supervivencia del desafortunado, generando rebeldías que los propios partidos han reconocido no haber estimulado y que, modus hodiernus, en octubre de 2019, pareció conducida por grupos no partidistas, identitarios o bandas delictuales que subsidiaron así la escasa capacidad de movilización de los partidos tradicionales que, empero, avalaron la revuelta con la esperanza de hacer caer el Gobierno de la época.
Esta última constatación no debería trivializarse en la medida que, como puede observarse en una no despreciable gama de barrios y territorios del país donde el anterior poder de conducción de los tradicionales partidos políticos constituidos en Chile se ha diluido o no se hace efectivo, ese vacío ha sido llenado por el liderazgo de grupos single issues, ONG, de intereses específicos, caciques locales, ecologismos, indigenismos, animalismos y hasta delincuencia organizada, cuya capacidad de asumir la responsabilidad de gobernar con el criterio amplio requerido para enfrentar los múltiples y complejos ámbitos de desafíos que exige un Estado, es nula.
Una muestra del fenómeno ha sido la incapacidad mostrada por las colectividades emergentes hoy en el Gobierno para asumir con eficacia y eficiencia su tarea, al tratarse de orgánicas que surgieron reuniendo intereses específicos múltiples, diversos y divergentes que no construyen una concepción coherente de mundo, sino un collage de demandas particulares con el solo objetivo del poder, aunque sin programas o proyectos de sociedad consistentes y debidamente avalados.
Surge así la necesidad de partidos políticos legales y democráticos fuertes, de instituciones republicanas estables y, por cierto, de fuerzas armadas y policías profesionales política y técnicamente respaldadas para sostener con éxito su gestión de orden público, siguiendo los protocolos normativos que los rigen, aunque falte aún un norte claro de dirección estratégica, una mirada que es obligación política de los gobiernos. Es dicha trinidad -partidos fuertes, instituciones estables y fuerza del derecho- la que permite copar los actuales vacíos llenados por la debilidad de los partidos y el oportunismo de otros poderes emergentes cuyos intereses pueden poner en peligro no solo la democracia, sino las libertades y derechos humanos.
¿Empresas, dirigentes políticos y ministros en conversaciones? ¿Creadores de riqueza coordinando con creadores y gestores de leyes que eviten abusos, desequilibrios y desigualdades contra otro 18-O? Muy bien. No solo es bueno, sino necesario. Aunque, por cierto, con la mayor transparencia que permiten conversaciones este tipo en las que se cruzan y contraponen intereses que deben ser debidamente aquilatados por la clase política para obviar abusos de los más fuertes que terminen por dinamitar la ya perdida confianza ciudadana en la política y sus orgánicas democráticas.
El poder, ingratamente, requiere y ha requerido siempre de ciertas reservas, porque por más democrática que sea la gestión de un país, sus dirigentes políticos deben adoptar decisiones que muchas veces exigen del secreto en función de un mejor resultado y del bien general, en la medida que negociaciones internas o internacionales de las que la ciudadanía pudiera enterarse prematuramente, pueden hacer fracasar el intento, al interpretarse sin el debido contexto, sus costos y beneficios. No es por capricho de ricos y poderosos que las democracias más avanzadas del mundo tienen entre sus leyes aquellas que permiten censurar ciertas informaciones por lapsos de hasta cincuenta años.
Por lo demás, la confianza entre los poderes democráticos legítimos y los fácticos legales, sean estos basados en la capacidad del dinero, de la técnica y conocimiento o del vínculo con la divinidad, es una función indispensable para el progreso de las naciones en la medida que la democracia liberal ha dejado el papel de crear riqueza a sus ciudadanos emprendedores con talento comercial, productivo e innovador; así como de mantener un orden legitimado y aceptado pacíficamente por la mayoría, a sus ciudadanos con más talento político y carisma necesario. En ellos se deposita la confianza de la representación y conducción del Estado, así como el comando sobre los cuerpos armados y policiales profesionales en el uso de la fuerza que se espera actúe con neutralidad partidista en los momentos decisivos en los que la autoridad política considera necesario acudir a su fuerza como “ultima ratio” para imponer la ley, aunque no la moral.
Vigorizar y no debilitar las organizaciones políticas, más allá de las inevitables acciones poco éticas o inmorales en las que, como en todo colectivo, caen y caerán algunos de sus integrantes, es una condición para la legitimidad de la propia democracia y sus colectivos connaturales destinados a pensar, proponer y desarrollar normas de acción y convivencia que contribuyan al bien común a partir de las varias perspectivas que la democracia liberal permite expresar.
Tal desarrollo, siendo un proceso grupal, no debe, empero, ser atribuido a un resultado de “conductas institucionales” propiamente tales -que por lo general son abstractas, declarativas y que se dan por sentadas detrás de las tareas de cada partido-, sino del comportamiento de cada integrante, sea para bien o para mal, en la medida que el “pecado” o “mérito” de unos, manchará o enaltecerá al conjunto de la organización, dañando o favoreciendo su prestigio y reputación.
La moral no es, pues, en tal caso y como su etimología lo indica, un factor del que se deba responder colectivamente, sino un corpus normativo que atañe a la consciencia individual de quien elige hacer no solo lo que la ley le permite, sino también “lo que se acostumbra”, siguiendo el modo de vida prudente, decente, aceptado y abrazado por buena parte de los ciudadanos, una mirada que, ingratamente, tienden a minusvalorar quienes, desde la impaciencia e idealismo juvenil, quisieran imponer cambios no pedidos ni deseados a los modos largamente internalizados de vivir de millones de chilenos. (NP)