Editorial NP: Cuadrando el círculo

Editorial NP: Cuadrando el círculo

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El periodo presidencial constitucional de cuatro años tiene ventajas y desventajas. Entre las primeras, la más obvia es la eventualidad de malas administraciones. Entre las últimas, la evidente urgencia con que los mandatarios deben impulsar sus Programas en los primeros dos años de Gobierno, habida consideración que, los períodos electorales que se inician en el tercero, enervan el comportamiento racional de los parlamentarios encargados de discutir, mejorar-empeorar y aprobar-dejar pendientes, las principales propuestas de los Ejecutivos de turno.

A mayor abundamiento, las administraciones no solo deben bregar con la puesta en marcha de los proyectos comprometidos con la ciudadanía y por los cuales, se presume, fueron electos para conducir por cuatro años la República, sino, además, con sobrevinientes hechos de coyuntura que la vida pone en el camino y que requieren de respuestas creativas e inmediatas, aumentando así las presiones legislativas sobre un cuerpo colegiado que se caracteriza por su diversidad y  multiplicidad de visiones de mundo, circunstancia que hace aún más compleja la, de por sí, difícil relación entre y al interior de estos poderes del Estado.

Las democracias maduras han resuelto estas naturales dicotomías mediante un paulatino proceso de convergencia ideológico-teórica de corte pragmático en el que se ha llegado mayoritariamente a una cierta coincidencia básica en que la orgánica institucional desarrollada socialmente en un proceso de largo aliento ha rendido -y sigue haciéndolo- efectos razonablemente exitosos para alcanzar metas de una vida mejor para los más amplios conjuntos ciudadanos, no obstante las inevitables y periódicas exigencias de ajustes que instituciones, normas y leyes requieren, para irse acomodando a las nuevas condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que emergen producto del propio progreso alcanzado.

Así las cosas, sobre la mesa de la discusión política se ha instalado el tema de la conveniencia o no de que el Gobierno haya enviado al Congreso -o esté por hacerlo próximamente- al menos cinco de sus principales proyectos de reforma (tributario, previsional, laboral, de seguridad ciudadana y salud) en un lapso que, dada la complejidad de los mismos, amenazaría con suscitar, no solo reacciones adversas de un parlamento en el que no es mayoritario y que desde su inicial queja de “sequía” ha pasado a alegatos de “frenesí” legislativo, sino, también, de una muy posible y natural confusión ciudadana respecto de los beneficios específicos de cada una de ellas.

Este último aspecto no es trivial si se considera que la mayor legitimidad gracias a la cual el Ejecutivo ha logrado aprobar algunas leyes “de coyuntura” que no estaban consideradas en su Programa, pero que eran indispensables para normalizar situaciones que ponen en riesgo la estabilidad social y/o agobian la tranquilidad ciudadana (migración y Aula Segura), es, precisamente, porque aquellas han tenido una mayoritaria aprobación ex ante en la ciudadanía, respondiendo a un “sentido común”  muy extendido.

Es decir, el Gobierno, aún sin contar con mayoría política en el Congreso, ha conseguido logros legislativos que han sido posible gracias a dicho apoyo social, aunque, también, a una discusión en la que parlamentarios de diversas corrientes de pensamiento han puesto por delante los intereses del conjunto nacional por sobre los partidismos -legítimos por cierto-, usando para ello las herramientas que otorgan las negociaciones propias de la democracia y en las que las partes entienden, a priori, que ninguna de ellas conseguirá el ciento por ciento de sus propósitos, pero que siempre habrá un punto en el cual coincidir para, sino resolver el total del problema abordado y las diferencias expresadas, al menos dar pasos hacia su resolución y/o mejora respecto de las condiciones previas.

Contar, pues, con mayorías sociales que se manifiestan activamente a través de encuestas y redes sociales cuya influencia es cada vez más evidente (v.gr caso Bolsonaro), puede hoy ser tan importante como tener aliados en el Congreso, en la medida que es esa presión social, pragmática por antonomasia, la que premiará o castigará luego, en las elecciones, a aquellos representantes que hayan mostrado voluntad política para apoyar aquellos proyectos que van en directo beneficio de sus electores.

Este proceso, a su turno, implica un esfuerzo mayor, tanto del oficialismo, como de la oposición, por hacer valer sus respectivos argumentos ante la ciudadanía, en la medida que son los “relatos” sobre las respectivas reformas los que convencen o no a los ciudadanos, hecho que, a su turno, aconseja tomar en serio las políticas comunicacionales extensas y no solo las destinadas a los públicos pertinentes en el Congreso y el nicho ecológico político.

Es cierto que la presión social-ciudadana desatada por un Gobierno o una oposición intolerantes, decididos a imponer sus puntos de vista sobre el otro –uno de los factores que caracteriza al populismo-, puede derivar en acciones que, como hemos visto no pocas veces en la región, no solo no resuelve los conflictos, sino que tiende a agudizarlos, provocando, finalmente, más daño que beneficios al país y a la democracia liberal.

Ese tipo de polarización, que caracteriza a las democracias inmaduras–y que terminan eligiendo a “salvadores” que imponen modelos de democracias iliberales o autoritarias- suele ser resultado de problemas sociales y económicos que se han extendido por muy largos períodos y que, ni la propia ciudadanía, ni el Estado, han sido capaces de abordar y resolver debidamente.

De allí que “la presión social”, si bien es un mecanismo legítimo de las democracias en tanto parte del derecho a expresión y opinión, también exige de una administración sensata, prudente y controlada, si es que, quienes la conducen bajo el slogan que se quiera, realmente buscan “ajustar” a los tiempos un entorno jurídico-político que conflictúa relaciones sociales al haber sido superado por el progreso y no estar en consonancia con las consecuentes exigencias ciudadanas.

Porque la presión social, como lo muestra la historia, es también un instrumento de gestión política que va más allá de las reformas y que, hábilmente utilizado, puede ser un poder de transformación revolucionaria que concluya en cambios sociales de proporciones, dejando, las más de las veces, a sus promotores en el triste papel del “aprendiz de brujo” y a la democracia en ruinas.

¿Cómo puede entonces Gobierno y Parlamento abordar el tsunami de grandes reformas y modernizaciones anunciadas por el Ejecutivo para los próximos meses sin que su profusión, complejidades y correlaciones de fuerzas políticas no terminen transformando el proceso en un puro “gallito” de poder, con miras a elecciones municipales, de gobernadores, parlamentarias y presidenciales que se acercarán peligrosamente mientras avanza su discusión?

De una parte, el Gobierno debe aprovechar su actual capital político, que mantiene al Presidente con alrededor del 50% de apoyo ciudadano lo que le otorga mayor legitimidad y credibilidad, para comunicar, de modo claro, transparente y simple, más que sus aspectos técnicos, el “corazón” de cada una de las reformas y sus efectos en una mejor vida para los chilenos. Al mismo tiempo, convencer al gran empresariado nacional y extranjero –que, más que el Estado, que apenas explica el 20% del PIB, son los motores de mayor riqueza y creación de valor- que estas modernizaciones no afectarán sus capacidades para seguir invirtiendo en un país que cuenta con enormes potencialidades y ventajas comparativas para alcanzar en la próxima década la categoría de nación desarrollada, gracias a la estabilidad de sus instituciones, a una clase política mayoritariamente sensata y convergente, y una ciudadanía que, con su propio esfuerzo y solidaridad, está dando un gran salto cultural que asegura una capacidad consistente con los desafíos tecnológicos y económicos del siglo XXI.

De otra, una oposición que, habiendo sido minoritaria en la reciente carrera presidencial –indiciario de su urgente necesidad de levantar líderes respetados, con mayor autoridad y experiencia- cuenta aún con un interesante capital político en lo local, distrital y regional, pero que también esperan soluciones a sus problemas reales y que, más allá de las legítimas posiciones ideológicas de largo plazo, buscan resolver necesidades inmediatas, muchas de ellas expresadas en las reformas que se discutirán en los próximos meses y respecto de las cuales la evaluación política será, finalmente, si fueron parte de la solución o del problema.

El Presidente Piñera ha dicho que su programa está pensado para ocho años, es decir, una postura que muestra la decisión de su Gobierno y de la coalición que lo sustenta de sostener la administración hasta que el proceso de modernización prometido comience a dar los frutos esperados. Pero impulsar esas reformas y conseguir dicho propósito será probablemente un proceso largo y costoso, en la medida que las “jaulas ideológicas” de cada parlamentario impidan ver los diversos planos de realidad que confluyen en cambios complejos como los que se avecinan.

Sin embargo, no se debería olvidar que el bosque está compuesto por árboles y que cada uno, más que el mismo bosque, es un bien alcanzable si es que, de modo pragmático, como se logró en los temas de migración y Aula Segura, se van despachando aspectos de las modernizaciones que mejoren la vida a los ciudadanos beneficiarios de aquellas. Nuestra clase política convergería así, no en estériles escenarios de “lucha por el poder”, sino en uno de satisfacción paulatina de las necesidades ciudadanas como su objetivo prioritario, consenso que, por añadidura, beneficiaría el largo y tedioso camino que ha debido seguir el penoso proceso de reconquista de aquella perdida confianza de las personas en la política. (NP)

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