Editorial NP: Crisis pandémica, Estado, y Liderazgo

Editorial NP: Crisis pandémica, Estado, y Liderazgo

Compartir

Un grupo de exministros y funcionarios de gobiernos de la ex Concertación hicieron un llamado ciudadano a que la salud privada, clínicas y laboratorios “queden bajo la administración del sector público», ya que sería “insólito” -dicen- que “el Estado pague a privados para atender durante la emergencia», refiriéndose al modo de gestión de la salud que el país está llevando a cabo frente a la pandemia de coronavirus que azota al mundo.

En paralelo, sectores de izquierda frenteamplista y de la ex Nueva Mayoría han propuesto otra serie de medidas que, teniendo como base la intervención del Estado en la actividad económica y social particular, lejos de resolver los problemas derivados de la suma del quíntuple ataque a la economía nacional (estallido social, guerra comercial sino-norteamericana, batalla petrolera, sequía y coronavirus) podrían terminar por agravarlos aún más.

Por de pronto, de las variadas propuestas, el prohibir despidos por necesidades de la empresa, por ejemplo, solo contribuiría a la quiebra o cierre de firmas que no cuentan con recursos para pagar sueldos sin tener ventas, estimulando así la pérdida permanente de empleos; o fijar precios mediante ley, incluso para productos clave en materia sanitaria, opera en dirección contraria a los deseos del regulador en la medida que reducen incentivos para aumentar su producción, al tiempo que estimula un mercado negro alcista frente al aumento artificial de demanda provocada por la ansiedad de consumo que provoca la escasez; o subir impuestos, una decisión que profundizaría los problemas de liquidez y capacidad de pago de las compañías, con negativos efectos en términos de continuidad de sus giros, propuesta que, además, es especialmente dañina en momentos en los que el endeudamiento ha aumentado y la oferta ya estaba debilitada por el estallido social.

Pero el Estado puede ayudarnos a salir de lo más profundo del pozo con medidas coherentes con la consolidación de una más robusta actividad económica de sus ciudadanos, que son quienes aportan con sus impuestos al ahorro fiscal que luego se puede utilizar creativamente en una situación de crisis. En efecto, hasta antes de la decisión del Gobierno de lanzar un plan de emergencia económica por un total de casi US$ 12 mil millones para disminuir el impacto recesivo del conjunto de circunstancias citadas, las estimaciones de organismos internacionales apuntaban a una caída de actividad y del Producto Interno superior al 12%, una disminución solo similar a la gran crisis financiera de 1982, cuando el PIB se redujo 14,3 % y el desempleo aumentó al 23,7 %. Una buena gestión de esos recursos podría limitar esta recesión y caída a menos del 2%.

Ese buen y eficiente uso de este capital posibilitará que parte de las empresas medianas, pequeñas y micro que dan trabajo a más del 65% de la fuerza laboral puedan seguir funcionando una vez superado el lapso de inactividad forzada por el que deberán pasar por un par de meses. Sin estos aportes de los chilenos -actuales, pasados y futuros- y con empresas cuya caja depende de sus ventas mensuales que no se realizarán, las perspectivas de miles de ellas eran lóbregas y habrían aumentado seriamente la masa de personas que enfrentará la dura presión adicional a la que ya han estado expuestos en los desórdenes y vandalismo de meses pasados. Se pone así nuevamente a prueba la capacidad del Estado chileno para enfrentar otra crisis que, por lo demás, resalta la resiliencia del país para soportar con cierto orden los múltiples desafíos a los que nos enfrentamos.

Es posible que el sorpresivo ataque y expansión de este pequeño e invisible enemigo de moros y cristianos, derechas e izquierdas, ricos y pobres, haya suscitado entre quienes hasta ayer se manifestaban contra la desigualdad y riqueza creciente mal repartida ese natural sentimiento que une ante el hostil común y que, ahora, con la muerte cerca en el escenario, el eje haya variado hacia el impostergable desafío de evitar la de miles de mujeres, hombres, niños, ancianos y jóvenes que pueden enfermar sin remedio a mano, si no se actúa con responsabilidad, solidaridad y autocuidado, siguiendo las recomendaciones expertas y las conductas dispuestas por los gobiernos y autoridades sanitarias.

La tensión que la crisis de salud pública provoca, revitaliza, empero, la discusión entre lo individual y lo colectivo, entre mercado y Estado, entre precio justo y valor moral, temas tantas veces malinterpretados por igualitaristas de izquierda y corporativistas de derecha y que -como hemos visto-ante las crisis reivindican con vigor y en conjunto la necesidad de más Estado, revelando el fetichismo con el cual interpretan al conjunto de las instituciones que lo conforman e instalando el prejuicio de que la gestión estatal es moralmente superior al grosero interés egoísta y búsqueda de lucro que guiaría a los privados en la realización de sus respectivas tareas.

Demás está señalar que esa visión deriva de una simplificación según la cual la historia transcurre a través de una lucha de clases con intereses contrapuestos y suma cero, la que, a su turno, induce nuevas ideas, modos de producir y de relacionarnos que se expresan en normas, leyes y en un Estado que resume los intereses de la clase que lo conduce y, frente a la cual, las clases dominadas están destinadas a superar las miopías históricas que presenta la dominante. Por cierto, en un tracto como el descrito, la individualidad no es un sentido biológico, sino una “idea” cultural o histórica derivada del “individualismo” burgués, el que más temprano que tarde arrastrará al inicuo modo de producción capitalista hacia un sistema asociativo y solidario que distribuirá con justicia el resultado del trabajo.

Resulta, empero, que el individuo, esa persona única e irrepetible que es a la vez “yo” y “nosotros”, dotado de lenguaje social y razón histórica particularísima, consciente de sí mismo y poseedor de una identidad y carácter propios, no obstante su colectivización forzada en amplias áreas del mundo durante el siglo XX, se ha seguido expresando porfiadamente, clamando, en su angustia por la certeza de su muerte y consecuente intrascendencia física, por su libertad y amable coexistencia con los otros. Las personas, más allá de los discursos políticos, siguen siendo “yo” y “nosotros”, una mixtura de lo individual y lo social que vincula vocación, voluntad e intereses individuales, con lo normativo social que sujeta egotismo y pulsión animal, encaminando colaborativa y pacíficamente la voluntad cuando se requiere, relacionando, sin conflicto, lo gratuito y lo valorado e instalando derechos, deberes y responsabilidades que entornan la libertad de cada quien en el espacio democrático para no afectar la dignidad de otros.

Un acuerdo social discernido desde esa perspectiva, descarta visiones que impelen hacia abstracciones lingüísticas peligrosas como la de “intereses de clase” o “de raza” y deposita lo virtuoso del colectivo en el comportamiento ético de la persona, única real y observable en su conducta y acciones que pueden definirse y operacionalizarse para el bien común, mediante códigos jurídicos, legales y morales fiscalizables, impidiendo la evasión de responsabilidades que hacen posible supuestas “voluntades populares” genéricas.

Desaparecen también, por innecesarias, afirmaciones como: “Usar contra las instituciones diseñadas para neutralizar al pueblo (v.gr. las que surgen con la Constitución del 80) la dimensión trivializadora del derecho. En virtud de esta dimensión trivializadora es posible que un movimiento político surja y adquiera cualquier magnitud manteniendo, dado su carácter informe, su invisibilidad jurídica. Para esto basta que adopte formas jurídicamente irrelevantes. […] Este debe ser el norte: buscar creativamente formas de acumulación de poder que no alcancen a ser percibidas por el derecho.” (La Constitución Tramposa, de Fernando Atria).

Innecesario, porque en el marco de una democracia liberal y de Estado de Derecho la búsqueda de trampas jurídicas para hacer los propios timos en una franca lucha por el poder político (que solo parece obviar la confrontación violenta), es sobreabundante en la medida que en ella las personas pueden desplegar su vida en espacios en los que comparten intereses y propósitos individuales con una coexistencia consciente y pacífica sin limitaciones con otros, según un contrato social que puede ser revisado y reajustado periódicamente -como se ha hecho- manteniendo un entorno de libertades que permite hacer todo aquello que no esté prohibido por el consenso vigente y que aporte a la consecución de una vida más plena de modo de lograr un apoyo electoral mayoritario.

El Estado, en tal caso, no es ni poder por voluntad divina, ni síntesis de lo mejor de la historia moral humana o ni siquiera representante de una clase específica por definir, sino un conjunto de instituciones, corporaciones, leyes, normas y protocolos acordados por generaciones anteriores según el leal saber y entender de su momento histórico, y que pueden ser ajustadas a los nuevos intereses, deseos y/o perspectivas ontológicas o axiológicas, aunque -si se quiere sostener la democracia, la libertad y el Estado de derecho- a condición de que la administración y función social de ese Estado estén siempre al servicio de la persona -que es anterior a su orgánica-, de la protección de su grupo identitario y de pertenencia, su familia; y de la autonomía de los grupos intermedios que naturalmente emergen y coexisten en toda sociedad.

El Estado efectivo y real es, por sobre el convenio discursivo que le dio nacimiento, la habitualidad de un conjunto de personas que fungen el papel de delegados en sus instituciones por el tiempo para el que fueron llamados allí por el resto de la ciudadanía, cuando de una democracia liberal se trata. Y desde luego, quienes ocupan lugar en aquel no son ni peores ni mejores ciudadanos que la mayoría de quienes lo hacen en el resto de la actividad social, económica y cultural privada o mixta de la nación, aunque pese sobre éstos la responsabilidad de cuidar la vigencia y autoridad del relato constitucional, proteger la legitimidad de su potestad soberana, así como la eficiencia, eficacia y prudencia frente a tentaciones expropiatorias de los derechos ciudadanos de propiedad mediante mayorías circunstanciales y/o argucias tributarias.

En diversas democracias modernas el Estado ya cumple determinantes funciones en áreas de derechos sociales como la salud, educación, o pensiones, y, en tiempos de crisis, para ciertos sectores políticos pareciera moralmente más adecuado que fuera el mismo Estado quien concentre el total de la gestión económico-social de que se trata por sobre la que miembros particulares de la comunidad pudieran estar haciendo en dicha área por propia iniciativa. Y, si la fórmula fuera tan eficaz, entonces ¿por qué no traspasarle al Estado otras actividades relevantes para la gente como las telecomunicaciones, energías, agua, luz, distribución, minería, banca, agricultura, comercio y vivienda, entre otras?

Porque, como sabemos, eso ya ha sido intentado con enormes dolores y costos a los países que lo impulsaron y que tras décadas de pérdida de libertades y derechos en función de una supuesta superior “voluntad popular” (del partido único), lograron retornar al sistema de libertades que emerge de la naturaleza biológica, antropológica e histórica de la persona humana. Y es que gozar de la libertad de perseguir los propios sueños y poner toda la voluntad, vocación e interés en juego para conseguirlos, nunca releva a la persona de su vínculo ético con el otro, lo que, sin embargo, no exige de la tuición coercitiva del Estado, ni de institución otra alguna, cuando, en tiempos de crisis, lo colectivo, planificado y coordinado resulta más eficaz que lo individual, espontáneo e improvisado, propio de la libertad y creatividad.

De allí que Estados democráticos modernos sean concebidos como administradores -mejores o peores- del aporte tributario ciudadano y gestores político-sociales -más o menos exitosos- de los desequilibrios que emergen de las diferencias humanas y la libertad; o de la irrupción de calamidades públicas que, como pandemias, terremotos o guerras, afectan a grandes mayorías ciudadanas que pierden sus herramientas de autocuidado y desarrollo, sin vinculo causal atribuible a desidia, estimulando la solidaridad.

El Estado se ve, pues, cada vez menos como el rector omnipotente de la vida diaria de personas libres (tan propio de las monarquías y de los socialismos) quienes, en democracia y tiempos normales, pueden construir sus propias vidas y sueños, sin más limitaciones que contribuir tributariamente para sostener los equilibrios sociales y políticos que posibilitan la paz y el orden para dar continuidad a esa habitualidad que combina el “yo” y el “nosotros”, la forma libertaria en que la solidaridad y el bien común se nutren de la búsqueda del bien personal.

Pero calamidades, como la actual pandemia, reviven la relevancia del Estado en sus decimonónicos papeles de rector moral y racional coordinador de las acciones contra la crisis, transformándose en una oportunidad para quienes ideológicamente apalancan sus proyecciones y modos de vida en el Estado, empujando, entonces, un aumento de su poder normativo. Para los demócrata-liberales, en cambio, se encara el desafío de un discurso que concilie la ética de la preservación de vidas como valor fundamental sin el cual el resto de las demandas pierde sentido y una racionalidad operacional de un esfuerzo fiscal mínimo-máximo indispensable para superar el trance, sin que aquello implique poner en juego ni las libertades en la post crisis, ni el futuro de las generaciones que vienen. De allí que sea más fácil el discurso estatista del “tejo pasado” y más complejo el proteger libertades que se deben ir suspendiendo en tiempos difíciles. Sin embargo, sin tales límites, la justicia del mandato ejecutivo abre paso a una desproporción ética que no tiene correlación racional de costo-beneficio, sino de pura gratuidad que no deja opciones.

Las diferencias de reacción del Gobierno central respecto de la de ciudadanos y alcaldes que en diversas regiones bloquearon rutas para impedir el ingreso de eventuales contagiados, y llamaron a una cuarentena total no recomendable aún por la OMS, muestran que la concepción de Estado se sigue moviendo entre aquella original concebida con la autoridad y potestas propias del “espíritu nacional”, respetado y obedecido sin más, a una de coordinador del bien común que abre puertas a un trato Estado-ciudadano parecido al que se establece con otros dispensadores de bienes y servicios. El aplanamiento jerárquico que implica esa conducta, tan propia de las redes telemáticas, estimula un eventual permanente ruido social y desobediencia frente a la gestión de la autoridad sin razones muy profundas, y ponen en peligro libertades democráticas duramente conseguidas y/o estimulando la rehabilitación de la idea del Estado omnipresente, junto a la del líder fuerte y autoritario que impone orden y dirección en la crisis.

En un escenario aún democrático, pero de profundización de los problemas sanitarios, económicos, sociales y de orden público, las personas mostrarán mayor o menor disposición a colaborar y a la disciplina social si las autoridades centrales muestran confianza, liderazgo, un poder tranquilo, libertario y de racionalidad empática con el ciudadano, generando así la indispensable convicción de que las decisiones que se están adoptando son las mejores para todos. Para esos efectos, resulta innecesario concentrar en las ya sobrepasadas manos del Estado el total de la gestión de salud de clínicas y laboratorios recomendada por la izquierda o entregar atribuciones adicionales al Estado. Más bien se trata de involucrar al conjunto de la ciudadanía en la prevención de la salud pública mediante la adopción consciente y masiva de conductas acordes con el aplanamiento de la curva de infección. La solución liberal es la misma en materia de economía post crisis pandémica: siempre más ciudadanía, más libertad y menos burocracia y dirigismo estatal.

Como una guerra, políticamente se la puede ganar ofreciendo a los ciudadanos solo “sangre, sudor y lágrimas”, pero perder la primera elección democrática post bélica. Sin embargo, una nueva pérdida de legitimidad del Gobierno para conducir la crisis sanitaria, presionado tanto por el pánico vecinal, como por la rebeldía de liderazgos intermedios con agenda propia, es un peligroso prolegómeno de una crisis de mayor magnitud. Este es el minuto del discurso del sacrificio y de la convocatoria a la lucha unitaria y sin cuartel contra el enemigo común. Los juegos de poder propios de la actividad política en fases de normalidad democrática pueden ser hoy los mejores aliados de un enemigo que mata por asfixia a al menos el 3% de quienes ataca y a más del 10% de éstos, cuando el jinete pierde riendas y estribos. Como es sabido, muchos capitanes en medio de la tormenta terminan por hundir el barco, razón demás para poner urgente orden en el puente de mando. (NP)

Dejar una respuesta