El liberalismo clásico ha sostenido históricamente que ninguna sociedad puede “florecer y ser feliz cuando la gran parte de ella es pobre y miserable” puesto que la especie, junto con el hecho obvio de que solo puede sentir como individuo -lo que deja en manos de la empatía lo que aquel siente por los demás-, también comparte con otras personas -desde la familia hasta lo social- para sobrevivir, crecer y desarrollarse, vinculándose y cooperando para conseguir los propósitos de cada cual, hecho que implica sacrificar algo de lo propio para lograr las convergencias y transacciones necesarias para alcanzar el bien del conjunto.
Es cierto que, tal como en otras escuelas filosóficas, existen corrientes que llevan el concepto de libertad hacia extremos interpretativos que, razonando a partir de la extensión del principio base del modelo, buscan eliminar toda o casi toda coacción sobre la persona y promueven así sistemas políticos con un Estado mínimo (libertarios) o simplemente sin Estado (anarco capitalismo) a la espera de que con la autonomía personal, cierta simetría de poder y uso de la razón, se generen los equilibrios en las negociaciones necesarias para la colaboración entre iguales, sin otra fuerza coercitiva que no sea la norma que el conjunto humano se ha dado para evitar la ley de la selva. Es decir, llevan el concepto hacia una utopía que desde la otra esquina del espectro político muerde la cola de la serpiente igualitaria del comunismo, sistema que también apunta a una sociedad libre del Estado, pero que, en el intermedio del camino hacia tamaña meta, instaura una dictadura partidaria (ideológicamente “del proletariado”) o del grupo de elite privilegiada que toma las riendas del poder político, social, económico y cultural.
Cuando aquello ocurre en cualquiera de sus intensidades socializantes, los colectivos y dirigentes que asumen el poder estatal hacen pesar la desigualdad social que la libertad genera como carga moral que debería avergonzar el alma de los exitosos. Entonces, aceptada tal condición cultural promovida por religiones y colectivos políticos y sociales, se les impone, con propósitos justicieros, el deber de transferir parte de su logro a terceros que han quedado atrás en el camino. El peso de esas políticas resulta insoportable ¡vaya paradoja! -por su injusticia- para libertarios o ultraliberales, no así para liberales clásicos, que entienden la esencia social de la especie, aunque con la condición de que el volumen de esa carga solidaria ni liquide el ímpetu del ambicioso de seguir creando riqueza, ni que los recursos que aquel produce y retiene sean suficientes para su personal y familiar supervivencia y bienestar, límite después del cual el peso del tributo se transforma en exacción, violencia estatal y abuso de poder que, a su vez, produce la anomalía de una “solidaridad forzada”.
Entonces, quienes sustentan principios de libertad, justicia, igualdad y solidaridad, cuyas expresiones políticas van desde el liberal clásico y social hasta el socialdemócrata y social cristiano tradicional, todos expresos partidarios de la idea de crecimiento económico y equidad, deberían ser especialmente cuidadoso con el volumen de recursos que la estructura estatal y política extrae legalmente a la sociedad civil para redistribuirlos en las múltiples tareas que el Estado moderno tiene, pues, cada peso que sale del ámbito de los ciudadanos no solo expropia parte de recursos que la persona tiene para diseñar sus propios sueños, sino que dicha transferencia ralentiza el propio crecimiento.
En efecto, cada peso que el Estado recauda en impuestos tenía tres destinos previos posibles: gasto en consumo del ciudadano generador de esos recursos; ahorro para precaver emergencias que podrían terminar siendo carga de terceros o del Estado; o capital para inversiones propias o de otros.
Cuando el Estado recolecta una carga de impuestos razonable, el crecimiento de la economía abierta al intercambio mundial adopta un ritmo más activo, pues la mayor parte de los recursos de empresas y personas se está destinando a objetivos, metas y proyectos que tienen una rentabilidad económica o social alta en la medida que el capital busca inversiones cuyo beneficio supere al de la tasa de interés que paga el banco, generando con ello un aumento de la velocidad en la creación de valor. Es decir, $100 millones que rentan 10% anual se transforman en $110 millones en 12 meses. Si la utilidad de aquellos recursos es del 30%, el acumulado anual será de $130 millones, acelerando así la curva de crecimiento.
Sin embargo, cuando el Estado mediante impuesto extrae a los ciudadanos un monto desproporcionado -en Chile alrededor de tres meses de trabajo o 25% del ingreso anual- para destinarlo a gastos fiscales que son de menor rentabilidad económica que la inversión privada, aun cuando puedan tener alta renta social en el mediano o largo plazo, termina por hacer caer el ritmo de crecimiento, tanto por el estancamiento o baja de la inversión total, como por la huida de recursos al exterior en busca de mejores utilidades, que es lo que esencialmente ha ocurrido en Chile bajo los Gobiernos de Bachelet y Boric.
Es muy relevante, pues, que el propio Presidente se haya manifestado expreso partidario del crecimiento -contra muchos de su coalición que han promovido incluso la teoría del crecimiento cero por razones ecológicas- porque pone la discusión política en el centro del problema político social actual y que define la diferencia sustantiva entre liberales e iliberales, autoritarios y/o dictatoriales: cuánta libertad otorga el Estado a sus ciudadanos para que construyan su propio destino y cuán solidario puede llegar a ser el Estado con quienes han quedado atrás, sin que ese apoyo subsidiario termine dañando las posibilidades de cumplir sus objetivos a quienes producen los recursos para esos buenos propósitos.
Declararse partidario del crecimiento implica entender que aquel obliga a entregar la máxima responsabilidad de la actividad económica a la ciudadanía particular y su libre y soberana búsqueda permanente de proyectos que les permitan generar más riqueza y nuevos planes que sostengan lo alcanzado, dejando al Estado la enorme labor legislativa que consolide esa libertad y protección de derechos individuales, así como su gestión subsidiaria en la defensa y seguridad externa e interna y su aporte normativo, social y solidario en áreas como salud, educación, vivienda, justicia, trabajo, obras públicas, energía, medioambiente, ciencias y cultura. El crecimiento con equidad solo es posible cuando los compresibles anhelos de equidad e igualdad no aplastan las posibilidades del crecimiento, innovación y creación de riqueza que es la que posibilita esa solidaridad. Como decía Pepe Mujica, “los ricos resuelven problemas” que el Estado no soluciona. (NP)