Editorial NP: Convención: ¿Un éxito o un fracaso?

Editorial NP: Convención: ¿Un éxito o un fracaso?

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El trabajo de la Convención, si es que en el plebiscito próximo se expresaran tanto el malestar como las expectativas que la nueva carta ha ido suscitando en la población, podría calificarse desde ya como un fracaso.

En efecto, muy lejos de ser “la casa de todos”, el perfil maximalista de esa verdadera reconstrucción total del Estado chileno que propone el borrador constitucional se transformará el próximo 4 de septiembre en un nuevo y crucial motivo de división ciudadana, con lo que su labor no solo no consiguió el propósito para el cual fue convocada, es decir, unir y pacificar la vida nacional; sino que, además, concluye con el agravante de que su propuesta enfrentará -casi como un déjà vu del 4 de septiembre de 1970- a dos grandes bloques antagonistas, separados por imágenes diametralmente opuestas de Chile, y que, por consiguiente, actuarán en lo sucesivo como fuerzas deslegitimadoras, tanto de la carta vigente los unos, como de la nueva, los otros, empujando así una situación política, legal y jurídica de aún mayor incertidumbre y explosividad que la que le dio origen al proceso.

Porque, sea cual fuere el resultado, las encuestas y sondeos de cierta reputación coinciden en que la consulta ciudadana de salida presentará una diferencia electoral mínima entre las opciones del “Apruebo” y “Rechazo”, sea que gane una o la otra.  Si eso es así, el país quedará encallado en un ríspido y peligroso roquerío, amenazado no solo por las agudas puntas pétreas que agujerean la estructura de su ya debilitado casco democrático, sino, además, por el hosco temporal de fuertes vientos inflacionarios, desabastecimiento potencial de diversos productos, sueldos estancados, desempleo, baja inversión y escasas expectativas de un futuro económico mejor.

Se añade a esta mala condición de tiempo la pertinaz tormenta de violencia que ha caracterizado a diversas zonas del país en los últimos pesados y largos meses tras el estallido social; borrasca que no solo no ha amainado, sino que ha recrudecido, aupada por una novedosa y obscura alianza, no oficial ni expresa, entre grupos delictuales, sectores anarquistas y de audaces de ultraizquierda que operan en el desorden e inseguridad casi de consuno, asaltando y tomando control de áreas rurales y urbanas completas y enfrentando con descaro a un Gobierno irresoluto en el uso de las herramientas legales que le otorga el actual orden social, pero que aquellos tradicionalmente han considerado y consideran ilegítimo.

Abundando en las malas perspectivas, las policías -primera línea de control de las trasgresiones a las normas de convivencia civilizada- cuya reputación ha sido paciente y sistemáticamente derruida por una permanente ofensiva política y judicial en su contra, han terminado, de tanto ir el cántaro al agua, seriamente debilitadas, condicionando su actuar como fuerza de coacción del Estado a una cierta presencialidad, supuestamente disuasiva, pero que, en el fondo, solo busca evitar que la confrontación con los infractores de turno termine por llevarlos a ellos ante la Justicia como victimarios, no obstante su idéntica condición actual de víctimas de la violencia sin control.

Y si se han de creer versiones periodísticas sobre la reacción de las FF.AA. con ocasión de los desórdenes del 18-O y posteriores, a los que fueron llamados en auxilio de fuerzas policiales desbordadas por saqueos, incendios y desórdenes, su eventual eficiencia y eficacia contenedora por mera presencia ante nuevos eventuales desmanes podría quedar muy por debajo de los posibles requerimientos, aunque, de alguna manera, ello explica la inentendible inacción del actual Ejecutivo para responder a los angustiados llamados de miles de ciudadanos de las regiones de la macrozona Sur sacudida por la violencia insurgente, para decretar, de una vez por todas, el Estado de Excepción, dejando de experimentar con nuevos Estados Intermedios, ante la cruda agudización de ataques contra ciudadanos y patrimonios locales, pero de cuyas consecuencias debe hacerse cargo el propio Presidente de la República como máxima autoridad, (“Condenar el alma para salvar a la patria”, como diría Maquiavelo), evitando así la mala y desmoralizadora práctica de que, en caso de muertes o heridos en su aplicación, el “hilo se corte por lo más delgado”.

Crisis política, económica y de seguridad ciudadana, a las que si se le agrega un eventual rebrote producto de alguna emergente mutación del Covid 19 que haga crujir nuevamente el agotado sistema público y privado de salud, aumentando los contagios diarios y matando a decenas de chilenos todos los días, conforman un conjunto que convoca a una verdadera emergencia nacional que, desgraciadamente, está poniendo a prueba, con vara muy alta, la capacidad de respuesta del conjunto de jóvenes políticos que asumieron el poder ejecutivo y cuya inexperiencia le ha significado una ya larga serie de penosos gafes que, a estas alturas, empero, ya hacen escasamente simpáticas sus excusas y/o reconocimiento de errores, los que, a inicios de la administración, la ciudadanía aceptaba con cierta complacencia condescendiente, entendidos como “errores de juventud”.

Como si todo esto fuera poco para el inestable entorno, la Convención ha considerado pertinente reescribir casi en su totalidad la estructura de poderes tradicionales de la república que conocimos en los últimos dos siglos, no solo modificando los balances de poder entre las instituciones que la componen, sino al interior de aquellas y hasta sus propias funciones, al grado que, con la excepción del Ejecutivo -lo que es natural, dada su cercanía ideológica- y la Contraloría -órgano de control del Estado por antonomasia- voceros y partícipes de los diversos poderes del Estado han tenido palabras de preocupación respecto de la propuesta convencional.

Para qué hablar de la alarma que algunas de sus 499 normas han provocado en amplios sectores económico-productivos, educacionales, salud, previsión, gremiales, culturales y hasta políticos, que, como reconociera uno de los constituyente “no es un texto perfectamente escrito”, pero que afectará por años la calidad y alcance de servicios privados, mixtos o públicos, así como los planes de desarrollo posibles en el nuevo marco institucional y reglamentario que desplaza hacia el control del Estado y de su burocracia enorme cantidad de tareas que hasta ahora ha realizado con relativo éxito la propia ciudadanía.

En aras de la igualdad, la redistribución, el colectivo, los invisibilizados por identidad, género o raza, la Convención está proponiendo al voto y decisión ciudadana una estructura jurídica “justiciera” que pone fin al egoísta “Estado subsidiario” y que, en sus extensos párrafos y articulado -que triplican a los de la actual carta- más parece un programa de Gobierno con ínfulas de izquierda indigenista socio-ecologista arcaica, que un contrato social que convoque y represente a esa enorme diversidad de personas que conviven en una sociedad abierta, libre, moderna, plural, tolerante y democrática, cada quien con sus propios éxitos y fracasos producto de sus libres decisiones, su mala o buena ventura, sus pequeñeces y grandezas y que, como tal contrato, estimule a ser suscrito y avalado voluntariamente por la gran mayoría, en la medida que aquel considera, en lo sustantivo, normas, valores, principios, misión y visión de mayorías y minorías que mañana puedan llevar a cabo sus propuestas de administración de un Estado democrático y con alternancia en el poder político.

La mesa de la Convención ha dicho que el resultado de su gestión es el cociente de una opinión mayoritaria de la asamblea, recordando que su articulado fue aprobado en más del 80% de los casos con votaciones incluso superiores a los dos tercios. No ha señalado, empero, que de los 499 artículos, menos de una decena tienen autoría de convencionales declarados de centro derecha y que la mayor parte de los que se plebiscitarán en septiembre próximo, tienen la desaprobación manifiesta de los 37 convencionales de ese sector, es decir, la nueva carta simplemente ha clausurado la expresión del 24% de sus partícipes. ¿Puede, entonces, este contrato social entenderse como respetuoso de sus accionistas minoritarios, o más bien se parece a una toma hostil del control de la administración?

La maquinaria que ha operado en la Convención recuerda preocupaciones planteadas ya en el siglo XVIII por Alexis de Tocqueville en su “Democracia en América” quien, con cierto horror al ver la gestión de las asambleas de la recientemente instalada democracia en los Estados Unidos, previó lo que denominó “la tiranía de la mayoría”. “Lo que más le reprocho al gobierno democrático tal como ha sido organizado en los Estados Unidos, no es como muchos pretenden en Europa, su debilidad, sino por el contrario, su fuerza irresistible. Y lo que más me repugna en Norteamérica, no es la extremada libertad que reina allí, sino la poca garantía que se tiene contra la tiranía”, señaló de Tocqueville en su escrito.

En efecto, las democracias posteriores aprendieron con dolor el peligro de tiranos populistas sustentados en mayorías circunstanciales, sin respeto por los derechos de sus minorías, razón por la que las liberales -no, por cierto, las iliberales, autoritarias o populares- reivindican hoy con fuerza esos derechos mediante una legislación que las protege del avance incontrolable de la voluntad mayoritaria coyuntural, una que tantas veces ha despreciado la verificabilidad de las ciencias en su actuar y/o que muta la verdad de los hechos según la mayoría circunstancial converge y dicta. Sin embargo, como se sabe, por más que una mayoría decrete como verdad que es posible flotar por propio deseo, la ley de la gravedad demostrará, más temprano que tarde, el insano voluntarismo de aquella pretensión.

Así las cosas, más que esperar del proceso de armonización y dictación de normas transitorias una cierta morigeración de los excesos ya cometidos, si la voluntad ciudadana optara por la aprobación de la nueva carta, habrá que esperar del trabajo legislativo y eventuales reformas que llevará a cabo el Congreso actual -o el nuevo que surja del mandato convencional- la moderación pertinente para poder medir con realismo el impacto que esta verdadera refundación del Estado y la República propuesta por la Convención tendrá sobre la vida diaria de las personas en el país.

En todo caso, pareciera que por más que esas leyes puedan mesurar sus efectos, las exageradas exigencias impuestas a la actividad de las personas para llevar a cabo sus proyectos de vida, así como el debilitamiento de las normas de protección de ciertos derechos políticos, patrimoniales o de propiedad, inevitablemente reducirán los atractivos de Chile para la innovación, emprendimiento y creación que impulsan el trabajo, ahorro y capital, ralentizando su crecimiento, creación de nuevos empleos y desarrollo integral, al tiempo que aumentará el peso de la carga de un Estado más grande sobre los hombros de la ciudadanía, razón por lo que, más temprano que tarde, es presumible que ella volverá a exigir las libertades hoy amagadas, corrigiendo el extraviado rumbo de la nave.

Si la carta es, en cambio, rechazada, es de esperar que, ante una eventual mala reacción de los derrotados, la virtuosa combinación de conocimiento, experiencia, prudencia y capacidad política de convergencia de sectores responsables y maduros de la sociedad chilena, vuelva a revivir los indispensables consensos políticos para que, mediante una nueva convocatoria constituyente -sea en manos de otra Convención electa o del actual Congreso, apoyados por expertos de reconocido prestigio en la materia- se recupere la senda republicana, democrática nacional unitaria, social y de derecho que, si bien no tuvo la sabiduría de poner en marcha mecanismos para reaccionar a tiempo a las desigualdades irritantes que inevitablemente genera la libertad, permitió, empero, las décadas de mayor desarrollo económico, social, político y cultural en la historia del país.

En dicho marco, el actual Gobierno puede aportar dejando atrás la lógica de “amigos”-“enemigos” que campea hoy en nuestra actividad política y recuperando la sensatez y proactividad indispensable ante la cuádruple crisis que vive Chile, responder y concentrarse primariamente en su obligación legal fundamental de mantener el orden social y proteger la seguridad física de los ciudadanos, amagada hoy por los violentos, de modo de ir relegitimando socialmente la capacidad del Estado democrático y el de sus instituciones actuales y futuras, de asegurar la estabilidad y progreso de las personas, celebrando el aniversario 212 de nuestra república como nación unida y unitaria.

Así, zafados ya del roquerío de la desconfianza y divergencia tozuda y disgregadora que nos aqueja, tras el indispensable acuerdo mayoritario de moderados y prudentes y nuevamente encaminados por correcta ruta y mejores vientos, se podrá comenzar, en un más racional do ut des, a conjurar las amenazas que aquejan gravemente a Chile, llevando a cabo de consuno las reformas que la ciudadanía esperó de la Convención, pero que ésta se encargó de sepultar, estimulada por la ensoñación refundacional surgida, de una parte, por los abusos de un sector de la elite política y económica que falló éticamente en sus deberes; y, por otra, de la coacción violentista que desde el 18-O instrumentalizó dichos abusos con propósitos revolucionarios. Ambas corrientes terminaron predisponiendo a la clase política y la ciudadanía no solo a superar las insuficiencias puntuales reclamadas por la gente, sino a reformular el contrato social en su conjunto. Pero los noveles representantes elegidos para el efecto, al fragor de ese brío transformador, terminaron por echar la carga completa por la borda al llevar a extremos sus personalísimas pulsiones de exigencias identitarias. (NP)

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