Editorial NP: Convención Constitucional y emociones

Editorial NP: Convención Constitucional y emociones

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El cada vez más próximo inicio de la Convención Constituyente, cuyos 155 convencionales serán elegidos en abril, no solo pone en la tabla de urgencias el análisis de las ideas que cada uno de ellos representará en tan relevante reunión ciudadana, sino también -y tal vez especialmente- las intenciones que subyacen en sus raciocinios, motivados, como lo muestra la ciencia sicológica, por pulsiones del aparato reactivo emocional, muchas veces combustible inconsciente (y destructivo) de la visión que cada quien tiene del mundo que lo rodea.

En efecto, motivaciones como el odio, rabia, miedo, ansiedad, incomodidad, aburrimiento, confusión, aversión, dolor empático, envidia, operan en las percepciones de modo previo a la interpretación racional de las situaciones experimentadas, de manera que la participación de la razón, mediante el lenguaje, la denotación, valoración y comunicación de los hechos, está teñida de esas pulsiones que anidan como respuesta primaria a los sucesos que se vivencian.

Como se sabe, estas pulsiones o emociones corresponden a una caja de herramientas programadas para responder a los múltiples estímulos del entorno, con el propósito de asegurar la supervivencia, la reproducción y creatividad individual y de especie, señales que se evalúan según sean entendidas por los sujetos como favorables o desfavorables a dichos objetivos, una valoración que es producto tanto de experiencias propias, como socio-culturales, es decir, que les han sido comunicadas y los individuos las han incorporado como útiles, considerando su pertenencia a un grupo social cuyas tradiciones acumuladas mantienen y cultivan.

Demás parece señalar que las vivencias de cada cual están marcadas por los grupos de pertenencia directa, no obstante el barniz sociocultural que nace de la reunión de grupos grandes y que todos los cohabitantes asumen conocer, comprender y eventualmente, aceptar, como una forma de compatibilizar las diferencias entre la diversidad de culturas de grupos más pequeños (familias, tribus amicales y/o urbanas, segmentos socioeconómicos, educacionales, etc.) y el conjunto mayor social con el que se convive en un territorio más grande (provincias, regiones, Estados nacionales).

Así, las sociedades modernas y abiertas coexisten con diferencias que pueden observarse nítidamente en los modos de hablar, en las variadas reacciones ante los mismos fenómenos, en las formas de vestir o en la propia expresión de emociones, pero que, a pesar de todo, van constituyendo con la suma de esos grupos distintos, una estructura mayor que, partiendo desde la familia, clan o tribu, han llegado a la creación de reinos, naciones e imperios de enormes dimensiones territoriales y poblacionales, mediante el uso del poder y comunicaciones de relatos que intentan uniformar, por cierto tiempo, las visiones de mundo.

Comunicar experiencias es, pues, no solo base del progreso sostenido, sino una de las características claves de la especie humana, pues, en tales intercambios, se suelen conformar modos de entender el orbe de muy diversa manera, no obstante los intentos políticos de generar unidad cultural utilizando canales como los sistemas estatales de educación o los medios de comunicación masiva. El arribo de las redes sociales, que transformó a cada individuo en un medio de intercomunicación y la expansión universal de la democracia liberal han venido, empero, a amenazar los esfuerzos homogeneizadores, haciendo emerger una verdadera oclocracia que se intercomunica, decide y actúa caóticamente en función de intereses “tribales”, de modo atópico y asíncrono, suscitando profundos cambios en las percepciones que surgen como consecuencia del acceso irrestricto a fuentes alternativas de información a las que comúnmente se utilizaron en la era industrial y que ayudaron a dicha homogenización.

Así, no obstante que el significante de las palabras se mantiene inalterado, su significado se reinterpreta, ajustándolo a los tiempos y revisiones que el sujeto va haciendo de sus experiencias e información acumulada, tanto desde su tradición y experiencia, como producto de la nueva data de la que nutre la reformulada concepción de entorno, muchas veces, infaustamente, sin confirmar su veracidad y sin filtro racional, sino como resultado del ajuste que la información recibida tiene para con su estado de ánimo emocional.

Entonces, la discusión razonada, basada en términos que denoten hechos comprobables, que su peso de realidad permita converger hacia visiones consensuadas del entorno, se hace imposible. La emoción primaria y la información de fundamento de cada quien es distinta y la motivación última no es buscar acuerdo para construir verdades compartidas, sino que el mecanismo de alerta ante amenazas a la supervivencia, reproducción o la creatividad, que desata reacciones de tipo binario como ataque-huida, amigo-enemigo, bueno-malo con la que estamos equipados y que hace emitir desafortunadas metáforas.

Se impide, de esa forma, que un examen sereno, exhaustivo, de lo que comunicamos y nos comunican, sea positivamente comprendido por el otro, logrando que el análisis se haga desde axiomas y diagnósticos comunes y se puedan desarrollar propuestas lógicas, con sus causas y consecuencias, para una mejor toma de decisiones. En tal caso, la democracia está amenazada.

La democracia liberal, en su afán de proteger la libertad como valor central de la existencia humana -fundamento de su dignidad como persona- genera de esa forma el germen de su propia destrucción cuando, para detener el caos deliberativo transformado en desorden social, termina masivamente por aceptar perder ciertas libertades, llevando al poder a un líder autoritario; o cuando, por extender la autonomía individual, sus liderazgos exageran en los derechos hasta niveles que afectan la libertad y dignidad de otros, creando anomia, desorden y caos.

Es decir, la democracia liberal exige de un mínimo acuerdo axiomático, de principios, según el cual, con humildad, ninguno de sus componentes considerará tener tal grado de verdad y razón de su parte que lo autorice a limitar la libertad y dignidad de otros, mediante la fuerza de coacción y rebasando ese acuerdo normativo que la sustenta y cuyo objetivo es, precisamente, resolver los conflictos sin recurrir a la violencia. Y para enfrentarla en su inevitabilidad coyuntural, el Estado de Derecho dispone de fuerza propia, encargada de proteger los límites que la democracia se ha dado, otorgándole el monopolio del uso de la fuerza, aunque regida por similares normas.

La libertad de pensamiento, expresión y opinión suscitan inevitable diversidad, propia de la enorme variedad de experiencias que construyen visiones de realidad diferentes y que muchas veces se asumen amenazante, no obstante la riqueza creativa que ella posibilita.

Las interpretaciones que pueden otorgársele a las precondiciones democráticas son, por supuesto, variadas, tanto como las experiencias, entornos y cultura de cada uno de los intérpretes de los múltiples modos de existencia. De allí que los hechos muestren cierta preponderancia histórica de violencia verbal o hasta física en los conflictos humanos, así como que su desmadre no es regulable una vez que aquella se ha desatado socialmente.

Tal es pues, la relevancia de consensuar los principios fundantes de una carta magna que pretende normar la coexistencia de la enorme variedad de personas, caracteres, personalidades, experiencias, culturas, tradiciones que un Estado democrático liberal moderno y abierto busca coordinar para posibilitar el desarrollo pleno de esas vidas con dignidad, libertad, cooperación e igualdad de oportunidades.

Tales principios, debidamente definidos y delimitados en sus significantes y significados, son los que deben estar en las bases de una constitución que armonice las diferencias y que, ante los inevitables conflictos, arbitre de modo justo y razonado, la aplicación de la ley, con la equidad a la que se obliga un Estado de Derecho.

Libertad no es libertinaje, Igualdad no es ausencia de jerarquías, Solidaridad no es paternalismo, Justicia no es derechos sin deberes.

El Estado incluye al conjunto de los habitantes de un territorio, sus generaciones precedentes, presentes y futuras; es el esfuerzo histórico de millones de individuos que han contribuido en los más diversos ámbitos del quehacer humano a la conformación de la república y Estado nación que, sin embargo, aún tiene un largo camino por recorrer para conseguir los objetivos de sus fundadores y el de sus nuevas generaciones.

Ser conscientes de lo que se dice, cuidadosos en cómo se expresa, alertas ante las emociones que inducen lo dicho y prudentes en la ponderación a los hechos, son condiciones de disposición anímica indispensables para una discusión racional que busca un propósito común para los dialogantes. La racionalidad, para su buen ejercicio, se asienta en un respetuoso trato y aprecio por el otro, en la calma perceptiva, en un temple optimista y empático, dispuesto a contrastar y comprobar los aciertos y errores propios y ajenos.

La ausencia de tales virtudes y el fundamento argumental impulsado por emociones de poder, supervivencia, miedo o ira, arrastra inevitablemente hacia posiciones irreductibles desde las cuales solo es posible salir con la victoria o la derrota total: en ese ánimo, uno buscará imponerse al otro, según sea su fuerza y poder, perdiendo así sentido el diálogo razonado y abriendo la puerta a la ultima ratio. Y si la intención de los convencionales fuera el de la pura expresión metafórica sin el control de las propias pulsiones -el lenguaje es, en cierto sentido, una sola y enorme metáfora-, las expectativas de éxito democrático para tamaña responsabilidad no son muy esperanzadoras. (NP)

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