Editorial NP: Contrato social y gobernanza democrática

Editorial NP: Contrato social y gobernanza democrática

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En el ámbito político social, suele usarse el concepto de “orden” como antónimo de “caos” o, como lo define la RAE -entre sus múltiples acepciones- “la colocación de las cosas en el lugar que les corresponde”; o el “concierto o buena disposición de las cosas entre sí”; o “la regla o modo que se observa para hacer las cosas”, o, en fin, “la situación o estado de normalidad o funcionamiento correcto de algo”.

Ni su origen etimológico (ordis, ordinis, ‘orden de los hilos en la trama de un tejido’), ni su extendida polisemia, ayuda a despejar sus muy diversas y divergentes aplicaciones las que, por cierto, se hacen aún más complejas si, además, se relativiza “el lugar que les corresponde a las cosas”, su “buena y correcta disposición”, o la “regla que se acata para hacer las cosas”. Es decir, cuando se reclama sobre cuál sería el real “estado de normalidad o funcionamiento correcto de algo”, según las diferentes visiones, necesidades e intereses de los partícipes en tal “orden”.

En efecto, en la actividad social, “orden” apunta a la forma en la cual las personas y grupos humanos se vinculan entre sí con propósitos de creación, supervivencia y procreación, razón por la que, desde dicha perspectiva, hay “orden social” tanto en comunidades con una estructura social jerárquica, rígida, dictatorial y piramidal, como en aquellas más liberales, horizontales, democráticas o en redes.

Para las primeras se asume históricamente la necesidad de un poder efectivo o fuerza de coacción que ostenta una persona, grupo de personas o instituciones y que le otorga la capacidad para hacer cumplir decisiones que afectan al conjunto, característica que se entiende como potestas. Las segundas se conciben bajo la exigencia de cierta legitimidad socialmente validada, habitualmente nacida de un acuerdo social procedente de un saber/hacer que, analizado y discutido, se transfiere/dispensa a una persona, grupo de personas o instituciones a las que se asigna la competencia para decidir asuntos públicos sobre la base de opiniones cualificadas y mayoritariamente validada, factor que se define como autorictas.

De allí que, contrario a lo que ocurre en sociedades piramidales, rígidamente jerarquizadas, en las que habitualmente se atribuye a su liderazgo un poder devenido de la divinidad (monarquías absolutas), o de un autoasignado destino manifiesto, patrio o de clase (fascismo, nazismo, comunismo, populismos de diverso origen) en el que las decisiones se adoptan e imponen según los objetivos misionales de sus elites; en las sociedades libres, si bien se organizan también sobre ciertas jerarquías, sus normas de convivencia son resultado de un acuerdo social y cultural amplio, pero que -opuesto a lo que ocurre en las primeras, en que las elites ordenan y los súbditos acatan- exige, para su buen funcionamiento, de ciudadanos activos, informados, partícipes, con sólidos valores morales, respetuosos de la libertad e igualdad de oportunidades de otros y con clara responsabilidad sobre sus actos y subsiguiente aceptación de las consecuencias de aquellos.

Así y todo, la historia parece mostrar que en ambos casos, sus elites requieren de operar en un delicado equilibrio entre autorictas y potestas, pues su desbalance -sea por exceso de fuerza, sea por debilidad y/o ausencia del buen ejemplo de sus gobiernos- amenaza al conjunto con la emergencia de insubordinaciones internas que, tarde o temprano, pueden terminar por desencadenar quiebres del orden instalado y trasladar el escenario, desde la resolución pacífica de las controversias – basado en las leyes, el derecho y su justa aplicación por tribunales independientes- al de la imposición mediante la violencia, o “la política por otros medios”: la guerra, una en la que habitualmente termina imponiéndose el más fuerte, trayendo drama y dolor a miles de personas inocentes y ajenas a tales luchas de poder. Las leyes y el respeto unánime a aquellas son, pues, desde tal perspectiva, un escudo protector de las democracias y los más débiles en aquellas, mientras que el buen ejemplo de comportamiento, el mejor bastón de mando de las elites.

Pero la complejización creciente de las democracias liberales modernas, más globalizadas e interconectadas económica y culturalmente, con el connatural aumento de las migraciones y la diversidad, con ciudadanos digitales más informados y conscientes de sus intereses y derechos, importan un serio desafío para la gobernanza nacional y mundial en la medida que el desprestigio generalizado de las elites políticas, económicas, religiosas y militares, producto de sus propias faltas, ha debilitado la anterior aceptación ciudadana del orden basado en una legítima autorictas y parece exigir, cada vez más, del uso de la potestas como medio para hacer respetar el habitual modo de vida de sus mayorías. El llamado a líderes fuertes y con “mano dura”, que traigan paz, sosiego y certidumbre para una vida más segura, ha aumentado paulatinamente su volumen social.

Por lo demás, los profundos cambios sociales, políticos, culturales, económicos y geopolíticos de los que estamos siendo testigos han empujado progresivamente a amplios sectores ciudadanos a naturales reacciones local-nacionalistas, de protección de espacios económico-culturales tradicionales y en busca de un estéril reencuentro con las certidumbres de antaño.

La globalización del comercio y las finanzas, el acceso a la información y extendidas comunicaciones, la digitalización y robotización, entre otros avances científico tecnológicos, unido a la ampliación de libertades que brindan las modernas democracias, responden, empero, a un fenómeno que supera las voluntades personales o de grupos y naciones, en la medida que son vectores que emergen de las masivas nuevas fuerzas de producción que se imponen en todos los ámbitos de la actividad humana, determinando el modo de producir y sobrevivir.

De allí que por sobre reacciones localistas, la buena gobernanza actual hace cada vez más acuciante responder con aún mayor énfasis en la práctica de la tolerancia, la no discriminación, la diversidad, tendencias más ajustadas a las citadas fuerzas, junto al indispensable mayor acento en el diálogo político -incluso aquel fuerte, claro, sincero y directo- aunque siempre realizado con total respeto a la legalidad vigente. Sin ella -más allá de las convicciones de cada cual respecto de la justicia o injusticia del cuerpo jurídico reinante- la deriva hacia el estado de naturaleza termina por privilegiar a los más fuertes y favorecer el establecimiento de gobiernos autoritarios de diversa naturaleza.

El abandono del diálogo y de la tolerancia ya ha desatado guerras civiles interminables y llevado al poder a liderazgos que abiertamente reconocen haber usado fuerza letal en contra de sus ciudadanos, aduciendo rebeldía, delincuencia o drogadicción; o aquellos que impiden el natural flujo migratorio, promoviendo el cierre de las fronteras al tránsito de personas y comercio; u otros que traban libertades religiosas, políticas o cultural-nacionales, conductas sexuales y/o de género, o que extreman la persecución de opositores que claman por mayor libertad de expresión y opinión, mientras la ciudadanía mundial, inerme, observa el continuo enervamiento de las relaciones entre grandes potencias que disponen de sus aparatos militares para una eventual ofensiva y se amenazan con duras medidas, ralentizando el intercambio global, sin medir las consecuencias de sus actos para el conjunto de la estructura económico-financieras y social del orbe.

Y es que, debilitado el respeto a la autoridad como un poder asignado por Dios, si el contrato social devenido en leyes y normas de conductas definidas por la ciudadanía y que viabilizan un orden democrático liberal acatado por la mayoría no bastara para sostener la actual gobernanza de las naciones, entonces queda muy poco que no sea que los poderes tiendan inevitablemente al uso de la potestas (fuerza) para sostenerlo, aduciendo, con cierta razón, el quebrantamiento del contrato social, las leyes y normas que rigen la convivencia o, simplemente, como reacción de supervivencia. Pero, además, en el evento en que los sectores de poder emergentes consigan triunfar en tales luchas, demasiadas veces aquello ha resultado en férreas dictaduras que terminan por clausurar toda libertad, incluidas las previas al choque de voluntades.

No habría que olvidar que las democracias no autoritarias no solo son un “orden” que emerge de la voluntad de mayorías ciudadanas circunstanciales, sino también, un modelo que obliga al respeto de las minorías coyunturales, cuya vocación, como es obvio, será siempre llegar a constituirse en el tiempo en una mayoría que le permita modificar aquellos aspectos del orden anterior que no satisface sus aspiraciones.

Una forma de convivencia política que posibilita la lucha racional por los propios intereses al interior de sociedades democráticas plásticas y flexibles, regladas por acuerdos de mayorías y de respeto a las minorías, con división de poderes que acatan voluntariamente los cambios en el orden vigente para asegurar la integración de la diversidad propia de las sociedades abiertas y su estabilidad de largo plazo, es el único camino a transitar sin tener que lamentar fases de violencia que, nacidas de la intolerancia, voluntarismo, inmadurez e ignorancia, dañan gravemente el progreso general.

Aunque, como sabemos, en los últimos decenios en Chile -como en diversas áreas del mundo- se ha disputado una definición única sobre qué entendemos por “orden” o “estado de normalidad o funcionamiento correcto de algo” y hay aún sectores que siguen despreciando la actual democracia como “burguesa” o, lo que es igual, un “orden al servicio de los intereses de una clase privilegiada”, solo una metodología de transformación social basada en la paciente captación de mayorías que posibiliten los cambios dentro de las estructuras del orden instalado, evita la necesidad de recurrir a la fuerza, al tiempo que estimula el diálogo y/o la polémica racional y bien fundada que le permitió a Chile casi tres décadas de desarrollo y crecimiento.

Orientaciones hacia la violencia como las que hemos visto resurgir en cierto estudiantado, algunos movimientos pro-indigenistas o sectores anarquistas, probablemente representantes de los sectores más débiles de nuestra sociedad, constituyen una trampa que agudiza contradicciones perfectamente resolubles mediante el diálogo en una democracia madura y abierta como la chilena, en que las “condiciones objetivas” pre revolucionarias como las que llevaron a ciertos países a luctuosos enfrentamientos, son prácticamente inexistentes.

La apelación corriente a la violencia como método de presión y cambio -de la que tampoco escapan ciertos sectores laborales y empresariales- favorece la emergencia de otras fuerzas de similar intolerancia que podrían adquirir -como ya ha ocurrido en otros países- una mayor presencia político social derivada de la natural y espontánea reacción de ciudadanos que desean seguir construyendo en paz y armonía sus propios y personales destinos. No sea que, desatada la ira, sus consecuencias ya no puedan ser reguladas por ley alguna. (NP)

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