Editorial NP: Como las tragedias griegas

Editorial NP: Como las tragedias griegas

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El reciente cambio de gabinete se ha interpretado como un esfuerzo del Ejecutivo por alinear a los partidos políticos y parlamentarios que constituyen su base de apoyo, pero que, de acuerdo con las encuestas y votaciones en el Congreso, han venido desacoplándose a lo largo de las crisis detonadas por la revuelta del 18 de octubre pasado y luego por la pandemia, una que está llevando al mundo a una recesión económica sin parangón en el último siglo.

Tan grave que, tanto con ocasión del cambio de ministros, como de la reciente Cuenta Pública al país, el Presidente de la República ha formulado sendos llamados a la unidad nacional de las fuerzas políticas y sociales democráticas, como pre requisito instrumental mínimo para enfrentar con cierto éxito los enormes desafíos que el país está encarando y que continuará enfrentando en los próximos meses y probablemente, años.

Sin embargo, aun cuando se podría dar por supuesto lo que el mandatario propone y convoca, lo cierto es que, como en toda comunicación humana, las distintas experiencias en los respectivos procesos de aprendizaje e integración del lenguaje van construyendo, en cada quien, una caja de herramientas con una enorme diversidad de matices que ayudan al cambio, pero dificultan la común acción producto de una buena comunicación. De allí que la “unidad nacional” puede ser convocada e interpretada de diverso modo, según por quién sea descrita.

En efecto, para el presente caso, la unidad debería entenderse, primero, como la reagrupación de fuerzas de derecha en aparente diáspora, y luego, como convergencia más amplia en un cierto acuerdo base en torno a unos cuantos principios y valores que hagan de áncora estabilizadora de la embarcación en períodos de tormentas y guien la nave en mares tranquilas. Sin embargo, el país -y probablemente buena parte del mundo occidental- se encuentra en un momento transitivo en el que, tanto los principios y valores que le daban densidad y sustento a la gobernanza del siglo XX, como las fuerzas de producción que caracterizaron esa economía, se encuentran en revisión y ajuste, merced, precisamente, al progresismo implícito en la democracia liberal que, como sistema político, condujo la industrialización y explosión de producción y consumo que ha caracterizado al capitalismo global y que ahora aborda su transformación merced a la digitalización de las industrias y la revolución de las TIC’s. Los principios y valores de antaño fluyen líquidos en los mercados de las ideas y mientras las izquierdas defienden ad absurdum la libertad y propiedad privada de los ahorros previsionales, las derechas ofrecen igualdad y justicia social.

A pesar de todo, y como era previsible, la oposición no ha valorado ni el ajuste ministerial, ni la cuenta pública, no obstante que el primero fue consecuencia directa de la derrota ideológica que la centro izquierda le propinó en el área previsional y constitucional al conseguir una aplastante mayoría que aprobó el retiro “por única vez” del 10% de los ahorros en las AFP con votos díscolos de Chile Vamos, al tiempo que la Cuenta Pública no debería ser motivo de polémica, en la medida que, según explicó el propio mandatario, se centró en las tres urgencias que, sin mucho disenso, el país enfrenta en las áreas política, económica y de salud y no en detalles de administración anual que están en el mensaje impreso para quien desee consultarlos.

Y era previsible, en la medida que, a pesar de los problemas económicos, de orden público y salud que vive el país, su funcionamiento y gobernanza institucional, aun cuando sea inercialmente, sigue dando muestras de su resistencia, al estar operando con normalidad democrática en la organización y realización de nada menos que ocho actos electorales en los próximos 20 meses, incluido un plebiscito constituyente, todos hechos que parecen otorgar cierta seguridad y certezas de que las cosas “no se saldrán de madre”.

Pero esa misma circunstancia es la que hace predecible las dificultades que se erigen para el Ejecutivo y su convocatoria unitaria, pues, en período de elecciones, con partidos oligarquizados y rehenes de dirigencias crecidas bajo la égida de esa larga lucha de sistemas políticos o del furor de la vieja lucha plebiscitaria del Si y el No del siglo pasado, parecen no entender la política sino como una lucha antagónica que debe llevarse a cabo con todas las herramientas a mano, hasta que uno derrote absolutamente al otro, imponiendo el total de sus puntos de vista.

Sin la metodología de la permanente negociación y do ut des sobre las cuales están articuladas las democracias liberales maduras para avanzar en mayor prosperidad para todos y con un entorno ciudadano económico y social que ha seguido su propio progreso, al margen de la conducción de colectividades anquilosadas, las personas han ido abandonando las propuestas e ideales generales que caracterizaron a dichas agrupaciones, en el entendido que la democracia liberal y los mercados libres y abiertos han ido respondiendo a la construcción posible de los propios sueños de millones, basados en el esfuerzo y perseverancia que, en Chile, generó una clase media que hoy abarca -en sus distintos segmentos- a más del 75% de la población. Por consiguiente, los tradicionales partidos ya no parecen contar con la influencia necesaria, ni suficiente, para liderar conductas de las personas que ayer les transferían su confianza a dirigentes que canalizaban sueños políticos pergeñados por elites constructoras de mundos utópicos en los que la mayoría alcanzaba la plena felicidad.

Esta nueva y más adulta rebeldía y desobediencia crítica frente a dirigentes, representantes parlamentarios y/o grupos políticos o sociales complica la necesaria unidad nacional para abordar la coyuntura, caracterizada por la tozuda pervivencia de la crisis sanitaria mundial que ha arrastrado hasta las principales potencias a una recesión sin comparación en el último siglo y que, dado el masivo desempleo y pobreza que está provocando, seguramente se transformará, en diversas naciones, en causa de crisis político-sociales de proporciones, con ciudadanías coordinadas e intercomunicadas por redes sociales digitales, cuyo tono emocional enervado, diestramente co-canalizado por jóvenes hackers, anarquistas, “ninis” y descontentos, logra convocar tanto el interés ciudadano, como desorden en el que inadaptados y delincuentes consiguen sus propio lucro.

En ciencias sociales se tiende a definir los liderazgos en tres grandes tipos: tradicionales, carismáticos y los llamados racional-institucional. Si la arquitectura vertical y autoritaria del siglo pasado, en la que partidos y líderes conseguían objetivos gracias a su influencia sobre el pueblo, siguiera intacta, se podría esperar que alguno de estas tres clases de liderazgo operara con eficacia en la conducción social necesaria para la solicitada unidad nacional. Pero, como se ha podido observar, en Chile escasea ese tipo de líderes. Por décadas, tanto la derecha como la izquierda democrática, no hizo gestión político-partidaria para educar cívicamente a las jóvenes generaciones, mostrándoles las ventajas, problemas y virtudes de la democracia liberal y de los mercados abiertos.

Y mientras que en el pasado se esperaba que el Presidente surgiera de una carrera política que si bien se iniciaba en los curules del municipio, pasaba por la Cámara y luego el Senado, obligando a una pericia negociadora basada en amplio conocimiento del país y sus leyes, hoy se observa la emergencia de dirigentes cercanos, directos, provenientes del roce ciudadano de las comunas y “la calle”. Como nunca antes, buena parte de los aspirantes a la Presidencia de la República vienen de alcaldías (Lavín, Jadue, Carter, Ossandon) y es en los territorios en donde la lucha social adquiere su mayor sentido para la ciudadanía. Es en esos espacios en los que, cada quien, formula de mejor o peor manera sus propios proyectos, con más o menos calidad espacial de vida en las monstruosas ciudades que produjo el desequilibrado desarrollo del siglo XX y que el XXI anuncia redefinir, dada la explosión de teletrabajo, compra y pago digital, o distribución especializada de bienes y servicios.

Ha sido, por lo demás, en esos espacios territoriales en los que la derecha tuvo sus mejores resultados, deteniendo, incluso, el avance cultural que había logrado en ellos la fuerza ideológica antidemocrática de sectores de izquierda maximalistas, cuyo propósito ha sido, históricamente, la destrucción de la “democracia burguesa”, sus libertades y la instauración de fórmulas de gobierno autoritarias o iliberales, dirigidas por líderes fuertes. Pero abandonado el propósito afiliativo por los partidos tradicionales dada su oligarquización, multiplicidad de pequeñas orgánicas de ultraizquierda, socialistas ingenuas, social-comunitarias, anárquicas o liberal sociales juveniles emergieron a contar de la “revolución estudiantil pingüina”, tomando la posta y conformando luego el Frente Amplio, revitalizado una lucha más cruda por el poder y estructurando su acción mediante redes sociales y tecnologías con las que crecieron, al tiempo que, en los márgenes, la rebeldía sin conducción de derechas o izquierdas tradicionales, hacía crecer extendidos grupos anarquistas.

Unidas esas nuevas fuerzas a las de partidos marxistas del pasado industrial constituyen hoy una potencia parlamentaria de alrededor del 17%, mientras que los partidos de centro izquierda tradicional representan poco más del 32%. Ninguno de los dos bloques podría imponer sus puntos a nivel nacional si no es mediante cierta unidad de acción en el Congreso y -en el caso de la izquierda frenteamplista-PC- sin el uso de la presión callejera con la que amedrenta a la centro izquierda, metodología política que tiene consecuencias en el modo de hacer oposición y que, como todo lo anterior, complota contra los propósitos unitarios y nacionales del Ejecutivo.

En efecto, en una sociedad democrática liberal abierta, vapuleada jurídica, social y constitucionalmente por la acción de grupos extremos que aumentan irresponsablemente las apuestas frente a los sectores moderados obligándolos a subir las suyas; la profundidad de las crisis, la falta de liderazgos dominantes, partidos tradicionales debilitados, organizaciones de la sociedad civil presionando por sus propios intereses, instituciones complicadas por la emergencia de hermenéuticas de ajuste a las nuevas condiciones sociales, la tarea de la unidad frente a los desafíos sanitarios y económico-sociales implica una generación de confianzas de difícil logro y negociaciones regidas por una consciente y realista disposición al quid pro quo que reacomode vectores de poder.

Es decir, si como indican las encuestas, el 25 de octubre mayoritariamente el país adopta la decisión de iniciar la redacción de una nueva carta fundamental, se requiere conciliar constitucionalmente un proyecto país común, una democracia libre, abierta, tolerante, diversa y fraterna rediseñada, que agregue al nuevo pacto aspectos que se avengan con las propuestas de sociedad promovidas por opositores moderadas, en el entendido que representan demandas de un tercio de la población y que, en tándem con el tercio de centroderecha, le den al país mayor estabilidad de largo plazo en la última fase del avance hacia el verdadero desarrollo de Chile. No se ve, claramente, como la centroizquierda podría realizar un Gobierno exitoso y viable apoyada por el Frente Amplio o partidos que repudian un inexistente “neoliberalismo” o la “democracia burguesa”.

El escenario político que aparece impracticable hoy, se torna, en ese caso, más posible, en la medida que se trata de acuerdos de política que, por lo demás, el Ejecutivo ya ha ido integrando y adoptando pragmáticamente en estos meses, hasta mutar su programa de centro derecha en uno que cualquier definición sociológica o política ubicaría en el centro, con un Estado con amplia presencia en la economía, en la educación, salud pública y previsión, tanto producto de las exigencias de la pandemia, como resultado de las presiones opositoras en la revuelta del 18-O, aunque sin que las fuerzas extremas hayan logrado aun llevar al país hacia excesos estatistas y autoritarios de sectores más duros.

De allí que no sorprendan las reacciones de la oposición sobre lo “insuficiente” o “poco autocrítico” de la cuenta presidencial, en la medida que el entorno político electoral pone en competencia a la centro izquierda con su izquierda extrema por un mismo electorado más díscolo e infiel, y, al mismo tiempo, más demandante, sin que ninguno tenga hoy la real capacidad para conducir ideológicamente a esos amplísimos sectores que, además, desvaloran profundamente la labor política y parlamentaria que estiman “free riders” que cabalgan solo por sus intereses, sin compensar el favor del voto dado. Tal vez ha sido esta constatación que, unida a la popularidad de alcaldes por sobre parlamentarios, la que estimula, por instinto de supervivencia, ese “parlamentarismo de facto” que pone en peligro la estabilidad jurídico-democrática, impulsando mociones financieras y/o de distribución de recursos que en Chile está constitucionalmente limitado a la Presidencia.

La autocrítica, en tanto, cometido característico de izquierdas maximalistas decimonónicas y una práctica que vino a reemplazar la confesión católica en un mundo sin Dios, es un estoico aunque penoso esfuerzo de expresar, ante todos los partícipes de una grey, aquellos eventuales pecados cometidos en la gestión, aunque, desde hace tiempo la sicología sabe que tal actividad tiene la obvia limitación de que quien critica lo que se observa es lo observado, lo que es casi tan inútil como intentar empujar el carro de un tren desde dentro del mismo. Como se sabe, hasta los propios sicólogos tienen su analista para confrontar con un otro sus percepciones, única manera de abandonar la inevitable subjetividad que cada quien carga.

Seguramente eso ya lo sabe la centroizquierda, pero su competencia a la izquierda los hace volver a sus deslices de origen. Para las democracias liberales sanas es la labor de una oposición leal y honorable la que hace ese papel crítico objetivo y propositivo, al tiempo que gobiernos inteligentes saben qué de tal crítica es pertinente adoptar y qué no. Igual cosa para una oposición que tantas veces pareciera esperar que los acuerdos con el Ejecutivo terminen siendo el puro y simple acatamiento de sus ideas y principios.

Sobre la insuficiencia y mezquindad de las medidas de Gobierno, si la ciudadanía tuviera la suficiente educación cívica, seguramente ese tipo de argumentos ya no sería utilizado, porque, si un Gobierno busca ahorrar en costos de administración del país, lo que está haciendo es cuidarle los bolsillos a sus ciudadanos, que son quienes financian su acción y también los regalos que, con dinero ajeno, gusta hacer a populistas de todos los colores.

Pero, así están las cosas y es posible que solo la desgracia de un agravamiento de la crisis sanitaria, política, económica y/o social, arrastre a los dirigentes actuales a la mesa de los acuerdos, aunque, por cierto, si ella volviera a estar determinada por quienes no participan ni de la mesa, ni de la democracia liberal, tolerante, diversa y abierta al mundo, el potencial acuerdo de una derecha realineada, con una centro izquierda democrática, tampoco se podrá alcanzar. Como en las tragedias griegas, aunque todos conocen el fatal destino del protagonista, nadie parece poder cambiarlo. (NP)

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