Editorial NP: Chile y su depresión maníaca

Editorial NP: Chile y su depresión maníaca

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Hace algunos años, un ex presidente del Banco Central afirmó que Chile padecía del síndrome maníaco depresivo, enfermedad mental merced a la cual, por momentos, el paciente cae en una profunda desazón y tristeza, pasando, repentinamente, a un estado de ánimo exaltado y omnipotente. La autoridad monetaria exponía de ese modo el hecho que, por lo general, las contingencias de la economía hacían pasar al país, inundado por un espíritu de “jaguar” de América latina, hasta un profundo pozo de decaimiento en el cual solo el infortunio y la desesperanza eran su perspectiva sin estaciones intermedias.

En lo social, el reflujo de las manifestaciones callejeras durante febrero pareciera volver a mostrar esta “depresión bipolar” que semeja congénita, en la que, desde aquel estado de “despertar” brioso, contradictor y de ira destructiva todopoderosa del 18-O, habida cuenta sus consecuencias, se ha tornado en una pausa auto deliberativa y, en muchos casos, flagelante, observable, por lo demás, no sólo en los últimos años, sino a lo largo de su historia, en la que no escasean episodios en los que -caídas o revitalizadas expectativas de mejores condiciones económicas, políticas o sociales-, de pronto, como McIver, se barrunta: “parece que no somos felices”.

Entonces, toda percepción del entorno ingresa en la obscura gruta del desánimo. Y los raciocinios centrados en hechos, análisis y juicios fundados dan paso a esa perspectiva devastadora en la que de un país ejemplo de estabilidad institucional, económica, social y política -un “oasis” regional-, se está en una situación de inminente desastre terminal, de situación pre revolucionaria y prolegómeno de guerra civil -un “Estado fallido”- cuya segunda oleada insurgente se debería sentir, ahora en marzo, con aún mayor violencia y desorden que la experimentada en los últimos meses de 2019.

El transcurrir de los días y meses en el estado de estertores y convulsión desatado el 18-O y su posterior reflujo de comienzos de año permiten, empero, mirar el proceso en sus características y dimensiones objetivas, sin que el sistema de medios de información e intercomunicación en red interfiera en demasía el análisis de los hechos, apartando de la atención ciudadana lo conmocional de la violencia experimentada -directa o vicariamente a través de las pantallas de TV o de los celulares- y de la anormalidad perceptiva de la exaltación con que se puede mirar con mayor reposo lo sucedido.

En efecto, más allá de los sucesos puntuales de violencia a los que, por lo demás, la ciudadanía y los propios medios parecen estarse adecuando -bajando el tono de comunicación de sus alertas-, pues las personas no pueden vivir demasiado tiempo sujetas al estrés de la incertidumbre y el peligro físico, el país ha ido retornando paulatinamente a una cierta normalidad que permite, la mayor parte del tiempo, realizar las múltiples actividades y tareas habituales a una ciudadanía ya harta del desorden ocasionado por grupos minoritarios y audaces.

En este proceso, es indiciaria la cada vez más extensa y profunda convergencia social y política en un rechazo sin peros a esa intimidación delictual, anárquica y de extrema izquierda y su conveniente aislamiento, en tanto, por el lado del Gobierno y el oficialismo, ese confinamiento y detención es parte del avance hacia un cierre exitoso de su gestión y, por el lado de la oposición democrática, el acorralamiento de los impulsivos es condición sine qua non para un mejor éxito del proceso constituyente que se inicia en marzo con la campaña por el “apruebo” o el “rechazo” redactar una nueva constitución.

Así y todo, en lo propiamente político partidista subsisten aún tensiones que, como espada de Damocles, penden sobre las cabezas de los incumbentes y que, ingratamente, parecieran aconsejar a algunos mantener cierta vigencia programada de la incertidumbre con el propósito de no dar pie a una suerte de “victoria” del Gobierno y el oficialismo en el hasta ahora fracasado “push” de Octubre.

Así las cosas, parte de la oposición democrática se sigue uniendo -aunque menos- al coro de los alarmistas, amenazando con un mes de marzo dramático si no se cumplen en la totalidad sus demandas, dado el retorno de los estudiantes a clases, de los vacacionistas a sus trabajos, de las celebraciones de días de género, la desocupación creciente a raíz de la quema y saqueo de miles de comercios y el proverbial agobio de la “caja” familiar ante el pago de obligaciones y deudas de todo tipo en ese mes, en un entorno internacional, además, ralentizado por la aún no concluida guerra comercial entre EE.UU. y China, así como por la peligrosa expansión de la pandemia del coronavirus, único factor que pudiera hacer no recomendable la reunión masiva de personas, acudiendo así en favor de un orden público que, dadas las condiciones antes descritas, pudiera efectivamente mostrar un repunte de la irritación social.

Desde una perspectiva optimista, se podría esperar que la agenda social en desarrollo -más allá de lo satisfactoria que puedan ser sus posibles respuestas- tienda a morigerar las expresiones de descontento y a atenuar las emociones que impulsan una más activa manifestación de indignidad. Sin embargo, ésta dependerá de la agilidad con que oposición y gobierno consensuen puntos de vista en el eje de las reales posibilidades que el Estado tiene para responder a aquellas, así como de la voluntad política de los partidos para defender la democracia liberal que, entre otras cosas, los hace posible. Es evidente que quienes no creen en ella intentarán mantener el estado de tensión y presión, hoy en declive, pero también lo es que aquellos no han mostrado una fuerza político social que les permita abrir las puertas a un cambio profundo del actual sistema, gracias a sus mejores propuestas, sino, simplemente, por su notable capacidad de intimidación y chantaje.

Por lo demás, la crisis de desconfianza en las colectividades políticas hace que su trabajo de pacificación y guía sea doblemente complejo en la medida que la agenda social y de orden público depende de la aprobación de sus representantes en el Congreso. Al no tener éstos la legitimidad y confianza ciudadana requerida, sus solas declaraciones y votaciones resultan exiguas para quienes ya no creen en sus promesas y que esperan resultados efectivos de los proclamados cambios. Así las cosas, la urgencia de su aquiescencia legal parlamentaria es aún mayor, en la medida que, para abril, miles, sino millones de chilenos indignados deberían haber sentido, experimentado o recibido efectivamente algún impacto real de dichos cambios en lo social. De lo contrario, la agenda de orden público e institucional estará preñada de tales insuficiencias, amenazando el plebiscito de entrada con resultados inesperados, tanto en participación, como en votación.

En este marco de expectativas -que miradas desde la depresión pudieran ser catastróficas- el Gobierno y el oficialismo no han estado ajenos a las diferencias y desconcierto que se observan en la oposición, generando un rebaraje de posiciones que, siendo previsibles, suscitó una curiosa polémica que ha terminado desviando la atención y la exigible concentración en las agendas de orden público y social.

En efecto, Renovación Nacional no solo optó por una predecible decisión de dar libertad de acción a sus militantes ante las preguntas del plebiscito de entrada de abril, sino que su presidente inició conversaciones con partidos de oposición democrática destinadas a consolidar la toma de decisiones para el éxito de las dos agendas prioritarias y asegurar el normal funcionamiento del proceso constituyente, según los acuerdos del 15 de diciembre (especialmente después de declaraciones de dirigentes sociales que amenazaban con transgredirlos).

Dichas acciones generaron molestas reacciones de sus aliados, no obstante que las determinaciones de la colectividad se fundan en una racionalidad propiamente político democrática: consensuar el aislamiento de los violentos, asegurar un proceso constituyente dentro de la normalidad jurídico-legislativa en vigor, ahondando en las agendas social y de orden público; despejar el valor simbólico de consultar a la ciudadanía si quiere o no una nueva constitución y si es afirmativo, mediante qué mecanismos, poniendo luego el verdadero empeño en ganar las elecciones de la Convención respectiva, defendiendo los principios, derechos y libertades que caracterizan una sociedad democrático liberal.

Se trata de una posición táctico-estratégica que evita al Gobierno una eventual derrota política al concebir su papel como garante del proceso y no hacerlo jugar de un lado de la disyuntiva; a la propia derecha y centro derecha, en la medida que habiendo quienes favorezcan la redacción de una nueva carta, abren caminos de representación ciudadana ante las eventualmente nuevas condiciones del contrato social; que aísla políticamente a aquellos que buscan transformar la Convención Constituyente respectiva en una Asamblea original y soberana que parta de “una hoja en blanco” y termine eliminando las instituciones vigentes de la actual constitución; que otorga estabilidad jurídica en los próximos meses o años de discusión constituyente, en la medida que, durante ese lapso, sigue rigiendo la actual carta que, a mayor abundamiento, debe ser aprobada por amplia mayoría ciudadana, no obstante los peligros de trasladar la discusión de algunos de sus artículos a un Congreso que los apruebe ex post por mayoría simple.

Así, lo verdaderamente relevante no es el plebiscito de entrada, que cualquiera sea el resultado, será solo un primer paso para una nueva constitución que sea legitimada por una mayoría ciudadana sustancial o para una reforma profunda que consiga igual propósito que la primera alternativa, sino la selección de los constituyentes -menos o más alejados de las posiciones de principios, ideología, derechos y libertades que se consideran parte conformadora de una democracia liberal- y la posterior Convención y sus polémicas internas que den paso a una sociedad libre, moderna, abierta, plural, justa y solidaria, como punto de inflexión ciudadana de un proceso transitivo, de maduración cívica y convergencia nacional iniciado en 1980 y cuya vigencia permitió al país uno de sus períodos de mayor progreso y desarrollo de su historia.

Aprovechar las calmas estivales para reflexionar sobre lo que el país ha conseguido en los últimos cuarenta años gracias al esfuerzo de su gente, así como revisar leal y profundamente sus insuficiencias e injusticias y componer unitaria y transversalmente una hoja de ruta realista y con tiempos definidos y claros para alcanzar las metas que superen esas brechas, debería ser la más adulta y responsable forma de abordar los próximos dos años del actual Gobierno, tanto para la elite política, como para la económica y social, la religiosa, militar y tecnocrática, así como para el conjunto de los ciudadanos.

Chile tiene un destino, pero éste depende ahora de la voluntad y madurez de sus dirigentes y de su pueblo, hoy convocados a escribir su historia futura, la propia y la de sus descendientes. Las fuerzas del nihilismo y el caos -hijos bastardos de una sociedad libre que no ha interpelado a la libertad la indefectible responsabilidad que implica la autonomía- son obviamente minoritarias, pero nunca se debería minusvalorar el poder de la violencia, una que, por dicha razón, en democracia sólo debe estar en manos de quienes, desde el Estado, pueden y deben aplicarla racional y reguladamente con motivos pacificadores y de justicia. De allí la indispensable revalorización y confianza que el Poder Judicial debe proporcionar nuevamente a la ciudadanía y la necesidad de cuerpos policiales respetuosos de sus protocolos y normativas.

Continuar conscientes y decididamente en el proceso pacificador mediante la instalación paulatina pero sistemática de un orden público legalmente sustentado y voluntariamente acatado, sobreviniente de un proceso que pone el peso de la responsabilidad de un nuevo contrato social en los hombros de su propia ciudadanía; que, en paralelo, solidariamente reorganiza y redistribuye la carga social y económica en beneficio de las mayorías que, sin distinciones de clase o actividad legítimamente constituida, se esfuerzan día a día por mayor progreso y desarrollo, son las tareas fundamentales de los próximos meses y años.

Que la legalidad y respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos no sea confundida con debilidad. La responsabilidad de nuestros actos impone obligaciones cuya mensura social son consecuencias que cada cual debe asumir por los propios. La civilización y la vida en sociedad no es plausible sin aquello, resumido en la antigua regla de oro ética según la cual nadie debería hacer a otro algo que no quiera que se lo hagan a él mismo, sin importar si, en tales actos, el protagonista vive su fase maníaca o depresiva. (NP)

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