Editorial NP: Chile exorcizado

Editorial NP: Chile exorcizado

Compartir

Las explosiones sociales son fenómenos complejos. También, sorpresivos. Y como desconciertan, por lo general se las intenta explicar como una simple relación de causa-efecto. Y como es corriente -y más simple- se las ve como resultado de una raíz única: la injusticia, la desigualdad, la desazón, la rabia o la inmadurez de la juventud. Son los conceptos más utilizados, aunque, por cierto, si se intentara superarlas desde un diagnóstico como ese, servirá de muy poco, tan poco como para solucionar las demandas de los indignados, sirve la propia explosión social.

Y es que éstas son resultado de infinitas variables en convergencia y se van estructurando paso a paso en círculo vicioso que termina arrastrando al conjunto de la sociedad. El drama se inicia, habitualmente, con la constatación de injusticias reales y abusos protagonizados por sectores de poder. Nuestro país ha sido testigo de aquello desde hace años y parece innecesario recordarlo; solo decir que tales arbitrariedades e iniquidades no solo fueron ampliamente conocidas, sino que, además, alcanzaron a representantes de todos los poderes del propio Estado, del ámbito político, eclesiástico y el empresariado.

Una segunda fuente de convergencia viciosa es aquella tendencia político-social que Chile ha cargado por décadas y que, proveniente de constructos teóricos del siglo XIX, si en algún momento tuvieron cierta explicación, tras los avances científico-tecnológico, sociales y político democráticos de los últimos cincuenta años, ya no responden a realidades socio-económicas presentes. Chile ha vivido la experiencia de esos intentos de instalación de sociedades utópicas con resultados desastrosos, al tiempo que, como es sabido, un enorme conjunto de países que experimentó por mas de medio siglo alguno de esos modelos, terminaron en tragedias cuyos ecos aún reverberan.

Sin embargo, la inercia de dicho relato ha seguido permeando la actividad política nacional, dado que siempre es posible replicarlo -como bien lo saben varios pueblos de la región-, pues desigualdades e injusticias (con todos sus matices, interpretaciones y dimensiones posibles) son parte de la vida en sociedad y, con mayor razón, en aquellas que liberan sus fuerzas creativas, permitiendo, a cada quien, que, con su esfuerzo y trabajo, avance al distinto ritmo natural de cada uno. El persistente énfasis de ciertos sectores en esos maleables conceptos posibilita -en situaciones de iniquidad evidentes- variadas interpretaciones que, aceptadas como diagnóstico correcto, culminan igual avalando reacciones de irritación y malestar que son prolegómeno de la violencia, pues las emociones son intensivas, mientras la ley y el orden implican control racional de los pulsos emotivos.

No obstante que la mayoría de los chilenos rechaza la violencia (Cadem: 53% respalda el Estado de Emergencia) y más del 80% se declara feliz en su vida familiar, una tercera fuente de atizamiento del fuego es que, una vez legitimado personal, social y políticamente el malestar, sus expresiones se dividen según la cualidad de los grupos que la manifiestan: los más audaces, por lo general jóvenes que prueban los márgenes de sus libertades desafiando a la autoridad, sea cual fuere, empujan los límites del acuerdo normativo social, justificando sus actos fuera de la ley como redención ante el poderoso, en una mezcla de manía y romanticismo que es propio de aquella. Junto a estos, empero, se suman otros con razones menos puras, como el robo y vandalismo, aumentando la temperatura del fenómeno.

Un segundo grupo, menos arrojado y mucho más amplio, lo conforman quienes, a cierta distancia de la acción, observan, explican, validan o aplauden “pacíficamente” tales infracciones, pues, de alguna forma, viven su propia experiencia de injusticias o abusos y tienden a simpatizar con quienes ven como “justicieros”. Desde luego, en el posterior frenesí de la escalada de violencia, estos, junto con quienes la rechazan sin condiciones, terminan siendo tan víctimas como el conjunto, pues no solo quedan expuestos a la violencia irracional del vándalo, sino que, como natural respuesta de supervivencia, las orgánicas del Estado y poderes institucionales y/o fácticos tienden a responder contra esa violencia con la fuerza de sus estructuras, más poderosas que una juventud o civilidad que harta de los atropellos de elites de todo tipo, han estallado con el probablemente muy legítimo “estamos cansados”.

Y como es sabido, en Chile ese “estamos cansados” tiene larga trayectoria que ha ido in crescendo a raíz del propio avance económico-social que el país ha experimentado en las últimas décadas. En efecto, en ese lapso, Chile ha visto desarrollarse a una enorme y trabajadora clase media que quiere seguir viviendo como tal para asegurar mejor futuro a los suyos. Muchos de ellos universitarios de primera generación, emprendedores, comerciantes, artistas y artesanos, técnicos y trabajadores que, con esfuerzo, han construido un mejor entorno económico social que el de sus padres. Todos y cada uno de ellos tienen el legítimo interés en seguir desarrollándose, pero en ese proceso han ido acumulando deudas que les permiten casa propia, auto y estudios superiores para sus hijos, aunque llegando a comprometer el 70% de sus ingresos con un débito a fin de mes. Buena parte de ella sigue usando el crédito, expedito y extenso, para jugar una rueda de pagos y deudas persistente que, cuando los precios del supermercado, luz, agua o transporte se elevan, amenazan con romper su cadena de obligaciones y, como consecuencia, con poner en riesgo todo lo alcanzado en décadas de esfuerzo y trabajo.

Una economía mundial debilitada por el enfrentamiento de poder político-económico entre dos grandes potencias, la consecuente caída de los volúmenes y precios de los productos que Chile exporta, la baja de la actividad productiva y comercial que se nutre de aquello y el aumento de la amenaza de desempleo o la cesantía misma y el consiguiente estancamiento de los sueldos, no es el mejor escenario para quienes viven al borde del temido retroceso. Conspira contra soluciones de largo plazo una política que ha cultivado por décadas la idea que el Estado es capaz de resolver todos los problemas y que incita a buscar la confianza en peligro en el propio Estado, aunque, como es evidente en los resultados de recientes decisiones políticas, su potencial tiene iguales limitaciones que cualquier institución humana. Se cae así en el péndulo en eterno vaivén que busca en los cambios de Gobierno la superación de las angustias que ocasiona el progreso, mientras cada nuevo gobernante avanza y/o retrocede en reformas que considera consistentes con el Chile que desean sus electores, provocando el virtual estancamiento de la actividad de las personas.

No es, entonces, inexplicable, que revueltas sociales que exponen al “castigo social” a aquellos símbolos del abuso y sus miedos, sean inicialmente avaladas, aunque, desde luego, hasta el límite de la propia supervivencia y bienestar, porque la violencia desatada no solo no resuelve la crisis, sino que amenaza con profundizarla. Y si bien quienes rompen las reglas pueden ser grupos minoritarios que, desde luego, no representan al “pueblo” y su impacto delictual abarca un ámbito cuantificable en alrededor de 170 asaltos e incendios a supermercados, farmacias, bancos, bodegas y hasta casas particulares en los que participan grupos no superiores a las 100 o 200 personas y de los cuales han sido detenido más de 800, el impacto mediático y estrés social es muy superior al millonario balance de los daños provocados, estimulando la formación de grupos de autodefensa que, alarmados por los disturbios que amenazan el propio bienestar, desconfían por la ausencia, como por la presencia de las fuerzas de seguridad y defensa del Estado, parte de un trauma social que no acaba de superarse.

Pero tras la explosión social es menester abordarla para evitar el avance de la “ley de la selva” y quienes tienen la principal responsabilidad son las autoridades democráticamente elegidas para esa misión. Sin embargo, no obstante que aquellas han sido llevadas al poder por mayorías ciudadanas, la inercia del desprestigio de la clase política y la inevitable parsimonia que tiene la superación de los problemas reales de la gente pone difíciles lomos de toro para un efectivo liderazgo frente a la ciudadanía y al interior del propio ámbito de los poderes políticos, deteriorados por sus pugnas internas y serias divergencias respecto del país que se quiere.

A mayor abundamiento, la experiencia vivida por militares retirados que, con ocasión de la otra explosión social y política vivida en los 70, resienten la voluntad de acción de las actuales FF.AA. en el cumplimiento de tareas de seguridad interior, obligando, con mayor razón, al liderazgo civil a asumir con toda decisión y responsabilidad los resultados de la tarea de pacificación que se lleva a cabo, al tiempo que a los poderes legislativo y judicial hacer la parte de sus deberes constitucionales que les corresponde.

Así las cosas, es de esperar que, tras estos días de ira social, las fuerzas destructivas cedan y la normalidad se vaya instalando. Vienen días complejos que incrementarán el estrés de los chilenos, especialmente por los problemas de transporte y la delicada situación en la que quedan los empleados de las diversas empresas que han sido vandalizadas; y porque todo indica que las bandas violentistas y delictuales que han actuado no cejarán muy rápido en sus propósitos, especialmente si grupos políticos o sociales, en vez de aislarlos, siguen avalando o explicando el desorden y desobediencia a las leyes, con otros objetivos (¿renuncia del Presidente?). El ejemplo de vecinos y personas que han ayudado voluntariamente a limpiar escombros y normalizar la tan vital actividad del Metro, que han protegido supermercados o farmacias que lo abastecen y la normal circulación por las calles, debieran llamar su atención respecto de lo que realmente estos sectores desean.

Para que de las cenizas calientes no vuelva a resurgir fuego es, pues, menester que los poderes del Estado y la clase política, en el Gobierno y oposición, utilice todo el capital político con que aún cuenta para avanzar rápidamente en soluciones solidarias, pero realistas, a las demandas tan crudamente expresadas y en la semana que comienza se logre un indispensable Acuerdo Nacional por la Paz y el Desarrollo, so pena que el seguir aprobando el desafío a la autoridad, termine también arrastrándolos a ellos mismos al precipicio.

Un acuerdo nacional que, por un lado, reduzca las incertidumbres y renueve las esperanzas de esa enorme y esforzada clase media en que podrá seguir construyendo un mejor futuro y, por otro, que recomponga esa amistad cívica que posibilitó el crecimiento y la emergencia de esas mismas capas meritocráticas hoy indignadas, aunque esta vez, claramente separados de los vicios de descontrol de los poderes de toda naturaleza que, develados por una sociedad que se caracteriza por su transparencia producto de las nuevas tecnologías que invaden todos los espacios de la vida social, fueron los que se exorcizaron en la furia y malestar que arrasó con la estresada tranquilidad y apatía política y de participación que había caracterizado a Chile en los últimos años. (NP)

Dejar una respuesta